Domingo, 2 de diciembre de 2007 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Se sabe: el Prólogo que Sartre escribió para el libro de Fanon es infinito. Lo es sin duda para los que asumimos que la Historia no deja de remitirse a él, de convocarlo. Sucede algo y nos encontramos diciendo: “Esto ya lo decía Sartre en el Prólogo a los condenados de la tierra”. Si tocamos el tema del sujeto: Sartre lo saca de Europa y lo pone entre negros, en Argelia. Era, Europa, el sujeto, ahora es el objeto. El sujeto es la descolonización. Si polemizamos sobre la violencia, ahí, otra vez, está el texto de Sartre, violento de cabo a rabo; violento en su expresividad lingüística y conceptual. Violento en su desbordada genialidad. Violento en su desmesura, en el constante acto de excederse a sí mismo. Violento en sus postulaciones concretas. Se conocen:
“Hay que matar”. O también: cuando el colonizado mata al colono nace un hombre libre y queda un hombre muerto. No esperábamos –sin embargo– lo que acaba de suceder. De aquí nuestro asombro, nuestra perpleja pero precisa verificación de la siempre renovada actualidad de ese Prólogo. Acaba de llevarlo a primer plano el rey Juan Carlos de Borbón.
No vamos a extendernos sobre la importancia del lenguaje en los últimos cincuenta años de la filosofía. Para Wittgenstein el mundo y el lenguaje son coextensivos. Sólo es relevante aquello que se encuadra en la lógica de las palabras. Escribe: “Los hechos en el espacio lógico son el mundo” (Tractatus Logico-philosophicus, 1.13). Y luego: “A los objetos sólo puedo nombrarlos. Los signos hacen las veces de ellos (...) Una proposición sólo puede decir cómo es una cosa, no lo que es” (3.221). Toda proposición que intente decir qué es una cosa es una proposición metafísica. No puedo decir qué es una cosa. No hay cosas, hay signos. De aquí la célebre fórmula final del Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Heidegger –desde una posición diferenciada pero no menos firme en la aseveración de la primacía del lenguaje– hablará del lenguaje como morada del Ser. Lacan dirá que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Sólo estoy señalando algunos célebres ejemplos. Miles, miles de páginas se han escrito partiendo de estos postulados. A este giro de la filosofía se le ha puesto un nombre: giro lingüístico. Cuando Michel Foucault propone, en Las palabras y las cosas, la “muerte del hombre” es para reemplazarlo por la trama histórica posestructuralista, cuya vertiente más señaladamente semiológica (la que hunde sus raíces en Ferdinand de Saussure) lo reemplaza, sin más, por el lenguaje. Si el “lenguaje”, en estas corrientes de la filosofía, tiene la potencia de ponerse en el lugar del “hombre” de la modernidad, mucha habrá de ser su centralidad, su importancia, y acaso su posesión. De aquí que Sartre empiece su Prólogo diciendo: “No hace mucho tiempo, la Tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado”. ¿Qué es el Verbo? Digamos dos o tres sinónimos: palabra, voz, lengua. El Verbo (no en vano Sartre elige esta palabra) es el célebre logos de los griegos. Sería interminable extendernos sobre el concepto. Sólo bastará señalar que logos es palabra o concepto o discurso o razón. En latín, verbo es verbum. Quienes fueron jovencitos estudiantes de filosofía durante los tempranos años sesenta recordarán –como yo recuerdo– que había ahí, en la calle Viamonte, dos librerías: Verbum y Galatea. Verbum era un nombre formidable para una librería que mostraba en su vidriera libros de Platón, Descartes, Kant o Husserl. O la Diana de Montemayor. O el Persiles de Cervantes. En mi Diccionario de griego no bien llega uno a la palabra logos (que significa, ante todo, “palabra”) lo atrapa el vértigo: hay tres columnas a partir de ahí y las complejidades no parecen terminar. No en vano el Verbo era propiedad de los europeos. El Verbo en tanto razón, en tanto palabra. Hablar es disponer del Verbo. El escándalo es que a partir de la descolonización los colonizados se han apropiado del Verbo. Ya no lo toman prestado. Lo usan, y lo usan contra los colonizadores. Son capaces de decir cosas terribles. Por ejemplo: “Entre colonizador y colonizado sólo hay lugar para el trabajo forzoso, para la intimidación, para la presión, para la policía, para el tributo, para el robo, para la violación, para la cultura impuesta, para el desprecio, para la desconfianza, para la morgue” (Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, Akal, 2006, p. 20). Es Aimé Césaire el que acaba de usar el verbo. Césaire, poeta y dramaturgo negro, que nació, como Fanon, en Martinica. Qué cosas tan incómodas ha dicho. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a usar contra el colonizador el Verbo que éste le ha prestado? Si se han hecho hombres por nosotros, si se han integrado a la Historia porque cierta vez los invadimos, les dimos un Dios, matamos a los inútiles y los rebeldes, les quitamos sus riquezas y les dimos la Razón, el Progreso, la Civilización. ¿Por qué usan contra nosotros una palabra que nosotros les dimos? ¿Por qué no se callan?
Un rey, durante estos días, perdió los estribos durante una Cumbre Iberoamericana que se realizó en Chile. Tenía ante sí a un presidente latinoamericano, oscurito para colmo, con rasgos de indígena y que hace un uso brillante del Verbo. El rey, se sabe, es el anacrónico Juan Carlos de España. El presidente latinoamericano es el polémico Hugo Chávez. Aquí no voy a referirme a ninguno de los dos. Del rey ya he dicho que es un anacronismo. Todo monarca, sea inglés, sea holandés o sea español, es un anacronismo escandaloso en el siglo XXI. De Chávez hablaremos en otra oportunidad. Pero hay que decir que en cuanto al Verbo, en cuanto a la palabra, Chávez lo maneja infinitamente mejor que el rey. Quien sólo fue capaz de una rabieta inadecuada, de una ira de monarca en tierra de salvajes: “¿Por qué no te callas?”, célebremente ya le dijo a Chávez. Toda la historia del colonialismo late en esa frase. Basta de usar el Verbo, tú, hijo de indígenas, descendiente de esclavos. Es un rey europeo el que te lo ordena. Un descendiente de colonizadores, de osados aventureros que os han descubierto para la Historia, de una civilización que ha puesto el Verbo en tu bocaza insolente. Chávez es un orador brillante. Podemos creerle o no. Pero el monarca que pretendió hacerlo callar sólo es un ente arqueológico, aturdido, un rescoldo de tiempos ásperos y viejos que sólo sabe dar órdenes a quienes considera naturalmente (y por tradición) inferiores a él. Qué sorpresa, sin embargo, majestad. Ahí, frente a usted, un indígena levantisco usa el Verbo en su contra, él, a quienes ustedes se lo entregaron como gracia de Dios, lo usa mejor que ustedes y los saca de las casillas, los arroja a la indignidad de los malos modales, lo transforma, a usted, majestad, en un rey que pierde los estribos ante un vasallo que le moja la oreja, qué deshonor, qué vergüenza ante la historia, ante su linaje, debiera usted, acaso, pensarlo bien y luego, elegantemente, abdicar.
En su última contratapa, la revista Barcelona exhibe una foto del rey Juan Carlos de Borbón, de su esposa, Sofía, y, junto a ellos, hay un genocida, el general Jorge Rafael Videla. El rey español y su mujer lo visitaron, lo respaldaron con su presencia y no le dijeron que se callara. Tal vez porque Videla hablaba poco, tal vez por otros motivos. Como fuere, le entregaron el prestigio de una monarquía europea, fortaleciéndolo. Los que hacen Barcelona publican la foto y una frase: ¿Por qué te callaste? La frase está dirigida al rey Juan Carlos. Si ahora ordená callar a Chávez, ¿por qué él se calló ante Videla?
No hay más nada que agregar.
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