EL PAíS › OPINION
El sol con la mano
Por Eduardo Aliverti
Se podría tomar la precisión perfecta de la frase que lanzó Eugenio Zaffaroni: “No manden a la Justicia lo que no pueden resolver en la política”. Pero como el juez de la Corte, a pesar de ser hace rato uno de los más célebres penalistas del mundo, es invariablemente sospechado de tendencioso por parte de quienes hacen de la tendenciosidad un modo de vida, también se puede no darles el gusto a los ordinarios voceros de la derecha que lo cuestionan a priori, diga lo que diga. Y elegir lo que hacen circular ellos mismos. Porque resulta que en los propios medios de ese establishment lenguaraz, frente a la decisión oficial de cercar a los piqueteros con vallas, uniformes y ocupaciones de plazas y accesos, estallaron ahora chistes y reflexiones del tipo “por fin el Gobierno se decidió a tomar el toro por las astas”. “Qué bien”, contesta algún interlocutor y repregunta: “¿Ahora ya se puede circular?”. “No”, responde algún vecino, comisario o funcionario. “Ahora está lleno de policías, gendarmes, vallas”.
Es una representación magnífica del modo en que el discurso barato de “terminen con esto de una vez” se muerde su propia y tilinga cola. O son los piqueteros o es la policía, pero sean quienes fueren queda claro que algunos puntos metropolitanos son y seguirán siendo un conflicto recurrente, porque el sol no se tapa ni con la mano, ni con miles de uniformados, ni con puteadas de automovilistas, ni con vejetes resentidos y frívolos de alma que llaman a las radios con ese tufo a que con los militares esto no pasaba. Son la expresión de un malestar urbano que en definitiva no es con los otros, sino con un “yo” que es incapaz de asimilar la realidad de una sociedad estallada; y que como cualquier zarpullido tratado con pomadas superficiales en su zona de exposición va reapareciendo en otras continuamente. Copan un puente y surge una ruta. Liberan la ruta y les bloquean boleterías de una terminal. Cubren las boleterías y les acampan en una plaza. Vallan la plaza y rodean el Congreso. Cercan el Congreso y les aíslan el microcentro. Controlan los piquetes anunciados y les aparecen los piquetes-sorpresa. Sin embargo, la insigne cantidad de imbéciles que claman por el fin de su disgusto cotidiano, verdadero o infiltrado en su imaginario de tener alguien más débil con quien agarrárselas, crece tanto como la obviedad de que no hay caso. Y no sólo que no hay caso. Contrario a las exclamaciones dispersas e individualistas que claman contra las protestas, y aun cuando éstas no tienen ni vanguardia que las unifique y armonice ni, mucho menos, liderazgo reconocido, ocurre que aunque sea se amontonan con docentes y estudiantes universitarios, trabajadores agremiados y otros sueltos que llevan su solidaridad.
Nada más distante de la intención de esta columna que una visión romántica de las luchas populares (cosa peligrosa, que pierde de vista mucho progresista entusiasmado sin sostén ideológico). Hay en ellas especuladores, advenedizos, sectarismo, aislamiento. Y también un saludable debate sobre la conveniencia de algunos métodos. Y ciertos reflejos elementales: en medio de la propaganda de lo bien que está el país en su superávit fiscal, su record de exportaciones, su desaceleración inflacionaria y otros enamorantes índices, sería lo único faltante que ni siquiera una flaca parte de las partes más jodidas por la implosión nacional procediera a reclamar una punta de la cucharita de la torta, casi como sea. Y sería esperable que los inmensos provocadores y ganadores de la crisis, además de muchos de sus derrumbados, tomaran conciencia de que, después de lo que pasó en la Argentina, no pasa nada que no sea lo elemental: gente que sale a la calle, que tiene rabia, que tocó fondo, que no tiene más nada que perder. Más otra gente que pide aumentos salariales que apenas compensen la inflación. Gente que encima es una minoría de la mayoría que perdió como en la guerra.
Acaban de conocerse datos oficiales, correspondientes al segundo trimestre de este año. Más de 6 millones de argentinos viven con menos de 2 pesos por día. Y 5 millones lo hacen con 4,10 pesos. Significa que hay 11 millones de habitantes, que conforman alrededor de 2 millones de familias, que viven con menos de 150 pesos por mes. Y enseguida se ubican casi 9 millones que ganan entre menos de 6 y algo más de 7 pesos diarios. En medio de esta devastación cuyo postre es que la franja más rica es cada vez más rica, nadie puso una bomba, nadie mató a nadie, nadie agarró los fierros, nadie promueve la violencia. Pero persiste y hasta parece que se incrementa ese aglomerado de inconscientes quejosos porque les cortan una calle y hay que desviar el auto.
Oigan, no sean degenerados.