EL MUNDO › OPINION

Qué anduvo mal con W2

Por Claudio Uriarte

Es tal vez un poco prematuro redactar el obituario político de la segunda administración Bush, que lleva menos de seis meses de un mandato de cuatro años y cuyos congresistas afrontan una renovación parcial de Cámaras en noviembre del año próximo. Pero al menos en un punto, el fenomenal impulso conquistado con su arrasadora reelección de noviembre de 2004 es cosa del pasado: el presidente ha perdido la iniciativa política, y opera cada vez más a la defensiva. Por eso no puede culparse enteramente a la situación en Irak –aunque haya cumplido un papel en la erosión de popularidad, que ya se ubica por debajo del listón del 50 por ciento, una cifra con pocos precedentes a esta altura de un segundo mandato–, sino a una cadena de errores, improvisaciones y pasos en falso que la administración no ha cesado de dar desde que se instaló en la Casa Blanca.
“Con estas elecciones –dijo W2 tras su victoria de noviembre– he ganado capital político, y me propongo gastarlo.” No lo gastó: lo despilfarró en banalidades innecesarias, confusas e incomprensibles para la gente, como su insistencia en la reforma al sistema de pensiones –que, incluso según la Casa Blanca, recién empezará a entrar en rojo en 2013–, y a la que dedicó 60 apariciones en público, y su actual obstinación en defender, ante un Congreso renuente, la nominación del irritativo John Bolton como nuevo embajador estadounidense a la ONU. En ambas apuestas, una suerte de extremismo ideológico literal parece haberle jugado en contra al presidente: nadie duda de que una reforma de las jubilaciones es necesaria en el próximo cuarto de siglo, pero difícilmente es prioridad número uno y es fuertemente resistida por la oposición demócrata en su actual forma de cara a las legislativas de 2006; y si Bush quería a un crítico durísimo de la ONU al frente de su embajada allí ciertamente podría haberlo reclutado entre decenas de neoconservadores menos notorios que Bolton, el agresivo y pintoresco antidiplomático de pelo rojo y níveo mostacho acusado de presionar por la fabricación de falsa inteligencia y respaldado en público por todos menos uno de los ex secretarios de Estado vivientes: Colin Powell, el ex jefe de Bolton y titular de la Cancillería norteamericana durante todo el primer mandato de George W.
En estos dos casos, la intransigencia ideológica le ha disparado a Bush por la culata. En el caso de las pensiones, fracturando a su propia bancada en el Congreso, que presentó dos versiones de la misma ley, pero sin los sacrificios que pide la Casa Blanca: aumento de impuestos, recorte de beneficios o aumento de la edad de jubilación. Las propuestas de Bush ahora están en un limbo. En el caso de Bolton, la dureza le ofrece ahora a la Casa Blanca una poco apetecible bandeja de opciones: la llamada “nuclear”, en que los republicanos del Congreso vuelven posible por mayoría simple evitar la maniobra de obstrucción y debate interminable conocida como “filibustero” (lo que desencadenaría una guerra permanente en las dos Cámaras), o bien pasar por alto el proceso de nominación en su conjunto y designar de facto a Bolton durante un receso parlamentario como el que se viene en agosto por el verano. Bush ya jugó esta carta en el inicio de su mandato en 2000 al designar durante un receso al polémico cubano-americano Otto Reich al frente de Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado, con la consecuencia de que Reich nunca tuvo el peso, el poder y la influencia que se derivan del cargo y debió ser relevado. En este clima de popularidad declinante de Bush y creciente fraccionalismo político en el Congreso, y después de haber cinchado por Bolton mucho más de lo que Bolton merecía, designarlo por dedazo equivaldría poco menos que a una admisión de derrota personal y política.
Y, sí, está Irak. Poco más de una semana atrás, el vicepresidente Dick Cheney no tuvo mejor idea que decir que la insurgencia estaba “agonizando”, sólo para que días después, en una sesión del Congreso, altos generales debieran demarcarse, prudente pero claramente, de una declaración tan inoportuna en medio de las bombas y los muertos. Entonces W. mismo decidió contraatacar con una aparición de alto perfil de esta semana en los cuarteles de Fort Bragg, Carolina del Norte, de la 82ª División Aerotransportada. Moderando el exitismo de Cheney, Bush reafirmó sin embargo que EE.UU. no se retirará hasta cumplir su misión, y encontró un astuto truco discursivo al relacionar la batalla norteamericana contra los kamikazes islámicos iraquíes con su guerra global contra Al Qaida y Osama bin Laden. Tuvo suerte: la mayoría de los encuestados después de su mensaje se sintió mejor respecto a Irak que antes, pero el presidente que famosamente no se rinde a las encuestas malgastó allí todo el poder de una presentación pública en una mera operación de maquillaje.

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