Sábado, 17 de noviembre de 2007 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
La zanahoria está cerca del hocico pero no tanto como para poder alcanzarla con la boca y comerla. Igual la mula avanza tentada por ese alimento que cuelga delante de sus ojos. Su patrón le creó la expectativa de que tendrá la posibilidad de masticarla si se esmera, obedece las órdenes y, en especial, si se mueve al ritmo que él manda. En el mundo de la economía se ha consolidado la idea de que la estabilidad de las principales variables se juega fundamentalmente en la credibilidad de las políticas económicas. No tanto en sus resultados ni en las bases de un plan de crecimiento, sino en que si la estrategia y sus ejecutores son aceptados por los agentes económicos. Esa concepción tiene su respaldo teórico en un enfoque que tuvo su auge en los años setenta, en un contexto de fracaso en la reducción de la inflación en Estados Unidos, cuerpo de ideas que luego fue relativizado en ámbitos académicos aunque no tanto en el campo de la divulgación. Se trata de las expectativas racionales, que considera que los individuos utilizan la información con eficiencia y que no cometen errores sistemáticos, en un escenario donde los mercados siempre están en equilibrio. Así, los agentes económicos fijan salarios y precios, dada la abundante información que poseen, de forma que obtienen beneficios y utilidad máximos. La tarea del gestor de la política económica, entonces, se reduce en generar las condiciones de credibilidad, limitando la esfera de acción de políticas de estabilización discrecionales, como acuerdos de precios, compensaciones o ajustes de sueldos por decreto.
Resulta evidente que el manejo de las expectativas de una sociedad constituye un factor relevante para la aceptación de determinada política económica. A veces, sin embargo, algunos exageran su importancia, así como también otros prefieren directamente ignorarlo. Hoy, uno de esos extremos es ocupado por los economistas profesionales, obsesionados con las expectativas inflacionarias, mientras el otro está integrado por la línea del Gobierno liderada por el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, empecinada en destruir el termómetro del Indec como base de la estrategia antiinflacionaria. Pese a ciertas deficiencias, lo cierto es que el énfasis general en las expectativas y en la credibilidad de las políticas económicas tiene una aceptación muy amplia. La debilidad de ese enfoque no es tanto la enriquecedora captación por parte de la economía de un aspecto de la psicología de masas, sino en desconocer en esa dinámica social las relaciones de poder desigual que existen en una sociedad.
Se presenta como una receta mágica que un simple anuncio de que se reducirá la tasa de crecimiento de la expansión monetaria o del aumento del gasto público generará expectativas positivas que se traducirán en el descenso de la inflación. Los fanáticos del manejo de las expectativas argumentan que de ese modo, luego que los agentes económicos comprueban que se cumplen esas promesas, se alcanzará el objetivo propuesto. Bastante de ese enfoque es el que predomina en el actual debate sobre cómo encarar el proceso de suba de precios. Por caso, para la futura discusión salarial se plantea un horizonte de escala de ajuste descendente para desalentar expectativas inflacionarias. Se coloca de esa manera el ingreso de los trabajadores como uno de los motores principales de la remarcación de precios de bienes sensibles de la canasta. Entonces, no se trata solamente de expectativas, sino de cómo se pretende marcar el ritmo de los vínculos laborales y la forma de distribuir las riquezas incrementales que brinda un crecimiento inédito, tanto por las tasas registradas como por su extensión en el tiempo.
La construcción de consensos y, por lo tanto, de expectativas económicas –también sociales y políticas– requiere de esfuerzo, comprensión y firmeza. Los votos en las urnas brindan las condiciones básicas para esa tarea, pero no son suficientes si la soberbia del triunfo no permite elaborar un discurso legitimador de una política económica. En ese sentido, hoy se carece de un mensaje convincente respecto de la existencia de un crecimiento sostenido con una inflación elevada. El “milagro chileno”, por ejemplo, se desarrolló con tasas de inflación altas, con un promedio anual de casi 20 por ciento para el período 1980-1990. Ese éxito trasandino es difícil de mudar a la situación argentina debido a la experiencia traumática del pasado reciente. Además, que las fuerzas en disputa (empresas-trabajadores) tienen un nivel de formalidad y presencia mucho más sólido aquí que en Chile. Sin embargo, si bien es imposible transferir linealmente ese antecedente a la realidad argentina, sirve como referencia respecto a que se puede edificar un escenario con perspectivas favorables si existiera capacidad de explicar cuáles son las tensiones que se generan en una economía periférica, con mercados concentrados y aun elevados niveles de pobreza, lanzada a un crecimiento acelerado.
Por lo tanto, el manejo de las expectativas hace a una estrategia global, con bastante de política y construcción de poder y en forma particular con cierta sustentabilidad macro, como puede ser el nivel del superávit fiscal. Pero tratar de comprender el actual proceso de inflación y, a la vez, pretender abordarlo exclusivamente con herramientas usuales de política fiscal o monetaria revela cierta incomprensión o picardía sobre las características de los agentes económicos. La evolución de la canasta básica de alimentos relevadas por Artemio López brinda una pista notable acerca de que no es cuestión exclusivamente de expectativas, sino de funcionamiento de oligopolios y de patética ineficiencia o complicidad de los responsables encargados de controlar los precios. En esa estimación, los precios de los alimentos descendieron en las tres semanas previas a las elecciones, con más intensidad en la última (4,41 por ciento), para luego subir fuerte en las dos siguientes (4,24 y 7,01 por ciento, respectivamente). ¿Cómo pueden registrarse semejantes oscilaciones si el mercado supuestamente brinda información perfecta a todos sus participantes para desarrollar la competencia? La cartelización y la negociación con sus pocos integrantes por parte del poder político ofrecen respuestas a ese comportamiento de los precios. Artemio López detectó que no fue un alimento en particular, como en su momento lo fue el tomate, la papa o el aceite, sino el conjunto de bienes que componen la canasta básica que ha aumentado con intensidad en las dos semanas siguientes a la apertura de las urnas.
Si a mercados que funcionan como oligopolios se le agrega la sistemática destrucción de índices de precios confiables, el panorama se presenta inquietante no sólo por las expectativas inflacionarias, sino por el comportamiento defensivo que se dispara ante la ausencia de estadísticas creíbles. Los ajustes se aplican según el margen de cobertura que cada sector puede realizar, gatillando una dinámica que resulta imprescindible detenerla a tiempo. En ese contexto, el salario queda como rehén de un mercado con escasa a nula competencia y la debilidad regulatoria estatal. En el período 2003-2006, la recomposición del ingreso de los trabajadores no fue apuntado como factor inflacionario ni de expectativas de alza de precios. Pero a partir de este año, cuando con el acuerdo marco de un aumento del 19 por ciento promedio se recuperó los niveles previos a la megadevaluación, el salario empezó a ser señalado como causa de inflación. Una lectura inversa, en cambio, destaca que cuando empezaron a recortarse las extraordinarias tasas de ganancias, que regaló la salida desordenada de la convertibilidad, los sectores con posición dominante iniciaron un persistente aumento de precios. Resulta muy gráfico para despejar dudas al respecto observar la evolución de la curva de los salarios y el momento que comenzó la aceleración inflacionaria. El mensaje implícito es que el salario no puede mejorar en términos reales más de lo que ya lo hizo y, en consecuencia, la distribución del ingreso. Como en las sucesivas crisis que se precipitaron a partir del golpe del ‘76, el objetivo de los sectores dominantes fue convalidar un nivel salarial ubicado en un escalón por debajo del vigente antes del estallido.
Esa puja no es reflejo de mejores o peores expectativas sobre la economía, la solidez macro o los precios, sino que expone con claridad que el actual proceso de inflación es el mecanismo de defensa de tasas de ganancias extraordinarias. De la expectativa de preservar elevados márgenes de utilidad. Recién a partir de estar atentos a esta situación se podrá manejar, previa limpieza de la herencia morenista en el Indec, las expectativas inflacionarias. La mula alguna vez se dará cuenta y se rebelará a la zanahoria.
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