Domingo, 15 de abril de 2012 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
El miércoles pasado arrancó en Guantánamo el juicio a los terroristas acusados por los atentados del 11/9 del 2001. Son cinco y enfrentan la pena de muerte. El importante se llama Khalid Sheik Mohammed (foto), quien confesó haber planeado y dirigido “de la A a la Z” el ataque coordinado en el que murieron cerca de tres mil personas. Los otros cuatro están acusados de adiestrar o ayudar de alguna manera a los suicidas que estrellaron dos aviones de línea cargados de pasajeros en las Torres Gemelas de Nueva York y un tercero en el Pentágono, mientras que un cuarto avión fue derribado por los propios pasajeros en Pennsylvania cuando se dirigía al Capitolio o la Casa Blanca.
Al menos ésa es la verdad histórica que busca establecerse con el procedimiento que acaba de empezar el miércoles con la presentación de los fiscales militares anunciando que están listos para empezar el juicio. Esto le da al juez militar treinta días para llamar a audiencia para la presentación formal de los cargos. El momento elegido por el Departamento de Defensa del gobierno de Barack Obama coincide con la campaña electoral en la que el presidente buscará su reelección en noviembre. Servirá para recordar uno de los mayores logros que se adjudica Obama, el haber conseguido matar a Osama bin Laden, supuesto jefe de Mohammed y de los pilotos suicidas. Bin Laden, el líder de la red terrorista Al Qaida, habría aprobado y ayudado a financiar el atentado luego de reunirse varias veces e intercambiar correspondencia con Mohammed, según documentos secuestrados cuando se detuvo al acusado en Pakistán en el año 2003, y que forman parte del expediente.
Mohammed es un buen candidato para lo que se le acusa de hacer. Ostenta una larga trayectoria de actividades terroristas. Ha pasado por todos los puntos calientes del planeta, desde Filipinas hasta Afganistán, desde Yemen a Qatar. Tuvo un rol en el anterior atentado a las Torres Gemelas y ha sido acusado por distintos países de cometer brutalidades varias, incluyendo la decapitación filmada y transmitida por YouTube del periodista del Wall Street Journal Daniel Pearl. Aun antes de ser detenido Mohammed se había adjudicado el atentado en una entrevista con la cadena Al Jazeera. El informe de la Comisión 11-S del Congreso estadounidense no duda en señalarlo como el organizador y principal responsable de los atentados.
El problema es que el juicio se va a hacer en Guantánamo, con todo lo que eso significa. Significa que el juicio más esperado, el más importante, el que debía cerrar uno de los capítulos más dolorosos de la historia estadounidense, se va a hacer en el extranjero, en un lugar semisecreto, bajo reglas que nunca se usaron. Porque no van a ser juzgados en las cortes federales estadounidenses que ya habían juzgado a cientos de terroristas domésticos y foráneos. Tampoco serán juzgados por la Justicia militar ordinaria, ya que nunca fueron reconocidos como combatientes enemigos según la convención de Viena. Serán juzgados por una “comisión militar” con su propio librito de lo admisible e inadmisible y lo punible y no punible. Las comisiones militares fueron creadas especialmente por el gobierno de George W. Bush como un sistema judicial adaptable a las nuevas metodologías de la Guerra al Terrorismo, o sea la tortura y el secuestro. Obama las mejoró un poco, pero las comisiones militares siguen siendo eso: organismos ad hoc con reglas ad hoc, básicamente creadas para condenar a prisioneros que han sido torturados y privados de sus derechos. Según admitieron la propia CIA y el Departamento de Defensa en documentos oficiales, Mohammed fue sometido a 183 sesiones de submarino mientras confesaba su participación en 31 grandes complots terroristas, un record difícil de creer aún para un agente operativo de su talla.
Como era de esperarse, los organismos de derechos humanos estadounidenses no se alegraron con el anuncio del miércoles.
“La administración Obama está cometiendo un error terrible al llevar al juicio por terrorismo más importante de nuestro tiempo a un sistema de justicia de segundo nivel. Cualquier veredicto que salga de las comisiones militares de Guantánamo estará teñido por un proceso injusto y por la política que equivocadamente arrancó estos casos de la Justicia federal, que ha manejado con éxito y seguridad cientos de juicios por terrorismo”, declaró en un comunicado Anthony Romero, director ejecutivo de la Unión por las Libertades Civiles de Estados Unidos (ACLU, siglas en inglés).
“Aquellos que se complotaron para hacer los ataques del 11-S deben ser juzgados por sus crímenes. Las familias de las víctimas del 11-S merecen justicia, así como todos los estadounidenses. Lo que no se merecen los estadounidenses es un juicio estilo hágalo-usted-mismo ante un tribunal en el que las reglas están bajo constante escrutinio y revisión”, dice el comunicado de Human Rights First firmado por Dixon Osburn.
El problema es el miedo. Un miedo casi irracional que llevó al Congreso a pasar una ley en el 2010 que hace prácticamente imposible que los prisioneros de Guantánamo sean juzgados en Estados Unidos, o tan siquiera que pisen suelo estadounidense. Lo irracional es que desde el 2003 a esta parte Estados Unidos ha transferido casi 600 prisioneros de Guantánamo a distintos países de cuatro continentes, pero no ha permitido que ninguno ingrese a Estados Unidos, ni siquiera para pudrirse en una cárcel de máxima seguridad. Según los archivos filtrados por Wikileaks, la decisión de Estados Unidos de no recibir a ningún graduado de Guantánamo aparece una y otra vez en las quejas a las embajadas cada vez que Washington le pide a algún gobierno amigo que se hagan cargo de algún prisionero de la base.
El miedo no es sólo de Obama. Por Guantánamo pasaron cerca de 800 prisioneros y en su pico, allá por el 2003, la cárcel llegó a albergar a cerca de 600. Algunos eran terroristas, otros habían caído ahí medio de casualidad, muchos habían pasado por cárceles clandestinas de la CIA en otros lugares, todos habían sido torturados. Cuando empezaron la críticas Bush empezó a sacarse de encima a los casos más vergonzosos, mandándolos de vuelta a su país de origen. Cuando asumió Obama en enero del 2009 quedaban unos 242, ahora son 171.
En su segundo día de gobierno, en cumplimiento de una de sus principales promesas de campaña, Obama firmó una orden ejecutiva ordenando el cierre de la base en un año. En esa orden instruyó al fiscal Eric Holder a que separe la población carcelaria entre prisioneros de bajo riesgo que serían enviados a terceros países, y prisioneros de alto riesgo que serían juzgados. Entre estos últimos ordenó a Holder discernir quiénes serían juzgados en Estados Unidos por la Justicia federal y quiénes, por las características especiales de sus casos, serían juzgados por comisiones militares. Al mismo tiempo Obama le ordenó al fiscal general que remozara y mejorara garantías del acusado en el sistema de comisiones militares para que los testimonios obtenidos bajo tortura no sean admisibles.
Holder hizo todo eso, aunque los críticos señalan que las reglas de evidencia de las comisiones siguen siendo demasiado laxas comparadas con las del sistema federal y que permitirían, a través de dichos de terceros, la introducción de información obtenida bajo tortura. Holder también mandó a un “equipo limpio” de interrogadores a Guantánamo para que Mohammed confiese otra vez lo que había dicho bajo tortura. Un año más tarde Holder anunciaba que el juicio por el 11-S se haría en una Corte federal de Nueva York, al tiempo que retiraba los cargos militares que pesaban en contra de Mohammed y sus codefendidos. Bueno, no pudo ser. Todos los políticos de Nueva York se pusieron en contra. El alcalde Bloomberg dijo que el juicio era “demasiado costoso y peligroso” como para hacerse en su ciudad. El Congreso pasó una ley prohibiendo al Pentágono a gastar dinero en traslados de prisioneros de Guantánamo a los Estados Unidos, con lo cual cerró la discusión.
Obama se agarra de eso para culpar al Congreso por no haber cumplido su promesa. Esta semana volvió a decirlo en sus discursos de campaña, al tiempo que volvió a prometer que cerrará Guantánamo, esta vez sin plazo, sino “en un tiempo indefinido”. Pero fue Obama quien firmó esa ley que prohíbe el traslado de los prisioneros de Guantánamo, podría haberla vetado. En vez de eso se puso a tono con los tiempos y le dio para adelante con los comisiones militares, donde no corre riesgos de que algún jurado se deje impresionar por las torturas aplicadas a los acusados. Entonces los cargos militares contra los acusados por el 11-S fueron restituidos y esta semana arrancó el proceso judicial. Igual, Mohammed y sus cuatro presuntos cómplices ya dijeron que se quieren declarar culpables y que desean que los maten, así pueden empezar su martirio de una buena vez.
Pero aun así, presos, torturados y prácticamente condenados a muerte, estos tipos le meten miedo a un país que hasta hace muy poco se creía invencible.
Cuando asumió Obama cuatro años atrás, poco más de la mitad de los estadounidenses apoyaba el cierre de Guantánamo. Hoy el sesenta por ciento quiere que siga abierta. Mitch McConell, jefe de la bancada republicana en el Senado, declaró hace poco que le gustaría ver un crecimiento en la población carcelaria de la base, hasta llegar a más o menos ochocientos presos. Bermuda, Bulgaria, Palau y Portugal han aceptado recibir prisioneros de Guantánamo, pero Estados Unidos no se anima. El juicio por el 11-S no será televisado en directo como nuestro Juicio a la Juntas. Eso es sí que es miedo.
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