Martes, 31 de diciembre de 2013 | Hoy
EL MUNDO › EL GOBIERNO DE BRASIL MEJORó Y AUMENTó LOS PROGRAMAS SOCIALES
Por Eric Nepomuceno
Mañana, 1o de enero de 2014, Dilma Rousseff celebra tres años cumplidos desde que se convirtió en la primera mujer en asumir la presidencia de Brasil, y a la vez empieza el último año de su mandato. Es, al menos por ahora, la favorita absoluta para ser reelecta en octubre de este año que empieza. En muy buena parte, por sus méritos y por los méritos de la herencia –dudosa herencia, en el aspecto económico, pero robusta herencia en el aspecto social– que recibió de su antecesor, Lula da Silva. E igualmente en parte considerable, ese favoritismo se debe a la ineptitud y a la inconsistencia de los postulantes de la oposición.
El balance de esos tres primeros años del período de Dilma presidenta es complejo y un tanto confuso. Una vez más –y a ejemplo de lo que ocurrió en las dos presidencias de su antecesor– la cuestión social ha dominado la pauta política nacional. Brasil es hoy, sin dudas, un país más igual o, mejor dicho, menos desigual.
La inclusión social de millones y millones de brasileños se incrementó en esos tres primeros años de Dilma como presidenta. Y más: los programas sociales lanzados por Lula fueron mejorados y crecieron. La construcción de viviendas populares, por ejemplo, está a punto de superar las promesas de campaña electoral. Y como sabemos todos los ciudadanos del mundo, promesas electorales no van más allá de eso: promesas. Esta vez, en Brasil, ocurrió el increíble cumplimiento.
Otro de los agujeros sin fondo –la salud pública– sigue siendo un desastre ofensivo. Pero algo se avanzó: al constatar que los profesionales brasileños se resistían a trabajar en sitios inhóspitos y miserables, Dilma lanzó el programa Más Médicos, que literalmente importó doctores, en su mayoría cubanos. Otros programas, como el que ofrece estudios de grado técnico, avanzaron mucho. Se retomaron las licitaciones para concesión de servicios públicos, básicamente en estructura (rutas y aeropuertos, que son una vergüenza nacional).
O sea, mucho se hizo. El país sigue a miles de millas marítimas (que son las más largas) de llegar a un grado mínimo de desarrollo y civilización y democracia real, pero algo importante se avanzó.
Pero hubo y hay una batalla –e importante batalla– que Dilma perdió, y no hay indicio alguno de que ese cuadro pueda ser revertido a corto plazo. Se trata de la batalla contra esa sacrosanta y poderosísima figura abstracta, que todo puede y todo determina, llamada Mercado.
Uno de los economistas más respetados del país, y que además fue profesor de Dilma en su maestría, Luiz Gonzaga Belluzzo, lo expuso de manera muy clara en una entrevista concedida al diario Folha de São Paulo el pasado domingo. Belluzzo advierte que los efectos de la crisis internacional fueron mayores y más duraderos de lo que se pensó en un principio. Llama la atención para la cuestión del cambio. En 2013, el real se devaluó 15,5 por ciento frente al dólar, exactamente la proporción de la caída de la Bolsa de Valores de San Pablo. El desfasaje del cambio sería hoy, según Belluzzo y buena parte de los economistas respetables de Brasil, de alrededor de 30 por ciento. O sea, en lugar de los 2,35 reales por dólar, el cambio debería ser de 3,00 reales por dólar.
Hay, de manera muy evidente, un embate entre el gobierno de Dilma y el sacrosanto señor Mercado. Y, advierte Belluzzo, a ejemplo de lo que se observa en todo el mundo –basta con lanzar una mirada a Europa–, lo que pasa es que cuando hay un embate entre gobierno y Mercado, el gobierno –los gobiernos– pierde siempre.
Los señores del dinero son los señores el mundo, y ni modo. Esa, quizá, haya sido la gran batalla –política, administrativa e ideológica– perdida por Dilma.
Se podría hablar de muchos otros equívocos, como el de concentrar los esfuerzos para mantener el crecimiento económico en el consumo. Los brasileños tienen hoy, gracias a los créditos ofrecidos por la banca pública, oportunidades inéditas de comprar heladeras, televisores y automóviles. Resultado: las calles atiborradas, el tránsito caótico, la polución atmosférica en grados alarmantes.
Y, claro, un 54 por ciento de las familias brasileñas con más del 43 por ciento de la renta comprometidas con deudas. Además, está el problemazo – para Dilma y para cualquier otro que se presente– del sistema político, que exige alianzas que no sólo son inexplicables, como son responsables por buena parte de los desmandres de este país que es el mío.
¿Cómo aceptar que la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados haya tenido como presidente a un pastor evangélico homofóbico y fundamentalista, cuando justamente debería defender los derechos de las minorías? ¿Cómo entender que en la Comisión de Etica del Congreso figuren políticos cuyo pasado más pertenece a una crónica policial que a la historia política? ¿Cómo aceptar que el presidente del Senado, el tercer hombre en la jerarquía constitucional –luego del presidente y del vicepresidente–, haya utilizado un avión del gobierno para un viaje cuyo destino único era implantar diez mil hilos de cabello para suplantar su calvicie? ¿Cómo reconocer a una Corte Suprema que hace un juicio mediático y condena sin pruebas a figuras de primer nivel del mismo gobierno que nombró a la mayoría de sus integrantes?
Hay mucho, muy mucho, como dicen en mis pagos, camino por delante.
Dilma será reelecta. Tendrá entonces lo que García Márquez reivindicaba en Cien años de soledad: una segunda oportunidad en esta tierra. Ojalá logre merecerla.
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