Lunes, 12 de marzo de 2007 | Hoy
CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA
Por Juan Sasturain
El mítico Salvador Dudoso Noriega, el bañero más famoso de aquella época, tampoco había hecho un curso de guardavidas; por lo que se sabe, se hizo solo. Como todo buen bañero era hombre de la pampa húmeda pero no de ciudad ni estrictamente de la costa. Era de un poco más acá de Maipú, y se había criado en un campo que llegaba hasta la playa. Y los paisanos –como decían de los indios– no son de meterse mucho en el mar ni con el mar, pero lo miran, lo oyen, lo conocen y lo respetan. Se toman su tiempo.
Noriega decía que de pibe durante años sólo se metió en el mar a caballo y que se hizo nadador solo, a lo bruto nomás, sin estilo –braceaba con la cabeza afuera del agua– pero con una experiencia bárbara: el mar abierto, sin referencias. Así, cuando llegó a Mar del Plata por primera vez –cayó a hacer la colimba en el Puerto en el ’50, Año del Libertador General San Martín– a falta de campo, lo único que le resultaba familiar era el mar. Criado entre caballos, le gustaban las jineteadas y de muchacho se perfilaba como buen domador pese a algún golpazo y ciertas secuelas mínimas. Por fotos que había visto en las revistas cuando iba a cortarse el pelo a Maipú, el apenas letrado paisanito descubrió la gallardía –ésa era la palabra– de los uniformados y el ordenado despliegue ecuestre de las paradas ceremoniales y los desfiles que todavía se usaban por entonces para los 9 de Julio. Así que cuando supo que le tocaría ser soldado pensó en ser ingenuamente granadero.
Pero difícil que el chancho chifle, porque estaba claro que a Noriega no le daba la altura que por entonces requería encarnar la estirpe sanmartiniana; tampoco la pinta, desde que la patada de refilón de un alazán chúcaro le había escamoteado un par de dientes –que repuso sólo años después, cuando tuvo la historia con Rebeca, la dentista de Miramar– y no sólo eso: los azares del sorteo lo confinaron por dos años al servicio de Marina. Así, los únicos caballos que vio durante esos dos largos años fueron los descascarados de madera de la calesita del puerto y Sorete, un peludo y taciturno pony enano con el que se sacaban fotos los pibes y los rapados colimbas en la Plaza Colón. Un oprobio.
Precisamente, uno de esos primeros e interminables domingos de franco, cuando soltaban a los conscriptos para que se aburrieran en la ciudad desconocida sin plata y sin fe, el marinero Noriega, con su disfraz de Donald, se plantó según costumbre establecida junto a otros patitos feos y solos como él ante el trípode y la caja de madera del fotógrafo de plaza para dejar testimonio de sonrisa en soledad. Pero algo pasó. Algún comentario burlón o inoportuno del fotógrafo y propietario del insultado caballito que masticaba el pasto ralo a un costado interrumpió la sesión. Noriega, fuera de foco y de sí mismo, dio tres pasos al frente y ni siquiera esperó que el otro saliera de debajo de la tela negra que lo escondía para ponerle un par de trompadas.
La siguieron sobre el pasto y las piedritas coloradas de los senderos ante la mirada mansa de Sorete y los ojos encendidos de los otros colimbas. Noriega dio y recibió pero el otro era un hombre grande y aflojó antes, terminó llamando a la policía. El incidente con lesiones y el imperdonable estado en que quedó el uniforme blanco le costaron al marinero tres semanas de arresto pero también una sorpresiva propuesta del oficial Pellegrino para que se hiciera boxeador o al menos se pusiera un par de guantes los sábados a la mañana en el ring del gimnasio de la Base. En esos improvisados combates se apostaba fuerte y –con el oficial constituido en su socio– podían hacerse unos pesos.
Durante cuatro sábados, Noriega –un pluma natural– sacó adelante en desmañados encuentros de tres rounds los sucesivos cruces ante otros tantos colimbas de diferente peso y formato: ante el correntino Bedoya, el ruso Cielinski y el fogoso Cayetano Palomba ganó las tres por puntos; sólo empató con el Chino Ludueña, uno que tenía experiencia y después sería preliminarista en el Estadio Bristol. Pero el quinto sábado ni el promisorio pluma fue al gimnasio ni Pellegrino supo dar respuesta cierta sobre su paradero. Recién apareció a las seis de la tarde y con Sorete sujeto de la rienda: se había gastado la plata ganada a las trompadas en comprar el caballito.
Noriega no volvió a boxear, ni siquiera a ponerse los guantes, y el pony se convirtió en más o menos clandestina mascota de la Base.
Hacia la primavera, antes de que los colimbas se embarcaran dos meses para rituales maniobras atlánticas, el marinero Noriega pidió dos días de permiso para devolver el taciturno caballito al ámbito natural. Así, Sorete –no hubo forma de cambiarle el nombre, jamás respondió a otro– lo siguió consecuente como un perro hasta Dionisia, donde lo dejó a pastar de prestado en la chacra de la tía Felisa, una difusa prima lejana de su madre. Tras separarse como hermanos, como padre e hijo, como amigos, el marinero volvió para abordar de apuro. Cuando a la semana el pony apareció, solo, en la garita de la guardia, la noticia doméstica fue cablegrafiada –entre partes meteorológicos y rutina de simulacro bélico– a las unidades en altamar.
Esa mañana gris, el marinero Noriega, acodado a la popa de un crucero gris, lagrimeó emocionado contra un cielo gris y un mar al tono. Siempre diría que fue la única vez que lloró, porque incluso cuando meses después el pobre Sorete estiró las patas intoxicado con kerosén, el pibe no aflojó. Tal vez porque estaba más hecho a las pérdidas que a las demostraciones de afecto.
Pero quién sabe. Los criollos suelen ser escondedores, y no por ladinos. Es que no entienden o no sienten la necesidad. Y el Dudoso Noriega ya de pibe supo que una cosa era sentir que le dolía, otra decir ay y otra muy distinta contarlo, decir me duele. Y en general le bastaba con lo primero. Contar lo que te pasa es un invento moderno y cosa de puebleros, de gente que casi nunca está sola y Noriega nunca había conocido una ciudad grande hasta que cayó en Mar del Plata de rebote de la colimba.
Y la verdad que nunca terminó de entrar, porque de algún modo llegó hasta la puerta, se quedó en la orilla y se hizo bañero más por timidez, por inercia y por las simples circunstancias que por otra cosa. Al revés de la mayoría.
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