ECONOMíA
Más vale en negro que nada
Cómo combatir la clandestinidad laboral sin provocar más desempleo.
Por Julio Nudler
Algunos años atrás, el gobierno noruego decidió conceder un generoso indulto de presos comunes como muestra de caridad navideña. Al día siguiente, varios de los liberados yacían sin vida en las heladas aceras de Oslo. Nadie había reparado en que esos hombres no tenían adónde ir, y que quizá celebrarían la liberación emborrachándose, para después tenderse a dormir en algún umbral. Sería bueno que los ejecutores del Plan Nacional de Regularización del Trabajo, anunciado ayer en Buenos Aires, prevean qué podrá ocurrir con los asalariados en cuyo auxilio acudan. En una economía que mantiene en la desocupación al 21,4 por ciento de su fuerza laboral (nadie puede confundir el Plan Jefas y Jefes con un empleo), forzar el blanqueo de operarios no registrados puede hacerles perder lo poco que tienen. ¿Quién se hace cargo del peligro de que no se conviertan en trabajadores formales sino en desocupados?
Sin contar al servicio doméstico, hay 3,2 millones de asalariados en la precaria situación de quien no figura en ningún registro, por lo que, además de cobrar un sueldo marcadamente magro, no tienen acceso a la salud, a la cobertura contra accidentes laborales ni a sistema previsional alguno. Esta manera penosa de ganarse la vida está vinculada, fundamentalmente, a mini y microempresas de baja productividad, que operan en negro. No declaran sus ingresos, y con esa misma plata compran insumos y mano de obra.
Si alguien fuera a medir correctamente el déficit fiscal argentino debería computar la deuda interna, de carácter social, que devenga el masivo trabajo en negro. En algún momento, cuando estos asalariados envejezcan y no puedan jubilarse, el Estado tendrá que concederles una pensión no contributiva. La falta de salubridad en sus tareas y la ausencia de medicina preventiva también devengan deuda: serán necesarios más hospitales y más tratamientos para atender mañana lo que se desatiende hoy. Toda esa deuda devengada se transformará probablemente en déficit fiscal.
Cuando el régimen de convertibilidad expulsaba ramas productivas del mercado, también devengaba déficit fiscal: éste se expresa hoy en el presupuesto de los subsidios al desempleo. Los equilibrios sociales cuentan tanto como los macroeconómicos. La ausencia del Estado, propia de la era Menem-Cavallo-CEMA, termina obligando a elevar el gasto público para sostener el equilibrio general, social y político del sistema, como bien lo vio Eduardo Duhalde. Los partidarios del ajuste concluyen por generar desajuste.
Una vez que esto ha ocurrido, la solución no puede provenir simplemente de que el Ministerio de Trabajo ejerza su poder de policía y la AFIP combata la evasión tributaria, previsional y social. Mientras la economía no muestre signos de poder incluir a los millones de excluidos, defender al débil no es un objetivo sencillo. Siempre que sea un objetivo, porque por momentos pareciera que el verdadero propósito consiste en recaudar más, tal vez para alcanzar el superávit primario que exige la renegociación de la deuda externa.
Nadie sabe cuántos empresarios evasores evaden como único modo de sobrevivir, porque su escasa rentabilidad es parte de los impuestos que no pagan, o porque operan en sectores donde la ley es negrear, a partir del hecho de que ningún proveedor da factura. Nadie sabe, por tanto, cuántos burlan las normas impositivas y desamparan a sus trabajadores para aumentar sus ganancias y aprovecharse de la laxitud de los controles. Los especialistas sospechan que el trabajo en negro está preponderantemente ligado a la primer especie de evasión: la estructural, que ni Carlos Tomada ni Alberto Abad podrán resolver con sus inspectores.