ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO

Indicador viciado

 Por Alfredo Zaiat

En materia económica esta semana comenzará con la difusión del índice de precios al consumidor y nuevamente será un indicador viciado. En este año el Gobierno ha demostrado una particular habilidad para extender en exceso conflictos que, luego de las previsibles batallas políticas iniciales, no encuentran solución porque ésta requiere de una cuota de sensatez. El Indec, que es simplemente un instituto de estadísticas, se ha transformado en un símbolo de la descomposición de las representaciones, de las miserias que rodean espacios de la estructura estatal y del oportunismo mezquino del sector privado. Una mirada desapasionada observa que se trata de una puja absurda porque los índices de inflación no eran, no son ni serán percibidos por la sociedad como “reales porque no refleja lo que sucede con los precios”. Manipularlos con grosería no alterará esa sensación que se verifica en Argentina como en casi todos los países con organismos de estadísticas consolidados. Incluso si no existiera el IPC Moreno, que informó un aumento de precios de 3,4 por ciento en los primeros cinco meses del año, y hubiera continuado el IPC Bevacqua (Graciela, la funcionaria encargada del índice desplazada por la intervención) que reflejaría una variación de 6,7 por ciento, según recalcularon técnicos del Indec, tampoco sería “creíble” para la población.

Un abordaje desde una visión miope de la economía defenderá esa intervención como parte de una estrategia de controlar las expectativas inflacionarias. La soberbia de esa posición, que se basa en la aspiración de poder manejar todo, derivó en que ese objetivo no pudiera cumplirse, como se verifica en la aceleración en los ajustes de bienes sensibles de la canasta básica y de los otros. A la vez, una interpretación desde el lado político-financiero sostiene que de ese modo se afecta a los tenedores de los bonos indexados por inflación (CER), que tenían la complicidad de cuerpos técnicos jerárquicos del Indec para inflar el índice y así cobrar una renta más elevada por esos papeles de deuda. Puede ser que se hayan tocado esos intereses teniendo en cuenta la histérica reacción de sectores vinculados al mundo financiero con el IPC. Si así fuera –sospecha que las autoridades deberían denunciar con precisión y no con trascendidos–, el costo político para el Gobierno, el daño de credibilidad al Indec y el desprestigio de funcionarios y técnicos es mucho mayor que los millones de ahorro obtenidos para el fisco por la depresión artificial del CER.

El conflicto del Indec es increíble por el espectáculo ridículo que ofrecen los protagonistas de ese sainete. No se trata de lucha política ni cuestiones de poder teniendo en cuenta el año electoral, sino que las diferentes manifestaciones alrededor de la cuestión revelan el elevado grado de desintegración de la legitimidad de diversos actores sociales. La representación sindical está dividida entre los que apoyan al Gobierno, los que siempre fueron menemistas, los que antes eran independientes y ahora respaldan al senador radical Gerardo Morales –candidato a vicepresidente de Roberto Lavagna– y los que sueñan con hacer la revolución permanente desde el Indec. Por su parte, el Ministerio de Economía le gana la pulseada al secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y nombra una conducción de “la casa”, liderada por Alejandro Barrios. Pero, a la vez, mantiene en su puesto a Beatriz Paglieri, la interventora en el área de IPC, que responde a Moreno y que ignora a las nuevas autoridades, lo que no permite superar el conflicto más allá de las buenas intenciones del Programa Estadístico Nacional 2007/2011 presentado por Barrios, ex delegado gremial de la Junta Interna del personal del Indec. Por su parte, diputados de la oposición realizan una clase pública en el Congreso de la Nación con un grupo de técnicos del Indec, en la que participó el diputado (PJ) Jorge Sarghini, candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires de Roberto Lavagna, ex ministro de Economía que ejerciendo ese cargo despreciaba las cifras de pobreza del Indec y elaboraba unas propias. Como si todo esto no fuera suficiente, los trabajadores cuestionan la actitud asumida ante el conflicto de los directores nacionales de los distintos departamentos que se ocupan de elaborar las estadísticas. Crítica que apunta a la escasa vocación que tiene esa jerarquía en la defensa del reclamo de los trabajadores. Sin embargo, ellos no han denunciado en su momento el tráfico de información que se había instalado en el Instituto entre esa tecnoburocracia y las principales consultoras de la city.

Demasiado compleja esa caldera del diablo. Todos tienen su cuota de razón y de desmesura que quedó al descubierto a partir de una intervención indefendible, sentenciada por el fiscal de Investigaciones Administrativas, Manuel Garrido, por la alteración del índice de inflación que ya con la tradicional metodología no era “creíble” para la población.

Esta crisis coloca en un lugar inadecuado a las estadísticas, al sobredimensionar su importancia, como si esos relevamientos definieran la orientación de una determinada política económica. La estadística queda por encima de la política económica, alteración de prioridades que la ortodoxia de los noventa ha logrado imponer. Las metas cuantitativas del FMI, que eran aceptadas como recetas para ingresar al paraíso, han definido una manera de analizar la economía que distorsiona la visión de un proceso. Con la actual obsesión por las cifras del Indec, que para el Gobierno son todas buenas menos la inflación y para la oposición la única que importa es el dibujo del IPC, se revela que ese pensamiento conservador ha ganado esa batalla. Las estadísticas fueron depositadas en el pedestal de “la verdad” de una realidad que es mucho más compleja que la que muestra con deficiencia un simple indicador. Paradójicamente, los trabajadores pertenecientes a corrientes de izquierda y de pensamiento crítico convalidan ese desvío exacerbando ese endiosamiento de la estadística. Ellos saben bien que la distancia entre la tecnocracia de los números y la orientación de una política económica genera la percepción de engaño por parte de la población. Resulta ofensivo para un hogar que reúne poco más de 920 pesos considerarlo fuera de la pobreza. La estadística lo refleja de ese modo –y no es cuestionable que así sea, según la metodología y relevamiento realizado por comprometidos técnicos–, pero si se asume como cierta por el poder político o por representantes de trabajadores se produce una disociación entre la realidad y la necesaria estrategia de desarrollo económico y social. Esos numeritos, en forma sencilla, deben servir para mostrar cuál es el rumbo de la tendencia de ciertas variables relevantes; no para traducirlos como “la realidad”. De ese modo, la válida reivindicación de transparencia, respeto a la labor de los empleados y de oposición a la injerencia grotesca del poder político adquiriría mayor legitimidad.

A esta altura, no tiene sentido la difusión del IPC mensual ni las canastas que definen el umbral de indigencia y pobreza en base a esa medición de precios. Cada mes que pasa sin definir una nueva metodología de relevamiento de ese índice, que debe coexistir con el viejo –sin intervención– para permitir el empalme de la serie, se profundizarán las distorsiones y, por lo tanto, se exteriorizará con más intensidad el patético espectáculo del conflicto en el Indec.

Dentro de un cuadro de situación con tantos despropósitos, el sociólogo Miguel Angel Forte publicó hace dos meses el artículo “Precios” en la Revista de la Facultad de Ciencias Sociales Nº 66/UBA que concluye, en referencia a la crisis en el Indec, que el problema es “que es difícil cuando no imposible ‘volver atrás’ salvo que el Gobierno reconozca su error al precio de un costo político diferente del que ya está pagando”. Para señalar, con cierto tono resignado, que “tal vez hubiese sido más económico para todos que se hubiese encargado un discurso legitimador de la inflación” en lugar de modificar el índice de precios al consumidor.

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