Sábado, 17 de junio de 2006 | Hoy
En la cumbre de la Unión Europea en Bruselas quedó al descubierto la falta de una estrategia para controlar la migración clandestina. Las cifras del fenómeno y la utilización política. Francia propone “elegir” a sus inmigrantes.
Por Eduardo Febbro
Desde París
Como no podía ser de otra manera, los 25 jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea abordaron en la cumbre de Bruselas el siempre explosivo tema de la inmigración. Introducido por España a raíz de la crisis desatada en las Islas Canarias por el flujo de inmigrados ilegales, apuntalado por Francia y Portugal, el problema de la inmigración ilegal desembocó en un consenso intereuropeo. Unos diez Estados miembro de la UE se declararon dispuestos a montar acciones de cooperación reforzada para luchar contra la inmigración clandestina. Italia, España, Francia, Grecia, Portugal, Chipre, Malta, Alemania y Austria fueron las primeras naciones en anunciar su intención de sumarse a esa acción, cuyo contenido queda por definir.
Aunque la problemática toca a la mayoría de los 25 países que integran la UE, la ausencia de un programa preciso revela las dificultades que existen para adoptar una política común, sea en el conjunto de la UE, sea limitada a los países que, como España, Francia e Italia, reciben el mayor flujo de inmigrados clandestinos. El archipiélago español ubicado frente a las costas africanas se volvió lo que los expertos llaman “un paradigma” de la inmigración clandestina. A finales de 2005 se reforzaron los controles en el sur de España y en el norte de Marruecos, pero la ola inmigratoria se desplazó hacia las Canarias. En lo que va del año más de 10 mil inmigrantes ilegales llegaron a esas costas, una cifra que supera el record de 2002 (9929 indocumentados). La eurocumbre de Bruselas no plasmó en un documento un paquete de iniciativas preciso. El tema fue tratado en cenas y encuentros bilaterales en los cuales se apoyó a España en su iniciativa tendiente a mantener “un diálogo estructural” y regular con Africa, el continente que suministra el mayor porcentaje de inmigrados ilegales que llegan al Viejo Continente.
La inmigración legal e ilegal representa un jugoso negocio económico y político. Económico para quienes cobran miles de dólares a los candidatos a la inmigración para ingresar ilegalmente a los países y para quienes emplean en condiciones de esclavitud a esos inmigrados. El negocio político es sobre todo electoral. La extrema derecha y la derecha tocan hasta la usura la cuerda de la inmigración y con ello llenan las urnas de la xenofobia. Sin embargo, existe una cacofonía mundial sobre los beneficios de la inmigración.
Un informe reciente del Banco Mundial (noviembre 2005) señala que la inmigración bien preparada y administrada permite luchar eficazmente contra la pobreza. “Mientras el número de trabajadores migrantes en el mundo llega a los 200 millones de personas, su productividad y sus salarios constituyen un útil potente de reducción de la pobreza”, argumenta François Bourguignon, economista en jefe del Banco Mundial.
A pesar de que la UE ha declarado una guerra verbal contra la inmigración, las cifras están lejos de reflejar esa postura. Una evaluación realizada por Eurostat, la Oficina de Estadísticas europeas, muestra que en el curso del año 2004 más de dos millones de extranjeros se instalaron en los países de la UE, la mayoría de las veces para ocupar un puesto de trabajo. Esta cifra representa la más elevada de los últimos 30 años. En Italia, la cantidad oficial de inmigrados se multiplicó por cinco entre el año 2000 y 2005, mientras que en España se pasó oficialmente de menos de un millón hace cinco años a 3,7 millones de extranjeros actuales. Cada país europeo ha elaborado normas propias para detener los flujos migratorios. Sin embargo, el cierre con candados de las fronteras de la Unión, tan defendido por la extrema derecha, es una imposibilidad no sólo geográfica sino también demográfica. Las evaluaciones llevadas a cabo en la década del ’90 y a principios del siglo XXI han moderado las acciones. Concretamente, el preocupante descenso de la demografía europea llevó a una toma de conciencia general: a pesar de las elevadas tasas de desempleo (casi 10 por ciento en Francia), a nadie le convenía levantar muros de acero en las fronteras de la Unión. Los flujos migratorios son necesarios no sólo como mano de obra sino también para renovar las generaciones. Un documento del Consejo de Europa publicado en abril del año pasado observa que, presa de “un envejecimiento ineluctable”, la población europea disminuirá el 13,5 por ciento de aquí al año 2050. El ICF, indicador conjetural de fecundidad, señala incluso que, en caso de una fecundidad baja, la población podría perder más de 22 por ciento de sus individuos. “En los próximos años la población europea aumentará levemente para luego empezar a decaer. De esta forma, hacia los años 2010-2015 vamos a vernos confrontados a graves problemas, especialmente el que atañe a la financiación de las jubilaciones”, estimó Charlotte Höhn, presidenta del Comité Europeo de la Población. El mismo documento del Comité Europeo afirma que la curva de una demografía normal no podría reestablecerse ni siquiera con la inmigración. El texto apunta que Europa necesitaría “un millón 800 mil migrantes por año de aquí al 2050 para que la población se mantenga a los niveles del año 1995 y 3,6 millones de inmigrantes por año para que se estabilice la población en edad de trabajar”.
Pese a ese cuadro concreto, la inmigración sigue siendo un tema político. “Es una suerte de desperfecto del que son responsables tanto la izquierda como la derecha”, comenta Olivier Brachet, uno de los mejores especialistas franceses en flujos migratorios. El extranjero es visto como el símbolo de todos los males: ladrón, terrorista, desestabilizador, punto de ruptura del pacto social. Los epítetos abundan, sobre todo los raciales, en labios de los opinadores de la extrema derecha. En cada nación, el inmigrado es un ingrediente del caldo electoral y el destinatario de una política. La última novedad francesa elaborada por el actual ministro de Interior, Nicolas Sarkozy, se llama “inmigración elegida”. Se trata de un término detrás del cual se esconde un arsenal represivo y cuya idea central es “elegir” al mejor inmigrado. Cualquiera puede vaticinar lo que ocurrirá en el futuro: entre un médico argentino diplomado en Buenos Aires y uno senegalés ¿a quién se elegirá? La respuesta es ya conocida. Lo cierto es que, de cumbre en cumbre, de consulta electoral en consulta electoral, los europeos intentan diseñar un esquema de combate para lo que siguen presentando como el mal mayor. Los estudios, las proyecciones y hasta el mismo funcionamiento de las economías desmienten a menudo la realidad de ese mal. Por paradójico que parezca, los países europeos que fueron exportadores históricos de mano de obra, España o Italia por ejemplo, son hoy las banderas de la represión contra la inmigración.
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