Domingo, 18 de abril de 2010 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Bufanda marrón al viento, pelea sin suerte contra el frío y el futuro. Un catarro perruno lo persigue por las cavernosas calles del microcentro de Buenos Aires, rumbo al café de la esquina. Mañana se vuelve a Colombia y ya sabe lo que le espera. Allá, su historia sale en los diarios.
“Cuando vuelva el fiscal general de vacaciones, el 20 de abril, uno de sus primeros actos va a ser, seguramente, acusarme de obstrucción de justicia. Me irán a buscar y tendré que pasar unos días, o unas semanas, o unos meses, en la cárcel.” Lo dice con tono resignado mientras apura el paso por Independencia, hombros encogidos, brazos apretados y manos enterradas en bolsillos de campera.
Después, ya en el bar, aclarada la garganta, el sacerdote jesuita colombiano Javier Giraldo explicará su encrucijada mientras revuelve un café. No tiene apuro. Tampoco, parece, demasiadas dudas.
No usa sotana, pero tiene la voz suave, el hablar pausado y la mirada atenta de un cura. El físico es más bien de un jockey, pero impone presencia con una cara redonda y bronceada enmarcada en anteojos, nariz ancha, frente pelada y su pelo corto y canoso. Defiende sus ideas con pasión, se indigna rápido y le gusta que lo escuchen.
Vino a Argentina para hablar con Adolfo Pérez Esquivel y para hacer un seguimiento del último tribunal penal de los pueblos que presidió el Nobel argentino en Colombia hace dos años. También, o más bien, vino para hablar de la situación en Colombia tras medio siglo de conflicto armado, miles de muertes y millones de desplazados. Trae información nueva que busca encauzar.
Pero su dilema es tan grande que representa a un país. ¿Qué hacer cuando la Justicia no es justa, pero no deja de ser el último recurso?
Giraldo es un histórico líder del movimiento de los derechos humanos de su país. Dice que se cansó de hacer denuncias que terminaron en nada. Que se la pasaba en tribunales respondiendo citaciones mientras los culpables de los crímenes caminaban tranquilos por las calles. Que la justicia en el interior de Colombia la ejercen de facto las fuerzas de seguridad. Que esas fuerzas rutinariamente plantan pruebas y compran testimonios. Que la Corte Suprema y la Corte Constitucional podrán tener fallos acertados, como el que impidió al presidente Alvaro Uribe un tercer término, pero que esas altas instancias no representan a la Colombia real, que los fallos de esos tribunales sólo sirven para llenar los titulares de los periódicos.
Eso no es todo, advierte el sacerdote con el café a medio tomar. Hay más. Hace cinco años un coronel llamado Néstor Iván Diego López lo denunció por calumnias e injurias. Giraldo había dicho que el coronel era un torturador y diversos testigos habían corroborado la denuncia en sede judicial, pero el proceso se dio vuelta como un panqueque. “El coronel les pagó a los testigos para que se desdijeran de sus testimonios y después él me hizo la denuncia a mí. Esta vez yo soy el acusado”, cuenta con amargura.
Entonces, dice, hace dos años decidió que no respondería más citaciones, que no cooperaría más con una Justicia corrompida irremediablemente, que no sería cómplice del sistema. Entonces escribió un documento de cuarenta carillas en el que fundamentó su objeción de conciencia, citando en detalle los casos que denunció que quedaron truncos, y fundamentando su postura en las distinciones que hacían Hans Kelsen y Max Weber entre la ética y la justicia. Para Giraldo, en la Colombia de hoy, esos principios son excluyentes. “Entonces presenté el fundamento de mi objeción de conciencia en el juzgado por el juicio del coronel. Desde entonces cada vez que me citan en algún caso les mando una copia del mismo escrito”, dice ahora divertido, y acepta otro café.
Mientras se lo traen, cuenta que la causa del coronel se abrió y cerró dos veces y que ahora se abrió otra vez el mes pasado. Dice que esta vez la cosa es más seria porque el fiscal general agarró el caso.
Claro, corren tiempos electorales y el padre Giraldo es una figura conocida. Ordenado en Medellín en 1975, educado en la Francia de los ’70, licenciado en Sociales por La Sorbona, tomó contacto con los movimientos de derechos humanos durante sus pasantías de verano en Londres con Amnesty International. Esos estudios y esos contactos lo llevaron a abrazar la causa de la Liga Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos. Volvió a Colombia en 1983 y desde entonces trabaja en defensa de campesinos desplazados y abusados desde distintas instituciones religiosas.
A través de los años ha denunciado a numerosos jefes militares, policiales y paramilitares. En 1998 debió exiliarse tras recibir amenazas de muerte. Enviado por su superior, pasó un tiempo en una comunidad jesuita de California y luego otra temporada en La Haya, en otra comunidad de la orden. Allí pudo observar de cerca el funcionamiento del tribunal penal internacional para crímenes en la ex Yugoslavia. “Iba todos los días a ese gran edificio de seis pisos, nuevo, con cientos de empleados. Como recién empezaba iba poca gente, los pasillos y los salones estaban vacíos. Veía las audiencias, usaba la biblioteca, hablaba con los abogados. Quería aprender y llevar esos conocimientos a mi país, pero me decepcioné un poco con la Justicia internacional. Vi cómo la fiscal Carla del Ponte se negaba a investigar los crímenes de la OTAN en Kosovo, que fueron crímenes atroces. Había muchas pruebas, pero ella las ignoró por razones políticas.”
Volvió a Colombia en el 2000 y su trabajo lo acercó a una comuna campesina en Apartadó, cerca de la frontera con Panamá, en territorio dominado por la guerrilla. La comuna, llamada Comunidad de la Paz, se constituyó en 1997, formada por unos 1200 habitantes de la zona con el propósito de evitar ser desplazados por el conflicto armado. Con el apoyo del obispo local, la comunidad declaró su neutralidad entre el ejército y la guerrilla. Pero esa declaración violaba la política de “neutralidad activa” de Uribe, que exige alineamiento con el ejército. Por esa razón, cuenta el padre Giraldo, los miembros de la comunidad fueron brutalmente reprimidos. Las muertes en la comunidad ya suman más de 200 y el caso está en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. También ha recibido una cobertura importante en la prensa colombiana.
Tanto el padre como los miembros de la comunidad suelen ser acusados de apoyar a la guerrilla, pero él sabe que ésa no es la solución. “Desde el punto de vista práctico la guerrilla no tiene ninguna posibilidad de llegar al poder. Ya hay un acuerdo en el mundo de no legitimar a ningún actor armado que llegue al poder en ningún país. Yo he hablado con miembros de las FARC y por supuesto que hay algunos fundamentalistas, pero muchos de ellos saben que no tienen ninguna posibilidad. Pero dicen, `yo prefiero morir diciendo un no rotundo a este sistema’.”
El problema es el sistema, dice Giraldo. “En Colombia todos los fundamentos de la democracia han sido corrompidos: la libertad de prensa, la separación de los poderes, las elecciones libres.”
Encima la presidencia colombiana la ejerce Alvaro Uribe, un nombre que figura con el numero 86 en una lista de la agencia antinarcóticos estadounidense, acusa el cura, citando información conocida. Un presidente que participó junto a miembros de su familia en la creación de estructuras paramilitares en el estado de Antioquía en los años ’90, agrega el religioso, esta vez apelando a pruebas y testimonios que obran en su poder.
Por todo eso el padre Giraldo dice que no cree más en la Justicia y se dispone a pasar una temporada en la cárcel. Pero al mismo tiempo maneja información y recoge testimonios para hacerlos llegar a la Justicia de la cual reniega. No ve una contradicción. Al contrario, está convencido de que no le queda otra.
Por todo eso se vienen días difíciles, para el padre Giraldo y para Colombia. “En este momento no tenemos ninguna posibilidad de cambiar la situación. En Colombia hay formalidades democráticas pero no realidades democráticas”, se fastidia.
El pocillo se vació hace rato y él lo mira, mira su fondo negro y duro. Tose por última vez, se levanta y sale a la calle, donde se despide con un apretón de manos. Sonríe apenas. El viento baila su bufanda y empieza a lloviznar.
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