Lunes, 22 de mayo de 2006 | Hoy
DIALOGOS › ¿POR QUE ANTHONY BEEVOR?
Por J. A.
No entra ni un rayo de luz en este espeso bosque, escenario de un fusilamiento. Los altos pinos, alineados como para pasar revista, se mecen apenas con el viento y componen una impávida guardia de gigantes. En medio de esta catedral umbría y solitaria se alza un monumento de piedra. Aquí fueron matados a tiros unos hombres por otros que los conocían. Una capa de afilado silencio envuelve el monolito mientras la espesa alfombra de agujas de pino y humus amortigua el paso estremecido del visitante. Repentinamente, un pájaro carpintero –mancha blanquinegra tocada con un copete rojo– taladra un tronco a lo lejos con un staccato que suena como una ráfaga. El sonido despierta los desgarradores gritos de alarma de un arrendajo. En la memoria del bosque, los cuerpos caen acribillados, una y otra vez, con un ruido sordo sobre la materia vegetal muerta. De aquello hace setenta años, pero este lugar no parece haber encontrado aún la paz.
A muchos kilómetros de distancia del remoto paraje en el corazón de las montañas catalanas del Montseny, en Londres, un hombre abre la puerta de su coqueta casita en el refinado barrio de Fulham. Tras una taza humeante de té que preparará él mismo, el historiador Anthony Beevor (1946) explicará su visión de la Guerra Civil española, a la que ha dedicado un voluminoso libro –La Guerra Civil española (Crítica, 2005)–, convertido ya en obra de referencia y que se lee con verdadera pasión. “Es muy importante aceptar que la historia no es nunca blanco y negro”, sostiene el popular autor de Stalingrado y Berlín, la caída.
Después de la experiencia en el bosque, el cálido hogar de Beevor ofrece un contraste tranquilizador. Pero cuando el estudioso británico analiza los entresijos de la lejana contienda, su plácido despacho comienza a poblarse también de violencia y horror. Los libros acumulados en el suelo evocarán las filas de los caídos en el asalto al Cuartel de la Montaña mientras, tras el escritorio devenido trinchera, Beevor masticará con acento de brigadista nombres de batallas como “Jarama”, “Brunete” o “Guadalajara”. En un momento de la conversación se levantará para escarbar con vehemencia en una pila de papeles y extraerá mapas y fotografías procedentes de los viejos archivos de la Legión Cóndor. Inclinados sobre un plano como oficiales de Estado Mayor reseguiremos las carreteras –“nach Burgos”– y las mortales líneas topográficas de los objetivos a bombardear, ya hace tanto tiempo destruidos. Observaremos los efectos de las bombas en casas y puentes y evocaremos el salvaje berrido ululante de los Stuka.
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