CONTRATAPA

El hombre de la nariz de oro

 Por Leonardo Moledo

Hubo un noble danés, excesivo y extravagante, que usaba una nariz de oro (su verdadera nariz la había perdido en un duelo y quiso colocarse tan regia prótesis) y que murió, según cuenta la leyenda, a causa de un atracón durante un banquete. Según otras versiones, fue por haberse negado a ir a vaciar su vejiga durante una audiencia con el emperador, provocando así una infección. Se llamaba Tycho Brahe (1546-1601) y fue el astrónomo más notable de su tiempo.

Después de que Copérnico pergeñara su glorioso mamarracho y sin temor (o con la fuerza de un dios) arrancara a la Tierra de su posición inmóvil, los defectos saltaban a la vista y a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI (el libro era de 1543) su sistema se arrastró pausadamente. Es verdad que las nuevas Tablas Prusianas se elaboraron según el modelo copernicano, pero considerado como una herramienta de cálculo y nada más. Copérnico mismo, como los datos no encajaban con su modelo, agregó epiciclos para hacerlos encajar, y en lugar de colocar en el centro al sol puso ahí un “sol medio”, especie de promedio de las posiciones solares, truco que quitaba credibilidad y solidez real al sistema.

El 11 de noviembre de 1572, Tycho Brahe volvía a su casa después de una noche de trabajo en el laboratorio de alquimia de su tío y al echar una mirada al cielo descubrió que algo raro estaba pasando allí arriba: cerca de la constelación de Casiopea había una estrella brillante, más brillante que el planeta Venus, donde antes no había nada. Pero eso no fue todo: en los días que siguieron, la estrella aumentó su brillo cada vez más hasta hacerse observable incluso de día, para luego empezar a desvanecerse y desaparecer a mediados de 1574. Una serie de mediciones muy simples dejaron en claro que no era un cometa y que se trataba de un fenómeno que estaba ocurriendo más allá de la Luna. (En realidad, no era exactamente una estrella sino la explosión de una estrella que muere, cosa que Tycho no podía ni remotamente sospechar.)

Un cambio tan importante en el cielo contradecía absolutamente la doctrina aristotélica según la cual nada en los cielos podía cambiar y en ellos todo era inmutable y eterno y el mundo estaba absolutamente dividido en una región sublunar, donde todo era cambio y corrupción, y una región supralunar, donde discurrían los planetas eternamente adosados a esferas cristalinas movidas prior el primum mobile, la esfera exterior, que transmitía los movimientos circulares desde la periferia al centro. La nueva estrella de Tycho desafiaba claramente al dogma.

Este descubrimiento lo orientó definitivamente a la astronomía y a construir un observatorio, que inició la astronomía de precisión (antes del telescopio), reclamada por los navegantes que cruzaban todos los rincones del mundo, pero también para lecturas astrológicas “más exactas”. Por ambas razones los reyes y príncipes europeos estaban dispuestos a invertir más tiempo y esfuerzo en desarrollar la tecnología necesaria. Tycho Brahe supo aprovechar ese momento y desarrolló los instrumentos más precisos hasta la llegada del telescopio de Galileo.

En primer lugar pensó en hacerlo en Alemania, por lo que el rey de Dinamarca y Noruega, Federico II, decidió retenerlo dándole lo que pidiera. Así Brahe contó con el apoyo necesario para construir el primer instituto realmente científico del mundo moderno: Uraniborg, la “ciudad celeste”, que utilizó entre 1576 y 1597. Estaba situada en la isla de Hven, que en ese entonces pertenecía a Dinamarca. Allí emprendió la construcción de un gran cuadrante de cerca de 6 metros, un sextante de casi un metro y medio de radio, relojes mecánicos y aparatos de todo tipo que le permitieron reunir una serie de observaciones muy precisas acerca de la posición de las estrellas y planetas que volvieron anticuadas todas las realizadas con anterioridad.

Tres años después de haber visto la “nueva estrella”, en 1577, Tycho utilizó el método de paralaje para medir la distancia de un cometa. Según Aristóteles, los cometas eran fenómenos atmosféricos (dado que más allá de la Luna nada podía cambiar), pero Tycho, con su astronomía de precisión, pudo mostrar que el cometa se movía alrededor del sol, en una órbita exterior a la de Venus que, para colmo, cruzaba las órbitas planetarias. Evidentemente se encontraba más allá de la Luna, en el mundo supralunar, y además no parecía tener problema en atravesar las esferas cristalinas, todo lo cual lo llevó a la conclusión de que éstas no existían: “Ya no apruebo la realidad de aquellas esferas cuya existencia había admitido antes apoyado en la autoridad de los antiguos. Actualmente estoy seguro de que no hay esferas sólidas en el cielo, independientemente de que se crea que hacen girar a las estrellas o son arrastradas por ellas”.

La demolición de las dichosas esferas cristalinas, de casi dos mil años de antigüedad y que el propio Copérnico no se había atrevido a tocar, agregaba una pieza más a la paciente construcción que llevaría a la Teoría de la Gravitación Universal. Porque sin esferas, ya no podía existir el sistema de correa transmisora del primum mobile aristotélico. Las fuerzas motrices del sistema, fueran lo que fuesen y vinieran de donde viniesen, tenían que actuar directamente sobre los planetas, que sí tienen entidad material. Aquí, el buen Tycho puso un palo más en las ruedas del sistema ptolemaico.

Sin embargo, Tycho nunca aceptó el sistema copernicano y la principal razón por la cual no lo hizo es que le resultaba imposible aceptar que la Tierra se moviera. Meticuloso como era, no sostuvo la inmovilidad de la Tierra como un dogma sino que, para demostrarla, ideó un experimento genial: disparó con un cañón hacia el este y el oeste. ¿No era obvio que si la Tierra se moviera la bala que iba en el sentido del movimiento de la Tierra y la que iba en contra debían alcanzar distancias diferentes? Pero las dos balas llegaron a la misma distancia. Tycho concluyó que la Tierra está inmóvil. Tycho se equivocaba, pero no actuaba de manera irracional ni atado a dogmas. Y es que hasta que alguien resolviera el problema y explicara cómo podía ser que la Tierra se moviera y no saliéramos todos, Tycho incluido, disparados por el aire, el sistema copernicano no podría avanzar en forma decisiva hacia la teoría de la gravitación universal. Pero ésa sería la tarea de Galileo. Con el tiempo, y muy a su pesar, debido a intrigas palaciegas que progresivamente lo fueron dejando sin subsidios para su investigación, debió mudarse a Praga, donde murió en 1601, dos años después, dejando un enorme tesoro de datos y observaciones, las más precisas que se conocieran hasta el momento, entregándoselas a un joven discípulo que hacía pocos años colaboraba con él y que se llamaba Johannes Kepler.

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