Viernes, 28 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Sandra Russo *
Son las ocho menos cinco de la noche. Escribo en Palermo y cuando abrí el Word por la ventana se escuchaban los cacerolazos que acaban de terminar. Empezaron cuando terminó de hablar Cristina, y duraron diez minutos. Fueron, yo diría, como una reacción intestinal.
Ahora, desde el otro cuarto, se escucha en la televisión hablar a un dirigente de Gualeguaychú. Dice que el discurso de Cristina estuvo “lleno de odio”. Dice que el crecimiento lo hicieron ellos, que el paro no se levanta, que primero quieren las medidas. Dice que a Parque Norte fue gente paga, que los llevaron, y en un tono increíblemente patotero desafía que le manden a la patota.
Es doloroso este país. Es como si aquella cruza de inmigrantes y gauchos hubiese dado a luz algo malformado, algo defectuoso. Hay demasiado odio todavía. Hay enormes, patéticos clichés que se repiten y pasan de boca en boca sin que tengan más sustento que el odio. La televisión, en estos días, cubrió el conflicto montada en esos clichés. Los medios retroalimentaron los malos entendidos. El campo versus el Gobierno es una ecuación planteada por una parte que los medios tomaron como válida sin revisar. El campo en general no es nada. Es tierra vacía de intereses. Y la tormenta que arrecia es una furiosa tormenta de intereses.
Tenemos una Presidenta que fue elegida constitucionalmente hace poco tiempo. Una mujer. Para muchas mujeres que estuvieron caceroleando diez minutos, esa mujer es una nueva “perona”, está próxima a ser “esa mujer”. Hay un desprecio hacia la figura presidencial que tiene esencia femenina, y es doblemente doloroso percibirlo cada día con mayor claridad. En una columna publicada en este diario esta semana, Marta Dillon se refería con claridad a este tema: a una cuota de desprecio que cae sobre Cristina por el hecho de ser una mujer.
Lo que me eriza el pensamiento es que, insinuado, velado todavía pero ya palpable, ese desprecio vuelve a anidar, como hace medio siglo, en las mujeres de los sectores cuyos intereses bloquea o frena este gobierno. Como un estigma patriarcal, esas mujeres se dedican a odiar la potencia femenina encarnada en la Presidenta, mientras sus maridos se dedican a preservar cosas. Cosas chiquitas o grandes. Porque lo que sucede es básicamente eso. Este conflicto se desencadena porque hay sectores que quieren preservar este “modelo de país”, una frase hecha que desarmada podría querer decir este escenario, en el que la buena gente del campo es arrastrada, por las variables económicas y las coordenadas ideológicas, a unir sus fuerzas a quienes históricamente los han abusado.
Esta semana, después de publicar el artículo “La plaza de las trillizas”, recibí varios correos críticos (conmigo) que contesté, porque las críticas y sus argumentos me parecían legítimos. Ana Clara Bórmida, Gabriel Tron, María Eugenia Longo, Marisa Stornini fueron algunos de los lectores que me arrimaron sus ideas con respecto a los pequeños productores, a los campesinos, a la gente del campo que está protestando y que no tiene relación alguna con la oligarquía o los terratenientes. Entablados los diálogos, hay lógicas que caen por sí solas: hay tiempos que están a favor de los pequeños. Los pequeños del campo y la ciudad tienen mucho más en común entre ellos que con los poderosos de uno u otro lado.
Hay que tranquilizarse. Tejer vínculos nuevos. Escucharse. Sacudirnos hilachas de viejas alianzas que nos han dado este país odioso y odiador. El tiempo está a favor de los pequeños, siempre y cuando se pongan de acuerdo.
* Mis respetos y mi recuerdo para Silvia Bleichmar, autora de Dolor País.
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