Ganar en la Bombonera y ganar como lo hizo Lanús, no ocurre casi ningún domingo. Al menos, en estos tiempos de un Boca hegemónico, que desde 1998 –cuando Carlos Bianchi lo condujo hacia el primer título de su larga serie– levantó más copas que en Navidad y Año Nuevo juntos. El mérito de ese puñado de pibes –los Leto, Archubi, Acosta, Pelletieri, Aguirre–, apuntalados por la sabia madurez de Bossio, Graieb y Graf, radicó en jugar como saben: armar circuitos de toque, hacer tres pases cortos pero también uno largo para desacomodar al rival, gambetear hacia delante y, por sobre todo, querer siempre la pelota. Desde el arranque, lejos del área propia, fueron a sacársela a Gago.

Boca, en cambio, resultó el revés de la moneda. Y Lanús agravó su confusión con juego. A esos juveniles que demostraron tener agallas en una cancha donde muchos las pierden, no los sorprendió la victoria propia. Habría que decir, además, que los involuntarios protagonistas del domingo son el producto de una coherencia sostenida, la de sembrar en el semillero. Entre titulares y suplentes, Lanús llevó doce jugadores de sus divisiones inferiores a la Bombonera. Boca, sobre diecisiete, tenía apenas siete.

Así como el equipo de ese tipo sencillo llamado Ramón Cabrero dio una lección de fútbol, a nivel de juveniles Lanús viene peleándole títulos a los grandes desde hace tiempo. Les gana abajo y en ocasiones, también arriba, donde las diferencias se agrandan por el poder adquisitivo de Boca, River o Independiente, que se quedó a principios de año con Gioda.

Pero Lanús, además, es un proyecto social y deportivo que emergió de las cenizas, en las postrimerías de la dictadura y cuando jugaba en Primera C. Un ejemplo que, con sus limitaciones, cambió las maderas por el cemento de su estadio, mantuvo diferentes deportes que en clubes más grandes se desechan porque dan pérdidas, redescubrió el atletismo en un centro aeróbico modelo y que construye hasta una cancha de césped sintético para hockey.

Lanús es todo eso, y también un equipo de fútbol.