Martes, 13 de junio de 2006 | Hoy
Por Gustavo Veiga
Desde Hamburgo
El taxista, en un rudimentario inglés, acepta cobrar 25 euros por el trayecto entre el Hamburgo Arena y la estación central de trenes de la ciudad. Es, aproximada, la tarifa del viaje, chequeada antes con otros colegas argentinos. El periodista, también en un elemental inglés, se sube al vehículo amarillo, persuadido de que el problema quedó resuelto: había que llegar a tiempo para tomar el tren de regreso a Nuremberg. Durante el trayecto, algo así como un viaje de Vicente López al centro, por la avenida Libertador, va naciendo una historia, la del taxista nacido en Afganistán.
El hombre, de unos 35 años, bigote y pelo cortado con mechón sobre la frente, al estilo Giancarlo Giannini en su emblemática Mimí metalúrgico, cuenta que nació en Kabul, la capital que estaba en manos de los talibanes y ahora es controlada por un ejército de ocupación. También dice recordar el buzkashi, el deporte nacional afgano, que es muy semejante a nuestro pato. Un juego duro, áspero, que tiene como objetivo apoderarse de un balón hecho con la piel de un cordero. Típico de los jinetes de ese inhóspito país que los Estados Unidos invadió para no irse por un tiempo incalculable.
“Quickly, please”, se le pide que apure, y el taxi driver afgano la emprende por largas avenidas y calles arboladas. “In five minutes”, aclara, en cinco minutos, para calmar nuestra impaciencia. La charla no discurre con fluidez porque el chofer, además de su muy básico inglés, habla dos lenguas que este cronista no dominaría jamás: alemán y afgano. La terminal de trenes se recorta a un par de cuadras y, por fin, el alma nos vuelve al cuerpo. Cuando llega la hora de pagarle, le entregamos un billete de 50 euros, nos devuelve dos de 10 y le pedimos los 5 que faltan del vuelto.
“Five for me”, dice muy suelto de cuerpo, cinco para él. La negativa no demora ni un segundo, a modo de pregunta. ¿Por qué? A lo que el afgano, con diez años de residencia en Alemania y otros tantos vicios que ni imaginaríamos de un colega porteño, agrega: “You say me quickly” (“me pediste que me apurara”). La velocidad tiene un precio en Hamburgo. Y el apuro por no perder un tren, a sabiendas de que significará dormir en la estación unas cinco horas, también. Sólo quedó tiempo para un insulto en castellano.
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