Jueves, 15 de enero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
Cuesta hablar en serio sobre la denuncia del fiscal Alberto Nisman. En parte (y sólo en pequeña parte) porque su contenido se desconoce, aunque se ha filtrado parcial y frondosamente a los medios dominantes. Pero lo principal, que sí es ostensible, es porque lleva al paroxismo la tendencia de judicializar la vida política. El contexto es ineludible: la disputa entre una parte importante del Poder Judicial y la reciente movida del Gobierno en la Secretaría de Inteligencia (SI). El oficialismo pateó dos avisperos y recoge las represalias. En el caso de la SI, como apuntó días atrás en este diario el periodista Horacio Verbitsky, hizo lo debido pero tardíamente.
Judicializar la política no es un invento argentino. Es habitual en muchos sistemas democráticos. El sociólogo francés Pierre Rosenvallon la analizó en su libro La contrademocracia. Pero hablemos en particular de nuestro Sur. Los que judicializan “todo” a veces son ciudadanos, que se sienten desprotegidos. Esa no es la desviación más habitual y preocupante. No son gentes de a pie desamparadas quienes más frecuentemente judicializan a troche y moche. Son dirigentes políticos o factores de poder. Los que pierden en las urnas (donde prima la regla de la mayoría popular) van al foro para revertir el veredicto: paralizar o entorpecer la gestión de gobiernos legítimos.
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Una añeja y continua jurisprudencia aconsejaba reducir las cuestiones judiciables: las decisiones políticas quedaban afuera. Los criterios fueron variando, se amplió la esfera de competencia judicial.
Un principio general establece que la inconstitucionalidad de las leyes debe ser resuelta sólo de modo excepcional, la regla es la presunción de su validez. Por si hace falta: una ley mala o pésima no es, de por sí, inconstitucional. Las diferencias de criterio o de oportunidad o ideológicas no bastan para descalificar una norma.
De todas maneras, el control de constitucionalidad es una facultad del Poder Judicial, un modo de contrapesar a los otros estamentos del Estado. Pueden dictarse malos fallos (los hay para regalar), pero es el imperfecto ejercicio de una potestad legal. Como ocurre con los otros poderes: una cosa es funcionar mal y otra salirse de los marcos legales.
Hasta ahora, a nadie se le había ocurrido que una ley (el Memorándum de Entendimiento con Irán lo es) pudiera ir más allá de ser cuestionable o hasta inconstitucional: constituir delito. Es lisa y llanamente un disparate, sin precedente histórico que pueda respaldarlo.
Nisman atraviesa esa frontera. De momento no se sabe con qué argumentos, pero pide que se juzgue a funcionarios por el contenido de una ley. Razones no tiene; él sabrá cuáles son sus motivos. Podrán conocerlos, acaso, en “la embajada” de la cual es correveidile y a la cual acude para pedir órdenes según surge de los papeles de Wikileaks, emanados del mismísimo Departamento de Estado.
Es dable esperar, dada la magnitud del dislate jurídico e institucional que articula el fiscal, que dirigentes opositores y juristas no vasallos se pronuncien. El diputado Jorge Yoma lo hizo, argumentando en un sentido similar al que acá se formula. El se opuso con firmeza a la aprobación del tratado, pero no banca la absurda interpretación que lanza Nisman.
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Nisman es fiscal especial de la causa AMIA desde 2005 o sea, más de una década después del criminal atentado. Han pasado casi diez años más y el expediente no registró avances significativos.
Como legisladora, la actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue una de las políticas que más se interesó y trabajó para que la investigación avanzara. El nombramiento de Nisman, por el presidente Néstor Kirchner, tenía el mismo designio. Cuando el kirchnerismo llegó no dio con un expediente impecable, en avance, ya se había amurallado la impunidad. Esta se plasma en los primeros días o meses ulteriores al crimen... póngale un par de años si quiere exagerar.
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El memorándum con Irán, se reitera, es discutible. Este cronista ya escribió considerándolo un paso en falso, que no lograría sus objetivos. Una limpia mayoría legislativa lo convalidó. Se arguyó su inconstitucionalidad, a los ojos de este escriba fue una exorbitancia concederla. Pero forma parte del juego institucional, tanto como el tratado.
Llevar un debate político al área, de por sí estricta, del delito rompe todas las reglas institucionales sensatas. Sólo se explica (que no justifica) entendiendo la ecuación funcional y personal de Nisman. Sus aliados en la SI han sido removidos o están a tiro de serlo. El sector opositor acérrimo del Poder Judicial, en el que revista, ha dejado de lado todo apego a la legalidad o respeto por el sistema democrático mismo.
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Abundemos en minucias sobre una insensatez. El Código Penal es una ley, una ley posterior (el tratado) lo deroga. Si había un delito, la sanción de otra norma, especial, lo dejaría sin efecto. Estamos aceptando demasiados desvaríos. Vamos por uno más.
Si el tratado es un delito, todos los legisladores que lo votaron son partícipes necesarios. Sería forzoso procesarlos. Si se extremara el celo, habría que procesar hasta a los que dieron quórum, aunque hubieran votado en contra.
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Como fuera, hace un largo rato que un conjunto de jueces enfrenta al Gobierno, sin ningún recato ni acatamiento a las normas. La limpieza de la SI agrega otro jugador, no muy afecto al fair play, por así decir.
El juez Ariel Lijo intentó hace poco sobreseer al ex ministro Carlos Corach en la causa por encubrimiento del atentado a la AMIA. La cámara lo frenó, por ahora. Ese magistrado tiene a cargo la insólita novedad jurídica que lanzó Nisman, tras años de no poder probar nada sólido y en plena feria judicial.
La supuesta urgencia no es jurídica, es política. En el verano de 2014 la embestida destituyente contra el oficialismo la condujeron “los mercados”. Su localización geográfica –simbólica– fue “la City”. Ahora le toca el turno a un grupo de fiscales y jueces desacreditados, desde Comodoro Py. Habrá que ver si cuela tanto delirio en el conjunto de los magistrados o si ellos mismos le ponen coto, reconociendo que ciertos colegas han llegado demasiado lejos.
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