Jueves, 24 de mayo de 2007 | Hoy
EL MUNDO › TODOS PIERDEN CUANDO EL EJERCITO VUELVE A TRENZARSE CON LOS MILICIANOS PALESTINOS
Las decenas de heridos que dejaron tres días de bombardeos del ejército libanés contra islamistas de Fatah al Islam están internados en el Hospital Safad. El cronista cuenta cómo intentan sobrevivir los habitantes del campo palestino entre la destrucción y el olvido de las autoridades libanesas.
Por Robert Fisk *
desde el campo de refugiado Nahr el Barad, norte del Líbano
Es un lugar de furia palestina –y casi tanta sangre palestina–. Los niños gimiendo de dolor, desconfiando de los extraños y poco paternales médicos, la mujer de mediana edad mirándonos con un ojo, una serie de tubos insertados en su estómago, una serie de caras sombrías, hombres jóvenes enojados, sus cuerpos y piernas destrozados. Estaba Youssef al Radi de ocho años, herido ayer a la mañana con esquirlas en el brazo y la espalda y traído al hospital palestino Safad en Badawi, sus pies sangrando, su pequeño cuerpo en una enorme camilla mientras la enfermera trataba de cubrirlo con una manta. No le han dicho que su madre murió a su lado. Ni que su padre está todavía en el campo Nahr el Barad. Y no mencionemos a Aiman Hussein, de seis años, que fue alcanzado por hasta cien pedazos de metal de una granada del ejército libanés –en el cuello y la espina dorsal, la tibia, el pie, la espalda, en todos lados–. Los médicos debieron llevarlo urgentemente a Trípoli porque no podían operar. Visiten el hospital Safad, si se animan.
O bajen de su automóvil en la línea del frente del ejército libanés en Nahr el Barad y caminen entre los soldados sudados, cansados a quienes se les ha dicho que están defendiendo la soberanía del Líbano al combatir con los hombres armados de Fatah al Islam –que todavía están ocultos en las aplastadas y humeantes ruinas en el borde del campo palestino–. Algunos de los edificios parecen encaje irlandés y el minareto verde de una mezquita tiene un agujero de proyectil de artillería justo debajo de la plataforma desde donde se escuchaba el llamado de los muecín cinco veces al día, como si un gigante le hubiera dado una trompada. Hasta hay un campo de carpas gastadas que debe haber sido como se veía este campo cuando los abuelos de esos niños heridos llegaron por primera vez aquí desde Palestina, en 1948.
Los transportes blindados de soldados estaban enterrados en la rica tierra, y los soldados estaban refugiándose detrás de un grupo de casas derruidas y garajes. Encontramos a dos coroneles que amablemente nos ofrecieron café y a un teniente que había vivido en Montreal que llamó a un amigo mutuo nuestro, un coronel del ejército libanés, que se rió a carcajadas en el celular: “Robert, ¿que estás haciendo en Nahr el Barad?”. Como si no lo supiera.
Miré el campo. ¿Valía la pena todo este dolor, las calles vacías, los edificios de departamentos destruidos con humo gris saliendo todavía de sus ventanas? Los soldados libaneses afirmaban que tratan de no herir a civiles –bueno, puedo recordar otro ejército que dice lo mismo, ¿no es así?–, pero ¿se debía matar o herir a tantos palestinos por los crímenes de unos pocos, algunos –no sabemos cuántos– ni siquiera de Palestina, sino de Siria o Yemen o Arabia Saudita? Justo detrás de mí estaba el puesto de control donde los hombres armados de Chaker el Absi (nacido en Jericó en 1955, más tarde un piloto Mig en Libia, según su hermano en Jordania) masacraron a cuatro soldados este fin de semana, cortándoles las cabezas y dejándolas sobre el camino. La mayoría de las tropas a mi alrededor eran del norte del Líbano –como lo eran los soldados asesinados–. ¿Había existido un sentimiento de venganza más que disciplina militar cuando primero abrieron fuego? Por cierto había gritos de venganza en el hospital Safad –nombrado, en honor a la misma ciudad palestina preIsrael de donde originalmente provenían muchas familias de refugiados de Nahr el Barad– y Fatah, el viejo Fatah de la OLP de Arafat, ahora tenía hombres armados en las calles para proteger el personal médico y los nuevos refugiados heridos del próximo estallido de furia. Todo el día, las ambulancias iban y venían con heridos del campo, las sirenas sonando, dejando a los heridos y los enfermos y a los hombres y mujeres ancianos que no podían soportar más. Les daban pequeñas porciones de pan como animales recién llegados al mercado, no pude dejar de pensar, y volvían a salir.
Habían escuchado todas las declaraciones políticas. Nicolas Sarkozy, el nuevo presidente francés, había hablado por teléfono con el primer ministro libanés, insistiendo en que no debía aflojar a la “intimidación” –quizás él pensaba que los palestinos eran la misma clase de “basura” como la que él llamaba a los árabes que hicieron disturbios en los suburbios de París el año pasado– y el presidente Bush le dio su apoyo al gobierno libanés y al ejército. Y Walid Jumblatt dijo del presidente sirio que “el ejército libanés debiera aplastar a Fatah al Islam de una vez por todas para evitar que Assad convierta al Líbano en un segundo Irak”. Eso es lo que se dice ahora, que otra nación árabe soberana puede convertirse en un nuevo Irak. Los algerinos decían lo mismo hace dos días, que los terroristas suicidas islamistas estaban tratando de convertir a Algeria en “un nuevo Irak”. ¿Qué hemos desatado ahora?, me pregunté todo el día ayer. Bueno, se le puede preguntar a Suheila Mustafa que estuvo ayer al lado de la cama de su hermana Samia de 45 años, tan terriblemente herida en la cara por el fuego de proyectiles del ejército que no podía hablar ni enfocarnos con su ojo izquierdo hinchado. “Nos acabábamos de despertar cuando escuchamos las primeras ráfagas de fuego”, dijo. “Mi hermana estaba a mi lado y se cayó con su cabeza sangrando. Estuvo perdiendo sangre desde las 5.50 de la mañana hasta las 3 de la tarde. Por fin mi hermano nos trajo en su automóvil. Pero déjeme decirle esto. El pueblo palestino ha escuchado a Walid Jumblatt y le agradecemos y que siga disparándonos. Y me gustaría agradecer al primer ministro Siniora, y decir muchas gracias –realmente gracias– a George Bush y a Condoleezza Rice. Quiero agradecerles por esos proyectiles y estas heridas que estamos sufriendo. Y si Rice realmente quiere enviar más material al ejército libanés, mejor que se apure. Hay una mujer todavía en el campo que está embarazada y el niño en su vientre nacerá y crecerá y será un hombre y entonces veremos!”
Por supuesto, uno quiere que Suheila recuerde –quizás no su hermana terriblemente herida– que los palestinos son huéspedes en el Líbano, que al permitir que Fatah al Islam se instale en el borde de su campo, al norte del Líbano, están invitando a su propia muerte. Pero el estado de víctima –y que no quede duda de la integridad o la dignidad de ese estado de víctima– se ha convertido en un pozo para los palestinos, en el que han caído. La catástrofe de su desalojo y huida de Palestina en 1948, su casi destrucción en la guerra civil libanesa, su cruel sufrimiento a manos de los invasores israelíes –la masacre de Sabra y Chatila en 1982 donde 1700 fueron masacrados– y ahora esto, han instalado a este pueblo en una permanente prisión de sufrimiento.
Encontré a una anciana en el hospital Safad, sollozando y gimiendo. Tenía 75 años, dijo, y su hija acababa de traer a su propio niño de 2 meses y ésa era la quinta vez que había sido “desplazada”. Usó esa palabra “desplazada”. Había perdido su hogar en Palestina en 1948 y otras cuatro veces su casa en el Líbano había sido destruida. ¿En qué fecha dejó Palestina?, le pregunté. “Puedo leer y escribir”, dijo. “Pero ya no tengo memoria para ser exacta.” Con razón que en todos los campos palestinos del Líbano ayer estaban protestando por la “masacre” en Nahr el Barad con armas de fuego y quema de neumáticos.
Seguimos por las salas del hospital. Estaba Ghassan Ahmed el Saadi, que había llegado al centro médico del campo para distribuir pan con sus amigos Abdul Latif al Abdula y Raad Ali Shams. “Un proyectil cayó y mis dos amigos cayeron muertos a mis pies.” El Saadi es una masa de tubos y heridas y un pie sangrante. Estaba Ahmed Sharshara, de sólo seis años, con un inmenso yeso sobre su pecho. Un trozo de proyectil había entrado en su espalda y le había roto la espina dorsal y en parte emergía por su pecho. La radiografía mostraba un pedazo de metal como una hoja en su estómago. Le estaban drenando los pulmones. Todavía no podía hablar.
Y estaba Nibal Bushra, que fue a su balcón el domingo a la mañana para averiguar por qué estaban disparando al campo cuando una bala lo hirió. Luego la bala de un francotirador le llegó a él. Durante dos días estuvo sangrando en el campo hasta que fue traído hoy. “Desearía que nos llevaran a un país europeo porque aquí no estamos seguros, y las naciones árabes son bestias, monstruos con nosotros. No quiero ni hablar con periodistas árabes. No están preparados para decir la verdad.” Y qué sucedió con su deseo de regresar al viejo Safad de Palestina, le pregunté. “Nunca regresaremos a casa”, dijo. “Pero confío en los europeos porque parecen gente buena y amable.” Y luego –un pequeño anexo para esta historia– había un pequeño cuarto donde encontré a Ahmed Maisour Sayed de 24 años pero no una víctima del ejército libanés. Había sido traído aquí el 3 de mayo, después que dos hombres armados de Fatah al Islam le dispararon en su negocio porque era un partidario de la OLP, y quedó con medio cuerpo paralizado y privado del habla. Cuando volvía a casa en Beirut, puse un cartucho de ametralladora en un estuche más viejo que había recogido en la década del ’80, cuando el mismo ejército asediaba a los palestinos en Sidón. La tragedia continúa. Y su naturaleza idéntica la convierte en una rutina normal, típica, fácil de aceptar.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.