Jueves, 15 de enero de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Washington Uranga
Los lamentables acontecimientos ocurridos los últimos días en París, incluyendo los terribles asesinatos en Charlie Hebdo, desataron una serie de controversias que exigen reflexiones que ayuden a pensar sobre muchos otros temas vinculados y que atraviesan la sociedad actual. Quien escribe lo hace como periodista y sin la pretensión de sentar cátedra, proclamar certezas o exponer verdades. Lo que sigue no es más que la enumeración parcial de algunas cuestiones que, a nuestro juicio y también en medio del desconcierto, deberían entrar en la agenda del debate para no parcializar la mirada y, de esta manera, equivocar el análisis y las propuestas.
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Todos los asesinatos son condenables. No hay ni siquiera lugar para la duda. Ningún ser humano puede arrogarse el derecho, por motivo alguno, de quitarle la vida a un semejante. El principio es aplicable a los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo, a las violaciones cometidas por Boko Haram, a las de-sapariciones de Ayotzinapa, a quienes hacen atentados contra los judíos o matan población civil palestina indefensa, para señalar tan solo algunos ejemplos contemporáneos. No deberíamos olvidar que en el mundo mueren asesinadas miles de personas por “guerras quirúrgicas”. La pena de muerte también es un asesinato, así sea legal.
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La vida es el valor supremo a defender. La vida de todos los hombres tiene el mismo valor y absolutamente a nadie, bajo ninguna circunstancia, le asiste el derecho de terminar con la existencia de un semejante. Son miles y miles los que mueren en el mundo por hambre, exclusión y enfermedades. Otros perecen en el intento fallido de alcanzar el “paraíso” de un mundo desarrollado que les está vedado. La muerte por estos motivos también es un asesinato. Y todo ello es resultado de una sociedad injusta, del abuso del poder económico, de guerras que sólo buscan proteger los intereses y la propiedad privada de unos pocos, colocados siempre por encima del derecho a la vida digna de las mayorías.
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La doble moral. Parece ser el parámetro comúnmente aceptado y validado por quienes ejercen el poder en cada caso. Los mismos que matan u ordenan matar se pueden llenar la boca con alegatos contra los asesinatos de otros. Hay guerras buenas y guerras malas. Las armas nucleares son buenas y legítimas en manos de unos y peligrosas e ilegítimas en manos de otros. Las acciones de “los unos” son siempre buenas, justificables y legítimas. Las de “los otros” son siempre malas, condenables y merecedoras del mayor castigo. Los atentados provocados por “los otros” son acciones repudiables. Las muertes generadas por “los unos” son siempre escarmientos y legítima defensa. “Los unos” son creíbles cuando piden la paz. Cuando “los otros” hablan de la paz se trata de un subterfugio para esconder sus criminales intenciones.
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La complejidad. El análisis simplista y de manera aislada de los hechos no ayuda a la comprensión. Nada puede entenderse si no es en su contexto y en su proceso. Cada situación es el resultado de múltiples hechos, acciones y decisiones convergentes. No existe una sola causa para explicar un hecho. Hay siempre multiplicidad de causas y, al mismo tiempo, múltiples consecuencias. Las explicaciones monocausales antes que “errores” suelen ser intentos de ocultar parte de las causas y sus responsables. Tampoco alcanza con dar muchas respuestas ante un único interrogante. Se trata de construir muchas preguntas ante cada hecho. Cada pregunta generará, a su vez, muy diversas respuestas, todas parciales y sin que ninguna pueda dar cuenta totalmente de la complejidad del tema.
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La sociedad global es multicultural y multiétnica. La sociedad global no es el futuro, es hoy. Como consecuencia tardía de los atropellos coloniales, de los movimientos migratorios, de la movilidad social, del desarrollo de las comunicaciones y de tantas otras razones, la sociedad global en la que vivimos es multicultural y multiétnica. La expansión y volatilidad de los capitales financieros y el consumismo trastoca en tiempos muy rápidos distintos aspectos de las identidades locales. Todo esto supone la existencia de diversidad de valores, criterios, prácticas culturales y modos de relacionamiento que atraviesan tanto la forma de construir y ejercer el poder como la vida cotidiana. Quienes controlan el poder hegemónico en esta sociedad globalizada se llenan la boca hablando de tolerancia, sin advertir (con o sin intención) que éste es un concepto fuera de época. Porque asumir la diversidad es reconocer el valor y la riqueza de todos los actores en juego, la importancia de la alteridad y la aceptación de que el diferente me enriquece desde su diferencia. Y porque quien “tolera” se cree él mismo superior, poseedor de la única verdad, aunque magnánimo para aceptar que el otro no sea capaz de acceder aun a su mismo grado de perfección.
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La libertad de expresión no es absoluta. Es importante, es esencial a la libertad misma y hay que defenderla permanentemente y de todas las formas posibles. Ninguna acción violenta se justifica para acallar la voz de nadie. Al mismo tiempo el ejercicio de la libertad de expresión tiene una contrapartida: supone y exige responsabilidad en el ejercicio. Demanda no sólo respeto por los demás, incluidos sus valores y creencias, sino también la sensibilidad imprescindible para no herir, lastimar, dañar de manera innecesaria. La libertad de expresión no es una prerrogativa exclusiva de los medios, porque la libertad de prensa es una manifestación particular de una libertad propia de cada uno de los seres humanos: la libertad de expresión.
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El derecho a la comunicación. Es un derecho humano fundamental, formalmente reconocido, pero reiterada y sistemáticamente violado en la sociedad global. Son más los silenciados y los invisibilizados, que quienes pueden expresarse y son reconocidos como actores. Nada (o muy poco) se hace desde el poder político y económico para contribuir a la vigencia efectiva de este derecho. La creciente concentración del poder mediático en todo el mundo está lejos de contribuir a este propósito.
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La fe no mata ni se mata por motivos religiosos. Toda expresión de fe es un canto a la vida y es un compromiso con la vida humana como reflejo y manifestación del propio Dios, según lo expresan la mayoría de las creencias. Los fundamentalismos, aunque aludan y refieran a lo religioso, y así sean alimentados por ministros religiosos, son ajenos a la fe y no pueden ser considerados una consecuencia de ella. Fe y política son compatibles y forman parte de la misma acción de la persona. La fe alimenta la práctica de la justicia, de la solidaridad, de la fraternidad. La política es una forma de concretarlo. Desde toda perspectiva religiosa la política es ante todo una ética que se presume liberadora. Pero no se puede generar liberación sojuzgando al otro, imponiéndole una perspectiva, avasallando su libertad. Esto es fundamentalismo. Hay manifestaciones religiosas que hacen culto del fundamentalismo contrariando el sentido liberador de la fe.
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Todos somos responsables. Con distinto grado de responsabilidad, también en función de las asimetrías de poder. No es comparable el grado de responsabilidad de los dirigentes al de los ciudadanos de a pie. Pero nadie puede sentirse ajeno al compromiso de contribuir en la búsqueda de una paz basada en la justicia y en una perspectiva integral de derechos. No hay lugar para el “no te metás”, porque esa actitud termina siendo cómplice de los atentados contra la vida. También es parte del deber humano y ciudadano intentar comprender, analizar “al otro”, como una forma de acercarse a ese “otro” que ante la estigmatización se vuelve aún más misterioso y repulsivo, multiplicando la incomprensión. No hay tampoco una sola forma de respuesta, ni una sola manera de comprometerse. Cada uno, cada una, lo hace a partir de sus propias convicciones, certezas y posibilidades. Pero nadie está afuera y exento. La paz es una construcción colectiva y permanente.
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