Sábado, 30 de junio de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › UN PERIODISTA DE PAGINA/12 VARADO EN LA BASE ESPERANZA
Por Eugenio Martínez Ruhl
Cuando el tripulante me agarró del brazo y, tras preguntarme si estaba “atado”, me dijo que me agarrara de una manija porque ya aterrizábamos, no imaginé ni remotamente que se trataba del comienzo de una estadía involuntariamente prolongada en la Antártida. Tampoco el brusco salto que dimos todos dentro del avión en el final del aterrizaje hacía presagiar una avería en la nave, imposible de solucionar en la base Esperanza, destino del viaje. Pero todos –tripulantes, otro periodista y yo– nos habíamos encontrado imprevistamente con la posibilidad forzada de conocer a fondo los paisajes blancos y espectaculares del Continente Blanco. Ya alojados en Esperanza, las autoridades de la Fuerza Aérea (FAA), a cargo de la misión, nos hicieron saber que nuestra estadía se prolongará hasta que se pueda realizar un rescate, muy dificultoso porque hasta este lugar sólo se puede llegar en un avión igual al accidentado o en helicóptero.
Un pozo en la pista de nieve realizada sobre la Pampa del Colchón, en el Glaciar Buenos Aires, se interpuso en el tramo final del aterrizaje y fue el responsable de una rotura en la parte delantera del tren de aterrizaje del bimotor Twin Notter de la Fuerza Aérea Argentina, a cargo de la operación. Esa situación es la que nos obliga a permanecer en esta base, imposibilitados de retornar al continente. Los habitantes de este remoto poblado, en el que viven 63 personas, se desviven por hacernos sentir cómodos, y lo logran.
El Twin –a secas, como lo denomina la tripulación– había salido en el mediodía del miércoles desde la base antártica Marambio hacia Esperanza, con el objetivo de acercar provisiones y llevar de vuelta al continente a un joven odontólogo que cumplía una misión en este aislado lugar (una vez acá, me enteraría de que se debía haber ido hace dos meses y todavía esperaba que lo vinieran a buscar). Una operación que, según las autoridades, era “simple” y no demandaría “más de media hora”, pero que el imprevisto transformó en una experiencia que se anuncia bastante más prolongada.
Aquí la mirada no puede esquivar los paisajes soberbios. Para cualquier lado que se gire la cabeza, los ojos se obnubilan por la belleza. De un lado, un mar congelado, que es como la foto gélida de un espejo de agua en estado normal. La capa de hielo formada en su superficie copia los movimientos típicos de cualquier mar, y el resultado son pequeñas rugosidades que dibujan esa manta helada. Algo más allá, gigantescos témpanos estacionados a pocos metros de la costa, que parecen grandes islas geométricas, con superficies perfectamente lisas.
Esperanza es la única de las bases antárticas argentinas en la que viven familias. Y eso define su fisonomía, que está dada por varias construcciones medianas, en lugar de una grande, como en el caso, por ejemplo, de Marambio. Una de ellas, la de huéspedes, nos fue asignada a todos los que veníamos en el avión. Además, hay una construcción –la más grande del lugar– en el centro de la base, que es el casino de oficiales. Allí se realizan las reuniones, y hay un salón con entretenimientos, como una cancha de tenis de mesa, una de pool y un metegol. Con esas comodidades, el tiempo pasa más rápido, algo fundamental en un lugar donde la noche, en esta época del año, dura unas dieciocho horas.
Un día y medio después del accidente llegó la noticia que sorprendió a los locales y nos esperanzó a nosotros. El viernes a la mañana se intentaría la operación de rescate, con la asistencia de un Twin de la Fuerza Aérea de Chile. Esa era, según la gente de la FAA, la única alternativa viable y la posibilidad nos permitió ir a dormir con el optimismo en alto. No por la idea de regresar de Esperanza, donde la gente ya nos había demostrado su calidad y las blancas imágenes no dejaban de deslumbrarnos. Sino por la conciencia de que las oportunidades para regresar desde la base hacia el continente son escasas.
A las 9.30 de ayer, entonces, nos encaminamos en las motos para nieve hacia el glaciar Buenos Aires, lugar asignado para los anevizajes. Tras algo más de media hora recorrimos los ocho kilómetros que separan a Esperanza de ese lugar y clavamos nuestras miradas en el cielo, a la espera de que el bimotor chileno apareciera. Una hora y media después, y con un agudo dolor de cuello de tanto observar hacia arriba, volvíamos a la base: las condiciones climáticas no habían permitido la operación. Nosotros, decepcionados. El odontólogo, tras volver a fracasar su rescate, desbordado por la impotencia.
En definitiva, luego de la sorpresa y el susto de las primeras horas tras el accidente, y el fallido primer intento de la misión de búsqueda, ahora todos (sobre todo mi colega y yo) comenzamos a observar con más detalle el entorno, y a descubrir nuevas características del lugar. Son muchas cosas nuevas, que por momentos hacen olvidar la pregunta que ronda en la cabeza: ¿hasta cuándo estaremos aquí?
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