Martes, 13 de junio de 2006 | Hoy
Por Eduardo Subirats*
La sentencia contra la teoría crítica de los Manuscritos de 1844, del Manifiesto Comunista o del análisis del valor fetichista de la mercancía como un pensamiento “superado” ha sido fraude. De hecho ha fungido en las últimas décadas como un credo cuia absurdum de la mediocridad académica que rige en los departamentos de las llamadas ciencias humanas. Hoy, frente a las guerras coloniales que han inaugurado el siglo XXI y frente a los genocidios económicos administrados por los bancos mundiales y las organizaciones de comercio global, y frente a los infinitos fenómenos de violencia local, corrupción corporativa de gobiernos, guerras sucias, guerra biológica y guerra nuclear, esta “superación de Marx” que se ha venido colgando a la entrada de todas las puertas de los seminarios de Nueva York o de Yale adquiere un significado patético.
El poder militar y financiero del mundo se encuentra en las manos de un puñado de corporaciones. Los sistemas jurídicos democráticos permiten grados mínimos de soberanía social, cuando no encubren auténticos sistemas tiránicos en los que el abuso de poder y el crimen son ley. El terror de Estado que definió programáticamente Hobbes bajo la metáfora totalitaria del Leviatán se impone por las cuatro partes del mundo con la naturalidad de una voluntad divina. En los centros privilegiados de poder mundial, en Londres, Moscú o Nueva York, este terror se representa y organiza como un sistema de seguridad doméstica y lucha contra el terrorismo que comprende bajo un mismo paquete conceptual las altas tecnologías de destrucción nuclear y biológica del planeta, y en su otro extremo el control digital integral de los residentes humanos de la tierra. En las cordilleras y selvas amazónicas de Colombia, Ecuador y Perú, en los pueblos kurdos y chechenos, en las altas culturas espirituales del Tibet o en las civilizaciones sunitas y chiítas de Oriente Medio todo yace en ruinas. Donde reinaban grandes civilizaciones dotadas de las culturas más elaboradas de la humanidad, ya sólo queda un mundo de pobreza y supervivencia, violencia militar y despotismo.
Las estrategias del espectáculo encubren tras sus infinitas pantallas y su propaganda permanente los procesos de destrucción global de recursos naturales vitales como el agua, la tierra y el aire y los subsiguientes desplazamientos y genocidios de millones de humanos. En lugar de un sistema de producción agrícola adaptado a los ciclos reproductivos de la naturaleza y a las culturas que han convivido con ella durante siglos, como soñaba el socialista del siglo XVIII Charles Fourier, tenemos que afrontar consecuencias cada día más violentas por los desequilibrios biológicos y atmosféricos generados por una producción y un desarrollo industriales que exhiben abiertamente su irresponsabilidad ecológica y social. La racionalización militar del trabajo por el industrialismo inglés del siglo XIX que Marx y Engels criticaron como proceso de alienación y degradación humanas adquiere en los campos de trabajo y exterminio del siglo pasado, y en las maquilas del Tercer Mundo el día de hoy, dimensiones que rebasan la imaginación.
El Manifiesto comunista anticipaba la culminación de una edad de barbarie, con hambre en todo el planeta y la extensión de guerras devastadoras como consecuencia de “demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria y demasiado comercio”. Y anunciaba la delirante disolución “en el aire de todo lo que es sólido”, desde los deseos más íntimos hasta la medios de supervivencia. Y ponía de manifiesto los “continuos disturbios sociales”, las reiteradas “revoluciones de los medios de producción”, la “permanente incertidumbre” y una imparable “agitación”.
La ambigüedad de la teoría crítica de Marx no reside en su visión de la barbarie civilizada del capitalismo global, cuyas últimas expresiones de podredumbre y devastación vemos hoy en todas partes. Su debilidad consistía en su elevación mesiánica del proletariado a la categoría de pueblo elegido por el dios de una historia concebida como progreso lineal y apocalíptico. En definitiva, residía en su fe en la salvación por el espíritu histórico del progreso. Sobre los hombros de este proletariado hizo reposar la redención de una humanidad nueva y universal, ni más ni menos como ya lo había programado Paulo. Y, al mismo tiempo que dotó al proletariado de esta magnitud trascendente, lo construyó empíricamente a partir de la racionalidad productiva y la disciplina del trabajo industrial. Por eso el proletariado pudo abrazar, en los comunismos soviético y chino, el significado de un sistema totalitario de opresión y violentos procesos de acumulación capitalista.
Contra esta dialéctica congelada de la historia, Antonio Gramsci definió la revolución de los Soviets como el triunfo de la voluntad contra Das Kapital. Contra este historicismo marxista, Mahatma Gandhi reivindicó un socialismo arraigado en sabidurías y tradiciones culturales milenarias. Y José Carlos Mariátegui fundó el socialismo peruano sobre la comprensión cósmica de la unidad de la persona y la comunidad espiritual de los humanos, todavía vivas en las culturas quechua y aymara. Paul Tillich redefinió el socialismo sobre la base de una ética cristiana que aproximó a sus raíces judías y a las concepciones bíblicas de comunidad, ley y salvación. Martin Buber concibió el socialismo como la restauración de los vínculos del humano con la creación y la comunidad. En un sentido paralelo, la crítica del fascismo de Karl Polanyi como consecuencia política necesaria de la economía de mercado y del correspondiente liberalismo económico, y su diáfana propuesta de una ampliación, en lugar de una reducción, del alcance de los derechos humanos y del concepto de libertad, partía de las premisas metafísicas y éticas de un humanismo cristiano.
Es absurdo decir que se han superado ideales sociales como los que representaron los falansterios de Fourier: más bien constituyen modelos racionales de supervivencia frente a la destrucción biológica del planeta por las corporaciones genéticas. El anarquismo de Piotr A. Kropotkin encierra los valores comunitarios más armónicos que se han concebido a comienzos del siglo XX para regir una sociedad auténticamente democrática. Sólo bajo la falta de espíritu reinante en nuestras aulas puede decirse que eso ha sido superado. La crítica del militarismo de Lenin es todavía más actual frente a las guerras coloniales de Irak o Colombia, de lo que ya fueron frente al militarismo industrial del siglo pasado.
Eso no quiere decir que no haya que redefinir una a una las categorías de este socialismo en una época en que bajo su bandera se concentran políticas socialmente vacías. Es preciso renovar su crítica de la civilización posmoderna. Y recuperar una tradición intelectual olvidada que a lo largo del siglo pasado ha hecho frente a la guerra nuclear y biológica, a las tendencias totalitarias inherentes al neoliberalismo y a la degradación mediática de la cultura.
* Profesor de Teoría de la Cultura en la New York University. Autor, entre otras obras, de El continente vacío y Memoria y exilio.
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