Martes, 12 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › PARTIDARIOS DE PINOCHET SE AGOLPARON A VELAR SUS RESTOS EN LA ESCUELA MILITAR
Cantitos, besos y suspiros acompañaban a los miles de seguidores de Pinochet que esperaban poder saludar a su “héroe” en una larga fila en el barrio coqueto de Las Condes. Corearon canciones opositoras al gobierno socialista de Michelle Bachelet. La mandataria, víctima de la dictadura, habló por primera vez del deceso de Pinochet.
Por Cristian Alarcón
Desde Santiago
Ocho altos mandos saludan de pie al general Augusto Pinochet Ugarte. Lo custodian, parados con las manos adelante, de gris, como solía lucir él en vida, frente al ataúd engalanado en el que su cuerpo parece encogido de tanto que sus fanáticos pasan y lo tocan, una y otra vez, dándole besos, persignándose. Son ocho y no se mueven del pie del cajón, porque si se movieran pasaría de hocico para adelante esa multitud agolpada en el hall de la Escuela Militar, que parece cocinarse y revolverse, a medida que dando pasos cortitos, mínimos, se empujan y se van allegando al féretro, mojados de sudor, ellos de traje, ellas de galas sobrias, con el maquillaje a la miseria, pero encendidas, dispuestas a esperar por ese momento de profunda emoción. Ayer la escena se repitió a lo largo de todo el día al interior del edificio. Y en la calle, alrededor de sus cercos perimetrales de hierro: miles –según las estimaciones de la prensa chilena entre 6 mil y 9 mil personas– se agolparon con cierta devoción a homenajear al ex dictador, recién muerto. “¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le! ¡Viva Chile-Pinochet!”, fue el cantito del día, otra vez, de regreso, como una siniestra bofetada de la historia en la cara del mundo entero.
Si hay algo que a los simpatizantes del general les quedaba claro ayer era que el asunto tenía importancia internacional, que el mundo podía ahora, con el líder encajonado, mirarlos a ellos, sus adoradores, vivarlo hasta el final, como un héroe, como el hombre que los salvó del comunismo y les trajo prosperidad. “Escuela Militar” es la terminal del metro de Santiago que acerca a los barrios más ricos. Está en Las Condes. Ocupa un predio gigantesco, como cualquier institución del tipo. Desde el portón de entrada al hall en el que fue puesto el cuerpo de Pinochet hay unos cien metros. Y de largo y ancho debe tener mucho más. Las filas para poder entrar a verlo ocupaban esa extensión, todo el frente y todo el costado derecho. De ese lado, en el habitual portón lateral estaba el ingreso para los exclusivos 300 invitados a la misa de las 19, la última de una serie de tres que comenzó a media mañana. A esa hora llegó este cronista, corriendo para lograr entrar. Y se juntó con otro rezagado, fotógrafo de La Tercera. El hombre, cámara en mano, enfiló abriendo camino entre las damas que allí peleaban por su sitial. “Prensa, por favor, permiso, señora, por favor”, decía. Pero el camino entre la muchedumbre se cerraba, de prepo nomás. “¡A los periodistas no los dejen pasar!”, gritó una de adelante. “¡No, no, no!”, dijo, terca, otra. “Ustedes son los que han hablado mal del general. ¡Ustedes no cuentan la verdad! ¡Digan cuántos somos!”, bramó la más brava. Y un capitán nos salvó los huesos y abrió, como una rendija, el portón. Detrás quedó el griterío de las que peleaban entrar: “¡comunistas! ¡Tienen caras de comunistas!”, acusaron.
El hall de la Escuela Militar a esa hora había sido cerrado al vulgo pinochetista que seguía llegando de las oficinas. Lo ocupaban las familias más notables de lo que fue el gobierno militar, los parientes de los militares de rangos medios y altos. El féretro, acomodado en el centro del salón de altos techos y paredes de mármol. El altar de los curas amigos de la familia Pinochet, de sotanas violeta, detrás. Delante los ocho custodios de uniforme. Alrededor del cajón la muchedumbre silenciosa escuchando el sermón trepaba hasta las dos grandes escaleras laterales para oír el responso. La prensa en un balcón perimetral superior miraba todo desde lo alto. “Rogamos para que su ejemplo y testimonio mueva a muchos hijos de la patria a entregarse a la hermosa tarea de ser custodios de la libertad”, dijo el padre Raúl Hazbun, confidente de la familia. “Para que se purifiquen los corazones y perdonen a quienes se dicen enemigos nuestros”, pidió.
Dos sacerdotes se mezclaron como pudieron con los fieles apretujados para dar la comunión. Pero apenas unos pocos alcanzaron a recibir el cuerpo de Cristo. El sofocón era general. Pronto la misa terminó cuando todos se dieron la paz. Entonces, como una declaración, los presentes aplaudieron. Fue uno de esos aplausos cerrados, de palmas fuertes, largo. Y entonces el grito de antes, tan vivado en tiempos del plebiscito que Pinochet perdió en el ’87: “¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le! ¡Viva Chile-Pinochet!”. Y enseguida, con ese compromiso que chilenos de todo color político tienen a la hora de cantar la “canción nacional”, como se le dice al himno, se lanzaron, todos y cada uno: “majestuosa es la blanca montaña”, largaron. Hasta el estribillo: “y oh la tumba será de los libres, o el asilo contra la opresión”. El sonido de los pinochetistas tronó. Algunos de ellos lloraban. Estaban unidos ante el máximo jefe de un proyecto político continental. Y ellos, los de ayer, daban testimonio de su inquebrantable volunta de ser, de seguir siendo, el poder.
Al féretro lo rodeaban, uno en cada extremo, cuatro cadetes de la Escuela Militar con tradicionales uniformes de campaña. En la cabeza llevan un gorro extraño, un penacho que parece una lámpara de mesa de luz. Curioso, el cronista le preguntó al hombre de elegante traje oscuro.
–¿Qué significan esos gorros?
–Son penachos. Los usan en las ceremonias. Los de la banda los tienen rojos.
De una de las escalinatas, una señora de traje sastre gritó:
–¡Gracias, general, por lo que hiciste por nuestra hermosa patria!
Y el aplauso volvió.
–Usted es pinochetista de alma –le dijo el cronista al didáctico fiel. –Yo fui su escolta. Años lo acompañé. No era una mala persona. Era un buen hombre.
–Pero es la misma persona que mandó a matar a miles de miles.
–Fueron los mandos medios, los que manejaron la parte operativa. Yo a él lo admiré. En mi casa tengo la bandera a media asta.
–¿Cree que Chile está dividida entre pinochetistas y antipinochetistas?
–Sí, es así. Yo soy de una familia humilde. En la misma familia hay comunistas. Nos vemos para los cumpleaños. No hablamos de ciertas cosas. Porque pensamos demasiado diferente. Ahora ellos deben estar festejando.
Adentro la gente siguió debatiéndose entre el calor y la paciencia para llegar al general. Un chico sacó su teléfono y disparó. Varios se llevaron esa imagen mortuoria en la memoria del celular. En la guardia médica una mujer recibía atención. En la puerta seguía el festival de los colados frustrados. Los más, los seis mil que a las ocho de la noche esperaban entrar a ver a Pinochet, trataban de no salirse de una fila que daba en cada costado de la Escuela Militar unas seis vueltas sobre sí misma. “Acá ya los vivos se inventaron filas, y después de tres horas sigo acá –decía una mujer de pelo blanco, sostenida por sus dos nueras–. Pero no importa, dicen que nos tienen abierto hasta las doce, o toda la noche, para que todos podamos pasar.” Y a medida que se recorre la fila los cantos cambian: “¡El que no salta es Bachelet!”, es uno de los más delicados. “¡Sube sube sube, baja, baja, baja, a la gordita me la paso por la raja!”, entona un grupo de jóvenes pinochetistas, medio entonados y envueltos en banderas chilenas. “¡A ver, a ver –copian del cantito argentino–. Quién dirige la batuta, si el pueblo unido, o la hija de puta!” Y el insulto para el juez español que logró mantener en Londres al General: “¡Juez Garzón! ¡Marxista y maricón!”. Y otra vez: “¡El que no salta es comunista!”. “Agüita fría, a la rica agüita fría”, se escucha entre los grupos de fervorosos. Es Cecilia Durán, una vendedora ambulante que salió a aprovechar la multitud, como hace por todo Santiago, cada día. Pero esta multitud la tiene medio triste, medio impresionada. Los mira, como no pudiéndolo creer. “Los miro porque no sé, me da mucha pena que seamos todos chilenos. Que estos ricos, porque son todos ricos, sean culpables como el propio Pinochet de lo que nos pasó y tener que escucharlos otra vez.” Para colmo Cecilia ha vendido poco hoy. Son agarrados, dicen. “Terribles de cagaos pa’ comprar. Como yo ando con la bicicleta, pos obvio que cobro un poco más. A 500 la botellita de agua. Ellos como cuidan su plata se van al supermercado a comprar. Ni los cabros del Colo se fijan cuando les vendo en la cancha. Tanta plata, tan mal repartida, digo yo.” Hija de un exonerado político que pasó por el Estadio Nacional, Cecilia tiene ocho hijos. Vive en La Legua. Allá, dice los festejos del domingo duraron toda la noche. La gente armó fogatas, hizo comida para los vecinos, sacó trago. Festejó.
Ayer en la plaza Baquedano las organizaciones de derechos humanos rindieron un homenaje a las víctimas de la dictadura de Pinochet. El domingo habían intentado llegar al monumento a Allende, pegado a la Casa de La Moneda, en la Alameda central. Los carros hidrantes, la infantería de los carabineros se los impidió. Ayer volvieron a la carga de los manifestantes apenas intentaron avanzar hacia el mismo lugar. A las nueve de la noche los guanacos, como les dicen a los camiones lanzaagua, esperaban estacionados frente al metro Universidad de Chile. Un periodista de Indymedia, con máscara antigás, explicaba que se habían llevado a varios dirigentes de organismos.
“Es espantoso este doble estatus del gobierno actual. A los pinochetistas los cuidan, los asisten, nadie los toca. A nosotros nos reprimen así.” La calle estaba mojada. Y un foco de resistencia quedaba parado frente a una línea de pacos con cascos y escudos. Tarde, desde el hotel donde esta crónica se escribía, se escuchaban bocinazos y gritos en la Alameda.
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