Lunes, 12 de marzo de 2007 | Hoy
DIALOGOS › CARMEN BALCELLS, LA AGENTE LITERARIA DEL BOOM LATINOAMERICANO
Tiene 77 años y medio siglo “vendiendo” autores, una lista que incluye a los mejores en lengua castellana. Confidente, amiga y representante legendaria, aquí cuenta cómo comenzó en su profesión, por qué piensa que hoy se lee más que nunca y por qué le hace siempre el mismo extraño regalo a su autor más querido.
Por Juan Cruz *
–¿Cómo fue la infancia, el colegio?
–Creo que fui muy feliz. Mi mamá me decía: “Eras una niña extraordinaria hasta los 14 años. Y a los 14 años te pusiste insoportable”. Era cariñosísima, amabilísima. Era estupenda. Vivíamos en una casa elegante, tenía tres naves. Un comedor inmenso, con unas ventanas de cristales biselados, muy grandes, que se abrían de par en par y que daban a una galería... Y en esa galería había muebles de mimbre. Como mi infancia transcurrió, desde los seis a los nueve años, durante la Guerra Civil, tengo un recuerdo simpático porque todos los primos hermanos de toda la familia estaban refugiados en Santa Fe.
–¿Cómo era su padre?
–Muy inteligente. Un hombre nada culto, supersimpático, superencantador. Qué recuerdo quieres tú que tenga de un padre que era padre de una hija que ya era su segunda hija mujer –la primera había muerto–, y eso en un macho, y en un heredero, campesino, del mundo rural, es un fracaso. Pero después, como nacieron tres varones, yo recuperé un estatus extraordinario frente a mi padre y me convertí en el ser más inteligente y más encantador a sus ojos.
–¿Qué hacía él?
–Era propietario rural, pero no cuidaba la tierra. Mi abuelo sí fue campesino, de una heredad notable. Y mi padre era mucho más aventurero.
–¿Y su madre?
–Fue un capítulo aparte, importantísimo. Ella se quedó huérfana. Se crió con una madrastra, y con su marido; eran propietarios rurales, ricos, que no tuvieron hijos. Formaban parte de esas familias muy notables de Lérida. Y mi abuelo era consejero, miembro de una especie de comité de hombres buenos o sabios, que no sé ni qué tan bueno ni qué tan sabio fuera...
–¿Cómo era ella?
–Mamá escribía un francés impecable, un inglés muy razonable, hizo por lo menos ocho o nueve cursos de piano. Eran educadas como señoritas. En el fondo no eran ricos, pero vivían con los privilegios de clase. Y algunos conflictos que yo vine a tener con mi madre, cuando ya tenía 17 o 18 años, fueron porque ella tenía un sentido de clase exagerado, que yo le criticaba muchísimo. Para ella, lo que definía ese sentido de clase era la educación y no el dinero. Yo tenía más influencia de mi padre, así que cuando la observaba actuar según esas convicciones de clase, me decía a mí misma: ¡si no son ricos ni son nada y se creen los dueños del mundo! Y yo le discutía muchísimo todo eso.
–¿En qué le dijeron sus padres que se tenía que fijar?
–Para mi madre, las cosas prioritarias eran la moral y las buenas maneras. Pero todo era tabú. Tenías que ir aprendiendo de la vida, como mucha gente de mi generación.
–¿Y qué fue aprendiendo fuera de la casa?
–Me llevaron interna al colegio. En las teresianas de la calle Ganduxer, de Barcelona. Un edificio de Gaudí, con unos dormitorios fantásticos, enormes, cien camas todas iguales... Un rigor increíble. No podías jamás en la vida ni hablar con una compañera de cama a cama.
–¿Y qué quería ser usted cuando estaba en la escuela, en el colegio?
–La chica que sale trotando con un cartel que anuncia el número del circo. Y después quise ser primera bailarina del Bolshoi, pero ésa ya es una broma que teníamos a medias con Manolo Vázquez Montalbán. De veras, de veras, lo que yo quería era tener un despacho. Por lo demás, tuve un novio que me introdujo en la lectura. El escribía teatro, y me llevó por ese mundo del conocimiento de los libros. Como yo no sabía hacer nada en el teatro, me nombró co-regidora.
–Quería hacer todas esas cosas. E iba descubriendo la vida.
–Y sobre todo el amor. Tuve una influencia fantástica de un muchacho, hijo de un comunista. Me decía: “Eres la única chica del pueblo a la que se puede agarrar del brazo sin que se ponga histérica”. Una de las primeras cosas que me hizo leer fue No se juega con el amor, de Molière. Aprendí muchas cosas de él.
–¿Se enamoró de él?
–¡No! ¡Nunca en la vida! ¡Además, ya estaba enamorada de otro! Me daba lecturas, publicaciones de Sudamericana, de Losada, de Emecé. Yo leí a Faulkner en esa época. Un principio fantástico. El era un chico modesto, profesor, letraherido; escribía teatro. Y tenía vocación de escritor. Pero, imagínate, un escritor en Cervera. Yo me inicié con él; fue una educación sentimental y al mismo tiempo literaria.
–¿Para qué le servía leer?
–Era un placer inmenso. Si lo pudiera describir hoy, te diría que era como una batidora, haciendo ruido ahí dentro. En ese tiempo, hasta los 20 o 25 años, descubrí, en aquel circuito nuestro de Cervera, a Jaime Ferrán, el poeta, que sigue siendo un gran amigo mío, y que entonces me señaló caminos. Intimo amigo de Alfonso Costafreda, de Carlos Barral... La primera vez que ya vine a Barcelona con espíritu independiente, de chica sola, fue de la mano de Jaime Ferrán. Y me llevó al Boliche del paseo de Gracia. Y allí conocí a la vez a Carlos Barral, a Mario Lacruz... Me sucedió entonces algo que no ha dejado de sucederme nunca. La capacidad de relativizarlo todo. Eso me lleva, en primer lugar, a la movilidad; después, a la contemplación, y en tercer lugar, a la conclusión de que mis horizontes se ensanchan con una coma, con una frase, con un poema. Esto, acompañado de una cierta educación sentimental en la que empiezas amoríos, abrazos, cuando descubres varias cosas a la vez: el placer mental, los otros placeres, descubres casi al mismo tiempo el placer de la relación de pareja y los estímulos que te llevan a pensar: qué suerte he tenido.
–Así que ya percibe aquella señorita sola de qué va la vida...
–Me instalé aquí, en la calle Casanovas, al lado de donde ahora tengo mi casa. En la primera comuna avant la lettre. Hice un peritaje en la Escuela de Altos Estudios Mercantiles, de modo que ya circulaba entre los estudiantes de la época. Y el centro de operaciones de todos nosotros era el hogar del SEU. Ahí comíamos garbanzos por cuatro pesetas. En ese ambiente conocí gente, hice amistades... La tendencia a hacer amistades en un instante la he tenido toda mi vida.
–¿Cómo empezó a ser agente literaria?
–Joaquín Sabriá, muy amigo del grupo de Josep Maria Castellet, tenía una distribuidora, y era yerno del editor Miracle, que había estado exiliado en Argentina. A través de Sabriá, Miracle me dijo que tenía un empleo para mí: agente literario. Trabajaría para Vintila Horia, el escritor rumano, que ya tenía una agencia. Era 1956. Yo abrí un libro registro y escribí los nombres de los originales.
–¿Qué le dijo que era un agente literario?
–Un señor que elige las lecturas de los demás.
–Sigue siendo eso...
–Qué va a ser eso. Es un administrador de fincas. No tiene la categoría de un psiquiatra, de un médico porque no está estructurado ni apoyado encima de una carrera. Por eso me da tanta risa cuando le ponen solemnidad a nuestro oficio. ¡Si recaudamos menos dinero que las castañeras! Es más importante el gremio de castañeras que el gremio de agentes literarios.
–¿Cómo fue la relación con Vintila Horia?
–Buenísima. Yo lo admiraba muchísimo. La cosa que más he admirado desde la más tierna infancia es la gente culta. Y eso me pasaba con Vintila Horia, qué hombre tan culto. Pero él dejó la agencia, se fue a Francia porque le dieron el Premio Goncourt, al que tuvo que renunciar por colaboracionista. Entonces, él me quiso vender la agencia por 100.000 pesetas, que yo no tenía. Así que me establecí por mi cuenta. Quité el membrete de la agencia que yo representaba en Barcelona y puse mi nombre. Carmen Balcells. Ahí empezó todo. A instalar la agencia de Vintila le ayudó Pancho Pérez González, que, guardada toda proporción, cultiva un estilo que yo también he cultivado: ayudar a todo el mundo, siempre. Un hombre muy generoso.
–¿Cuál fue su primera gestión?
–Con Carlos Barral, a quien conocía de antes, cuando fui secretaria de un gremio de fabricantes de maquinaria textil, donde yo estuve tres años. Desde esa oficina apareció un señor brasileño a quien le dijeron que yo era una persona muy lista, y me pidieron que le acompañara a tres o cuatro editoriales para que le hicieran unos libros en portugués. Así que fui a algunas editoriales, entre ellas Seix Barral... Yo ganaba, en aquel primer empleo, 3000 pesetas al mes. ¡Me alcanzaba para todo! Al lado de donde vivíamos había una enorme panadería. Yo iba hacia allí con el dinero justo para una baguette, y nunca me he sentido más poderosa, más independiente, más autónoma, más contenta y más libre que comprando ese pan. No me importaba tener o no tener, era la sensación de haber conseguido lo imposible.
–¿Cómo era el mundo editorial?
–Era como ahora, pero sin demasiado glamour. Excepto el glamour que se creaba en ciertos grupúsculos alrededor de Barral, que cultivaban sus egos de una forma desaforada. Y yo encontré en lo cotidiano las mayores dificultades.
–Y los egos parece que deben de ser de los escritores, no de los editores.
–¡A los escritores, los pobres, si no les dejan ni tener egos! El ego es de los editores.
–¿Y cómo ha ido variando el sector editorial?
–Ha crecido. Se ha afianzado. Se ha solidificado al máximo. No hagas estadísticas: en general, ha ido a más de una manera potentísima, cada vez se lee más.
–Usted dijo más de una vez que no tiene amigos...
–... sino intereses. Sí. Es una frase muy feliz.
–¿La representa?
–La que más me representa. Porque yo tengo delante dos ingredientes fundamentales: la confianza que los autores depositan en mí en las decisiones que yo tome, y después la inmensa responsabilidad que yo siento frente a mí misma de no pifiar esa responsabilidad, de ejercerla bien.
–Cuando Marsé cumplió 60, aquella fiesta que usted le hizo parecía simbólica de su manera de agasajar...
–Fue fantástico. Hacer una fiesta en la que se concentra un grupo de gente sobre la que gravita de pronto la sensación de que ése es el sitio en el que debes estar. Y para Marsé. Lo estábamos festejando en un momento importante de su vida: su gran amigo, la persona a la que tenía más fidelidad, había muerto hacía poco, Jaime Gil de Biedma. Juan era en cierto modo un huérfano de Jaime. Lo trajimos fabricándole una sorpresa, porque a él le horrorizan las fiestas. Y cuando llegó le recibimos con alguien cantando al piano “As time goes by”. Una maravilla. Y luego le cantó esa misma canción de Casablanca Mario Lacruz. Organicé una fiesta pensando en la excelencia.
–La recuerdo aquí, sentada, ante esta misma mesa, el día en que se produjo el sepelio de Manuel Vázquez Montalbán.
–Ah, Manolo. Un ser especial. Cuántos recuerdos. Una persona que siempre estuvo al lado; en los momentos malos, en los buenos. Cuánto echo de menos a Manolo. Era seco, poco hablador. Un silencio habitadísimo. Esa premonición que tuvo de su muerte. Muchas cosas diría de él.
–Vargas Llosa.
–El ha contado tantas veces mi viaje a Londres para convencerlo de que se dedicara por entero a la literatura... Leí La casa verde, no entendí nada de las 45 primeras páginas; pero se me abrió el texto con una lucidez extraordinaria, ¡éste es un genio! Cambiaba el tiempo narrativo, el tiempo objetivo y el tiempo verbal, lo más innovador... Eso me afectó mucho. Me dije: Mario vive en Londres, necesitará dinero y vive en el país de los agentes; el día menos pensado tendrá un agente en Londres. Así que fui a buscarle. Le dije: “¿Cuánto necesitas? ¿Quinientos dólares? Pues 500 dólares”.
–Gabo.
–Qué larga historia. ¿Quieres que diga algo de su cumpleaños? ¡Felicidades!
–Usted ha demostrado una gran capacidad para convertir su intuición en negocio.
–En un negocio es más difícil. Es una forma de orden. ¿Si el orden es la base de mi personalidad? Un psiquiatra te lo dirá. Yo no tengo ni la menor idea. Soy una fanática del orden, pero si tú vieras el estado en que tengo los papeles... son la evidencia absoluta de lo contrario, del desmadre.
–¿Y cómo ve usted el mundo editorial?
–Se lee cada vez más. Lee gente que jamás había leído antes. Y hay una sobreproducción, eso es indudable.
–¿La recortaría usted?
–Para nada. Sería en detrimento de los autores que no tienen salida o que venden poco.
–La he visto cabreada y la he visto feliz. ¿Qué es lo que la saca de quicio?
–En el día de hoy estoy muy cerca del final de la vida para que no me afecten las cosas que se refieren a la muerte, y sobre todo las cosas que debes dejar en orden cuando te mueres. La sensación que tengo yo es que ¡Dios me libre de morirme con el follón de cosas que puedo dejar sin arreglar!
–La gente del mundo editorial se quedó estupefacta cuando se dijo que usted se retiraba. Es obvio que no se ha retirado.
–Sí, me he retirado. De la agencia. Ahora hago otras cosas. No dentro de la agencia. Siempre hay proyectos.
–¿Cuál es su mayor utopía?
–Convertir a los escritores en estrellas.
–Hay una foto en la que se ve usted, muy alegre, con García Hortelano, en Formentor. Recuerde esa foto, se le ve muy joven.
–El único atractivo que puede tener es el testimonio de que fui joven. Y como yo nunca me he gustado, ver que yo estaba estupenda en aquella foto me hace decir: “¡Si seré idiota, cómo no has detenido el tiempo!”. Pero a la fotografía que verdaderamente le tengo aprecio es una foto mía cuando nació mi hijo. Es lo más parecido a una foto que yo le hice a mi nuera cuando ella tuvo su primera hija. El milagro de la maternidad, que no tiene nada que ver con la paternidad. El momento estelar de una mujer es el posterior a tener un hijo, cuando lo ve a su lado. Vivo, maravilloso. No se puede explicar la emoción que da.
–Y en el ámbito profesional, ¿qué le da alegría?
–Una negociación nítida, bien hecha. La satisfacción de otro. Esa es tu satisfacción. La eficacia del resultado. Me vuelve loca. No conseguirlo me deja furibunda durante un rato. Se me va enseguida.
–Su silencio sobre los autores, sobre sus intereses. Ese es su libro de estilo.
–Yo considero que ése es el primer paso de la lógica de las relaciones.
–¿Para todos?
–Para todos.
–¿Incluidos los editores que se cabrean con usted?
–Se cabrean porque algo de lo que propongo les es contrario, les rompe esquemas.
–¿Cómo se ha llevado con los editores?
–Depende. Con los grandes, generalmente bien; con los pequeños, ha habido de todo, desde relaciones encantadoras hasta batallas campales.
–¿Y por qué?
–Porque los grandes tienen muchos más recursos para todo, y a los pequeños, cualquier cosa les hace sentirse lesionados.
–Desde el punto de vista humano, ¿cómo debe ser la relación con un autor para que sienta que está como en su casa? Antes, la casa del escritor era la del editor.
–Hasta cierto punto. Porque a un autor no le puedes exigir que esté en el lado que es su contrario o su explotador. Esa relación es muy antigua, debe venir del Renacimiento o de la Francia inteligente de hace muchísimo tiempo.
–Frases de autores suyos. Una es de Juan Carlos Onetti. “Gracias a Carmen Balcells voy al mercado cada mañana.”
–Fue una sorpresa para mí. El entendió lo que yo hago por él. Y la dedicatoria de su último libro: “A Carmen Balcells, porque me da la gana”. Una de las dedicatorias que más me han emocionado. Antes lloraba siempre por todo. Lloré en ese momento. Ahora lloro menos, por un tratamiento que me ha secado las lágrimas. Pero aún lloro. Es una maravilla llorar.
–¿Qué ha aprendido de los escritores?
–No hay cosa más singular que un escritor o un artista. Hay también muchísimo oficio que también merece un enorme respeto. Y este oficio llega a colmar las expectativas y los placeres de miles de lectores. Pero los grandes genios son media docena.
–¿Cuántas veces le habrán preguntado si este año, o en cualquier tiempo, Gabo y Mario se van a reconciliar?
–Mario y Gabo están reconciliados desde hace muchísimo tiempo. Una pequeña divergencia la tiene cualquiera con cualquiera. Y la historia de la literatura, y de la vida, y del cotidiano está llena de casos en los que uno se pelea con un hermano por una herencia y después vuelven a ser amigos. Lo que ocurre es que no se debe convertir esto en un asunto de prensa rosa y amarilla. Eso los pone a los dos a cien y a mí a tres mil. Porque es una chorrada impresionante, y además ninguno de los dos tiene que dar explicaciones de nada ni a nadie.
–Usted es una maestra en el arte de felicitar. Aparte de eso, ¿qué regalo para García Márquez?
–Tres mil dólares.
–¿Por qué?
–Una vez le pregunté qué quería, y me dijo esa broma. Yo siempre la he seguido.
–Le ha dado mucho más que 3000 dólares.
–Le he dado todo, todo lo que he podido. Y él a mí, también.
–Un año especial para Gabo. Cien años de soledad, 40 años; 80 años de Gabo. ¿Qué diría de él hoy?
–Algo muy especial y muy auténtico. Como él ha sido tan constante en derivar hacia mí cualquier asunto que le concierna, de cualquier tipo, yo podría contestarte que me ha dado una identidad absolutamente de lujo.
–¿Qué le devuelve hoy su espejo, Carmen?
–Bastante más serenidad de la que creía. Si consigo mantener una cierta buena salud, no puedo hacer una queja demasiado grande. Nunca me he cuidado, no he hecho el menor esfuerzo para caminar, me he ido instalando de acuerdo con la situación de la forma más confortable para mí.
* De El País Semanal. Especial para Página/12.
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