ECONOMíA

Nacionalización y sus matices

 Por Raúl Dellatorre

¿Podría llegar Argentina a plantearse renacionalizar sus hidrocarburos, tal como previno el líder derechista español Mariano Rajoy, esta semana, con el indisimulable propósito de agitar fantasmas? La pregunta suena desafiante, pero la realidad es que, con mucho menos que eso, el Estado podría modificar sustancialmente las condiciones de explotación de sus recursos naturales, no sólo escasos sino, además, en vías de agotamiento. Porque de lo que se trata, en el fondo, no es de quién es el recurso, sino quién tiene la disponibilidad del mismo (quién decide cuándo y dónde venderlo y a qué precio) y cómo se reparte la renta resultante. Y para modificar estas condiciones, en Argentina no hace falta cambiar las leyes vigentes, sino simplemente aplicarlas. Vayamos por partes, como dijeron los desreguladores de los ’90 y terminaron destripando al Estado.

La Ley de Hidrocarburos, la 17.319 todavía vigente, en su amplitud faculta al Estado a intervenir de distintas formas en el mercado de petróleo y gas, en sus distintas etapas, en función de garantizar las condiciones de abastecimiento de la población y las necesidades de generaciones futuras. Sin embargo, en nombre de esa misma ley se dictaron los decretos desregulatorios de 1989 (primeros pasos del gobierno de Carlos Menem), que abrieron el camino a las privatizaciones.

Esa misma ley se podría aplicar hoy con sentido nacionalista, recuperando el manejo del recurso, si se quisiera. Ello supondría romper las condiciones de los contratos de concesión de áreas petroleras y gasíferas en vigencia o al menos adelantar su finalización. ¿Podrían las empresas petroleras considerar lesionados sus derechos y accionar contra el Estado, en ese caso? Sin ninguna duda, pero éste es uno de los costos o riesgo que deberían correrse, incluso con la posibilidad de minimizarlos a través de una negociación inmediata con los afectados. Es, ni más ni menos, la etapa que se avecina en Bolivia.

Para tal eventualidad, algunos especialistas, y en especial los del Grupo Moreno –partidario de la recuperación del manejo de los recursos energéticos por el Estado–, ya arrimaron algunas ideas sobre “las armas que tiene el Estado para doblegar a las petroleras”, como las describió Gustavo Calleja. Estos instrumentos serían, por ejemplo:

- Fijación oficial de precios en todas las etapas (en boca de pozo, el transporte, refinación y venta al público de combustibles y derivados), en virtud de la Ley de Abastecimiento.

- Revertir las concesiones de explotación que no se ajusten estrictamente a lo señalado en la Ley de Hidrocarburos. Por ejemplo, ninguna empresa puede poseer más de cinco concesiones, en forma directa o indirecta.

- Suspender las exportaciones de gas y petróleo, en función de contemplar una explotación racional de los recursos naturales y de preservar las reservas.

- Cuestionar los aumentos de los hidrocarburos y los combustibles durante los años ’90, ya que la Ley de Convertibilidad prohibía todo tipo de indexación.

- Cuestionar la integración vertical, es decir que una empresa pueda participar en más de una etapa del negocio (extracción, transporte, refinación y comercialización de derivados).

Lo dicho hasta acá vale como para tomar en cuenta que las herramientas para dar una batalla legal existen. Queda por ver qué es lo que se busca como resultado, después de la eventual salida del modelo de concesiones vigente en el sector energético argentino.

A partir de la decisión del gobierno de Evo Morales de nacionalizar los hidrocarburos, lo que se puso en discusión es, antes que nada, la distribución de la renta petrolera. Lo expuso claramente el propio gobierno de Bolivia, al destacar como el hecho más notable del cambio de régimen de hidrocarburos el que el Estado pasará a recibir el 82 por ciento de la renta, quedando el 18 para las empresas que acepten seguir asociadas. En su Panorama Económico de ayer, Alfredo Zaiat citaba que esa proporción de participación estatal llega al 87 por ciento en Venezuela y Chile, que no tiene petróleo pero sí cobre, retiene de ese recurso estratégico el ciento por ciento en manos estatales. Otros estudios indican que en Argentina la participación estatal en la renta petrolera es del 38 por ciento, que se nutre de retenciones a la exportación, regalías e impuestos que pagan las petroleras.

Si el objetivo es modificar ese 38 por ciento, pálido hoy frente a la realidad de otros países productores de hidrocarburos en la región –Brasil, con Petrobrás, también supera largamente el margen estatal de Argentina–, una vía sería el cuestionamiento a las concesiones actuales para abrirlas a la participación de la estatal Enarsa, por ejemplo, aunque más no fuera para asociarla en los resultados. La otra vía es discutir la disponibilidad del recurso.

Actualmente, las concesionarias privadas tienen libre disponibilidad del petróleo y el gas. Eligen a quién venderle y a qué precio, al mercado interno o al exterior. Pero no siempre fue así, y aunque ya no existe la YPF estatal, siempre cabe la posibilidad –por las leyes vigentes ya mencionadas que le otorgan amplias facultades al Estado– de volver a un régimen en el cual los productores deban entregar una determinada proporción de su producción a una empresa estatal, a un precio establecido. Es otra forma de romper el contrato hoy vigente, con las consecuencias –y argumentos– legales ya descriptas.

En definitiva, lo que se discute, en realidad, no es lo que parece. Salvo en Estados Unidos y algún otro caso aislado, en todos los países con reservas de hidrocarburos los yacimientos son de indiscutible propiedad del Estado. Incluidos los países árabes. La cuestión es la disponibilidad del recurso una vez que se extrae y la distribución de sus beneficios. Ahí empiezan a diferir los modelos. Bolivia movió el tablero y puso el tema en discusión. Junto con Argentina, son los dos países más golpeados por las privatizaciones de los ’90. Ante la mirada inquieta de los petroleros que operan en estos países y la mirada atenta de quienes esperan por entrar, los gobiernos de la región empiezan a juntarse para intercambiar ideas. Con Menem esto no pasaba.

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