Martes, 24 de junio de 2008 | Hoy
EL PAíS › LA POLíTICA DEL GOBIERNO Y LAS CORPORACIONES DEL AGRONEGOCIO
Los derechos de exportación móviles sobre los commodities de los principales cultivos del agro gatillaron una intensa polémica sobre quiénes se apropian de la renta extraordinaria de un sector privilegiado.
Por Miguel Teubal *
En el trasfondo del conflicto agrario prevalece en forma muy contundente –por lo menos en el discurso– la cuestión de la distribución de los ingresos y, en particular, aquella que opera en relación con el sector agrario. ¿Quiénes y, a través de qué mecanismos, deberían apropiase de la renta fundiaria? ¿En qué medida es correcto o justo que esos sectores se apropien de esas rentas? ¿Para qué finalidades son utilizadas? ¿En qué medida constituyen mecanismos que contribuyen a una más justa distribución de los ingresos? ¿En qué medida contribuyen a paliar el hambre y la miseria en el país? Cabe destacar que se presume que esas rentas no son necesariamente producto de inversiones productivas o de aumentos en la productividad del trabajo, sino del alza de los precios internacionales de la soja y de otros commodities, de la devaluación del tipo de cambio y/o de otros mecanismos inherentes a la política económica. Todos estos factores hacen que muchas veces estas rentas sean consideradas “ganancias extraordinarias”.
Esas preguntas no tienen fácil respuesta, con lo cual se requiere un amplio debate sobre la materia. Un punto de partida podría ser puntualizar quiénes son los protagonistas involucrados en estos procesos. Lo usual ha sido contraponer en forma simplista al “Gobierno” con el “sector agropecuario”. Planteada la cuestión en estos términos, el problema de las retenciones aparece como que el Gobierno se apropia de una parte de esas rentas extraordinarias para destinarlas a finalidades sociales. Mientras que “el campo” se resiste por considerar esta apropiación “confiscatoria”. Sin embargo, el problema tiene una complejidad mucho mayor.
El “sector agrario” es heterogéneo: existen grandes, medianos y pequeños productores, campesinos y comunidades indígenas. Existen diversos regímenes agrarios en el marco de los cuales operan estos sectores: desde grandes sojeros y “pools de siembra” hasta explotaciones familiares y comunidades indígenas. Están también aquellos agronegocios vinculados con la provisión de insumos y semillas (Monsanto), la comercialización, las exportaciones (Cargill), la gran industria alimentaria, los supermercados. Generalmente se postula que al “sector” le ha ido bien en los últimos años gracias a la devaluación, al aumento del precio de la soja y al marco institucional que se viene impulsando desde hace varias décadas y que ha favorecido sobremanera a la expansión sojera. Pero ¿a quiénes en el sector, o en el sistema agroalimentario, les ha ido efectivamente bien? No a todos, por cierto. Entre los dos últimos censos agropecuarios –1988 y 2002– desaparecieron 87.688 explotaciones agropecuarias, 6263 por año, de las cuales la gran mayoría tenía menos de 200 hectáreas. Y, en la actualidad, en plena bonanza del sector, existen muchos en el agro a quieres no les va necesariamente bien, generalmente medianos y pequeños tamberos, ganaderos de zonas marginales, cañeros tucumanos, algodoneros del Chaco, comunidades indígenas desplazados por la deforestación sojera. Basar una política en datos globales sobre la rentabilidad del sector sin tomar en cuenta a estos múltiples y heterogéneos sectores que lo constituyen es un error. La actual política de subsidios a algunos de estos sectores no tiene visos de haber sido exitosa. Como consecuencia, no es de extrañar que muchos de estos productores estuvieran en los cortes; así como también los vecinos de los pueblos del interior. Y persiste entre los pequeños productores la noción de que ellos también pueden desaparecer en cualquier momento. Creo que deberían tomarse en cuenta a todos estos sectores cuando se abra la discusión en torno de las “políticas agrarias” que necesita el país.
Otro tanto podemos decir respecto del “Gobierno”. Durante la década del ’90 y en lo que va del 2000 los sucesivos gobiernos apoyaron al modelo sojero en detrimento de medianos y pequeños productores, campesinos y comunidades indígenas. Impulsaron una “agricultura sin agricultores” y la producción de “commodities” orientados a la economía mundial en detrimento de la producción de alimentos básicos orientados a satisfacer la demanda de los sectores populares. Tras la devaluación del 2002 y la implantación del sistema de retenciones, el gobierno se transformó en socio del modelo, ya que una parte importante de sus ingresos fueron provistos en base a estos recursos.
Cabe destacar que las retenciones no son los únicos instrumentos que pueden ser utilizados para apropiarse de estas rentas, o para distribuirlas en forma más equitativa. Incluso desde un punto de vista impositivo, es un impuesto indirecto al igual que el IVA: si bien las pagan los exportadores, éstos luego las transfieren a los productores agropecuarios. Entre éstos, lo pagan proporcionalmente mucho más los medianos y pequeños productores que los grandes. Asimismo, los exportadores, según una investigación de Mario Cafiero, no pagaron lo que deberían haber pagado en concepto de retenciones, transfiriéndoles a los productores parte de la carga del impuesto. Decíamos arriba que el Gobierno con el modelo sojero ha sido socio de los agronegocios, exportadores y pools de siembra. Esto se vio claramente con lo que sucedió con las retenciones móviles: la necesidad que tenían los exportadores de que aumentasen las retenciones para “reducir” el precio de la materia prima para hacer frente a exportaciones ya predeterminadas de antemano.
El Gobierno manifiesta que estamos en los albores de un “cambio de modelo”. Pero para que ello ocurra debería transparentarse cómo serían apropiadas estas “rentas extraordinarias”, qué sectores –Estado nacional, provincias, intendencias– serían sus beneficiarios y para qué finalidades serían utilizadas.
Asimismo, cabría preguntarnos si esta política de retenciones también sería aplicada con una perspectiva “redistribucionista” a otros recursos naturales, a la minería, al petrolífero, sectores que también generan enormes rentas pero a los que no se les cobra equiproporcionalmente los impuestos correspondientes. Y que por otra parte son actividades que contribuyen sobremanera a lo que los economistas denominan eufemísticamente como “deseconomías externas”: contaminación ambiental, saqueo de recursos. O incluso, en términos más generales, en qué medida se estaría pensando en una reforma impositiva “progresiva” en serio, que haría que paguen proporcionalmente más los de mayores ingresos a nivel nacional.
* Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet en el IIGG.
Por Carlos A. Vicente *
Varias de las actitudes de los principales actores públicos en la “crisis del campo” durante los últimos meses (la “gente del campo”, los “pequeños productores”, los medios de comunicación, la gente de clase media, algunos sectores de la izquierda, el Gobierno) producen un fuerte desconcierto por las reacciones y contradicciones que día a día sembraron una de las peores crisis de los últimos años en la sociedad argentina.
Esta situación invita a pensar en las razones de tremendo desbarajuste y a prestar permanentemente atención a los innumerables análisis publicados. Más allá de la certeza y agudeza de algunos textos, durante las últimas semanas muchos pensamos que faltaba una pieza en este rompecabezas y reiteradamente nos vino a la cabeza la idea de una sociedad viviendo el Síndrome de Estocolmo. La intención de esta nota es aportar algunos elementos para continuar esta reflexión.
¿Qué es el Síndrome de Estocolmo?
El Grupo ETC lo definió perfectamente en un documento del año 2002, en donde decía: “Poco después de la histórica conferencia de Estocolmo, un robo de banco con una situación de rehenes en esta ciudad acaparó los encabezados de la prensa. El furor de los medios no se debió a que hubiera rehenes sino a que, cuando fueron liberados, no querían abandonar a sus secuestradores. Dos de las cuatro víctimas fueron eventualmente arrebatadas a sus héroes bandidos. Desde entonces, los psiquiatras han denominado a este fenómeno Síndrome de Estocolmo. La teoría afirma que después de un determinado tiempo de depender del secuestrador, el cautivo instintivamente se vinculará con éste. En junio del 2002, Camila Montecinos describió el Síndrome de Estocolmo como un fenómeno político en las relaciones entre el opresor y el oprimido”.
Esta figura, desde el punto de vista político, sienta a la perfección la situación que estamos viviendo en Argentina. Porque claramente hay un “secuestrador”: son las grandes corporaciones del agronegocio que tienen maniatada a toda la sociedad argentina sin que ésta se anime a dar una respuesta contundente.
Un secuestrador que tiene sus cómplices en los grandes terratenientes y los pools de siembra que han obtenido ganancias espectaculares a costa de todos los trabajadores argentinos destruyendo nuestros suelos, contaminando el país, desplazando a poblaciones rurales y dejando de producir alimentos. Y que también tiene sus socios en los grandes medios de comunicación, que han deformado la realidad hasta el hartazgo para defender estos poderosos intereses.
De cualquier manera, estos socios no dejan de ser esclavos de los señores todopoderosos del agronegocio, que manejan hoy el mundo a su antojo y que mañana pueden estar partiendo con sus semillas transgénicas hacia otros puertos, dejando un país devastado y sin rendir cuenta alguna de los daños producidos.
Mucho más evidente de la presencia del Síndrome es la participación de la Federación Agraria Argentina en las protestas del “campo”. Los pequeños y medianos agricultores (no tan pequeños muchos de ellos) han salido abiertamente a aliarse a quienes siempre han sido sus opresores y que han llevado en las últimas décadas al cierre de miles de establecimientos agropecuarios y a un nivel inédito de concentración de la tierra (trágico si se consideran las superficies manejadas por los pools de siembra). Quienes hasta hace unos meses cuestionaban esta problemática, hoy se han convertido en la “mano de obra” para los piquetes rurales. Y del discurso crítico a la concentración de la tierra, la lucha por una agricultura con agricultores y la búsquedas de alianzas con sectores campesinos, pasaron sin escalas a defender los intereses de aquellos a quienes sin duda quieren emular.
Por otro lado, buena parte de la sociedad argentina supo ponerse la “escarapela” del campo e identificando confusamente la “argentinidad” con la soja no ha dudado en salir a defender estos intereses corporativos con carteles que inundan tristemente la ciudad de Marcos Paz, o colmando el Monumento a la Bandera en Rosario.
Prisioneros del agronegocio no dudan en defenderlo aunque durante las últimas décadas hayan tenido que ver día a día cómo los alimentos se encarecen y se hacen más inaccesibles para la mayoría de la población.
Finalmente el Gobierno, que fue políticamente activo durante las últimas décadas en la apertura a este modelo de producción de monocultivos transgénicos para la exportación y que hasta hace unos meses tenía como uno de sus principales aliados a Gustavo Grobocopatel –al punto de delegarlo para llevar la soja a la bolivariana República de Venezuela– es también un prisionero enamorado de su opresor. Basta como muestra el hecho de que acaba de aprobar un nuevo maíz transgénico que incorpora ya tres eventos (resistencia a glifosato, resistencia a glufosinato y toxina Bt). O sea, más monocultivo, más agroquímicos, mayor dependencia de las corporaciones. Todo lo que públicamente critica y expresa se debe cambiar. El Síndrome de Estocolmo tiene una salida. Comprender quiénes son los opresores y enfrentarlos. Este es el gran desafío pendiente para todos.
* Responsable de información para América Latina Grain-Acción por la Biodiversidad.
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