Viernes, 1 de abril de 2016 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Washington Uranga
Durante la campaña electoral, pero también en el primer tramo del gobierno, el mensaje de los funcionarios de la alianza Cambiemos y del propio Mauricio Macri insistieron en que no se darían de baja políticas sociales y programas en marcha destinados a garantizar derechos de la ciudadanía. Los hechos desmienten categóricamente los dichos de los funcionarios y del hoy Presidente.
No obstante, bueno es admitirlo, hay una parte de verdad en las afirmaciones del oficialismo. No hay anuncios formales que den por terminados y de baja las políticas públicas o los programas. Esto es incuestionable. El Gobierno decidió no correr el doble costo político de desdecirse, por un lado, y dar explicaciones, por el otro. Simplemente procede. Ocurre que esas políticas públicas y sus programas han sido privados de recursos, están desfinanciados y son afectados por los despidos de trabajadores del Estado. Para agravar la situación muchos de los empleados estatales que permanecen en sus cargos no reciben lineamientos de sus nuevos superiores ni tampoco se les asignan tareas. La mayoría de ellos viven atemorizados porque, en esta situación, corren el serio riesgo de ser acusados de “ñoquis” y luego despedidos por ese mismo motivo. Mientras se despide a miles, con el argumento de la calificación técnica y profesional simultáneamente se contrata a pocos nuevos agentes pero con más altos salarios o directamente a equipos de consultoras privadas.
Carlos Vilas, uno de los más notables analistas políticos argentinos y de América Latina, escribió en 1997 que “neoliberalismo es un término genérico que refiere a diversas variantes de aplicación de la teoría neoclásica”. Y agregaba al respecto que “en esa teoría no se contempla un lugar particular para la política social ni para la política económica –salvo esta en un momento inicial de la aplicación del modelo–, ya que una y otra constituyen intervenciones del estado en el mercado y plantean, según este enfoque teórico, distorsiones en su funcionamiento”. Porque “la libre operación del mercado garantiza en el largo plazo la asignación racional de los recursos, los desequilibrios son producto de elementos ajenos a él. El principal de estos es la intervención del estado motivada por criterios políticos, ideológicos, en general no económicos. Solo acepta la intervención estatal encaminada a restablecer el juego libre del mercado, pero aún así con recelo” porque “éste (el mercado) tiene mecanismos autorreguladores que son suficientes para recuperar el equilibrio” (revista Desarrollo Económico vol. 36, no. 114, enero-marzo 1997).
Casi veinte años después el párrafo anterior contiene la mayor parte de las justificaciones teóricas y políticas de la propuesta que viene implementando Cambiemos.
Dentro de ese escenario no caben las políticas sociales, ni como recurso económico ni como herramienta de gobernabilidad. Las políticas sociales, que en democracia se entienden como parte integral de la gestión de gobierno para garantizar derechos ciudadanos, desde la perspectiva neoliberal son leídas como fuente de gasto y no como inversión social. Es lógico, en consecuencia, que dentro de la política de ajuste fiscal que se viene aplicando no haya recursos para políticas sociales y los programas correspondientes.
Se puede abundar en ejemplos. El más contundente es, sin duda, el despido de agentes del Estado. No es que no se los necesite o que no tengan tareas. Lo que ocurre es que el Estado que proyecta el macrismo, ese que paulatinamente va dejando sin efecto o reduciendo a su mínima expresión las políticas públicas, requiere de muchos menos agentes. No importa si se trata de las políticas de desarrollo energético en programas tales como la central de Atucha, el plan “Remediar” para proveer de medicamentos a los sectores más pobres, el “Progresar”, el “Conectar igualdad” o los planes de vivienda. Lo concreto es que el Estado decide desentenderse de estas responsabilidades.
Existen por lo menos dos razones fundamentales, entre otras, para adoptar esta posición.
La primera, como queda en claro en el texto de Vilas citado antes, es que se entiende que el Estado no debe intervenir dado que el mercado es “sabio” por sí mismo y puede alcanzar la autorregulación. No hay consideraciones sobre la efectiva desigualdad de oportunidades entre los actores y las inequitativas relaciones de poder –de todo tipo– que atraviesan a la sociedad.
Apoyado en el mismo argumento se dirá que cualquier intervención del Estado, por ejemplo para promover fuentes de trabajo mediante aportes de fondos del tesoro nacional destinados a disminuir los desequilibrios incentivando el fortalecimiento de nuevos actores en el escenario económico, supone una intromisión estatal impropia sobre el mercado dado que puede afectar los intereses del capital privado. No se sostiene lo mismo cuando se orientan fondos estatales para subsidiar la actividad lucrativa del capital privado.
La segunda referencia tiene que ver directamente con la manera que el neoliberalismo tiene de entender las políticas públicas. Antes que una acción para garantizar derechos sociales y ciudadanos, se trata de iniciativas que el Estado toma subsidiariamente, es decir, de manera excepcional y para suplir carencias, limitaciones o problemas ocasionales de determinados sectores y actores. Donde el mercado no llega, el Estado tiene que acudir en auxilio.
Visto de esta manera la política pública puede ser entendida como una acción caritativa y benevolente del Estado y quienes lo gestionan. No hay reconocimiento de derecho, sino la verificación de un problema o de una dificultad. Frente al derecho hay obligaciones y compromisos ineludibles. Ante un problema o una dificultad existe discrecionalidad para atenderlo o no, de acuerdo no solo a criterios políticos, sino a otras muchas razones que se pueden argumentar, incluso la falta de recursos o de partidas presupuestarias. Así la “tarifa social” se asemeja más a una limosna que al reconocimiento de un derecho.
Y dado que se trata de demandas circunstanciales, eventuales o focalizadas, no vale la pena sostener un aparato estatal permanente. Cuando se necesite (que puede ser siempre) se contrata en el mercado y al valor de mercado, en el marco de la competencia que, dicen, siempre mejora la calidad de la oferta.
El Estado macrista es un Estado de las no políticas sociales. Sin anuncios sobre la caída de las políticas públicas destinadas a restituir derechos, pero con prácticas que apuntan sistemáticamente al vaciamiento del Estado y al traslado paulatino de muchas de sus funciones a manos privadas... a precio de mercado.
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