Viernes, 8 de agosto de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Ernesto Tenembaum
“Nada nos hace creer más que el miedo,
la certeza de estar amenazados.”
(De El Juego del Angel, de Carlos Ruiz Zafón)
Durante los cuatro meses que duró la crisis entre el Gobierno y el “campo”, la propaganda oficial difundió que, más allá de la discusión sobre una medida impositiva puntual, en el fondo estaba en juego la democracia: se trataba de la defensa de un gobierno popular amenazado por fuerzas golpistas, comandos civiles, grupos de tareas, etcétera. El tiempo permitirá percibir si esas afirmaciones eran disparatadas o correctas. A estas alturas, alguna gente cree que constituían una mera construcción publicitaria, otras personas opinan que era una mezcla de eso con una convicción sincera –paranoica pero sincera–, y otro sector que, efectivamente, existía un movimiento “destituyente”. En defensa del Gobierno, hay que decir que –de haber sido simplemente una mentira– no fue una mentira original: en el casi cuarto de siglo de vida democrática ininterrumpida que lleva la Argentina, al menos media docena de veces la defensa de la democracia fue invocada para lograr consenso en favor de medidas menos trascendentes o más innobles.
Los lectores jóvenes quizá no recuerden un episodio que ocurrió en octubre de 1985. El presidente se llamaba Raúl Alfonsín. La democracia recién nacía, asediada por el poder militar, cuyas cúpulas estaban siendo juzgadas, en un contexto de fragilidad institucional y económica. En aquel mes, el gobierno enfrentaba su primera elección. Las encuestas lo favorecían. El peronismo iba dividido. Pese a eso, unos días antes de los comicios, el gobierno denunció la existencia de una conspiración golpista, encabezada por doce personajes, a los que les podría haber cabido tranquilamente la sospecha. Se decretó el estado de sitio. A algunos de ellos se los detuvo. Y la situación generó una polarización que aumentó la diferencia electoral a favor del alfonsinismo. Se trataba de estar con la democracia, o no. Días después de las elecciones, se supo que el gobierno no tenía ninguna prueba sobre la supuesta conspiración. Tuvieron que liberar a los pocos detenidos y, más tarde, indemnizarlos. Pero no importaba: ya habían ganado las elecciones. El que estaba con la democracia debía votar al gobierno, fue el mensaje.
La gente les creyó.
Pero era una mentira.
Un episodio casi calcado se había producido unos meses antes, en la última semana de abril. El 22 comenzaba el juicio a las juntas militares. Era perfectamente creíble que, en ese marco, los militares estuvieran conspirando para derrocar al gobierno democrático. El día 21, el entonces presidente Raúl Alfonsín convocó a la Plaza de Mayo para defender la democracia. La cita sería el jueves 26. Naturalmente, la concurrencia fue masiva. La gente esperaba que Alfonsín denunciara a los instigadores del golpe en marcha. “Ay, ay, ay, que se muera Alsogaray (y Julita)”, era el cantito de moda. La sospecha recaía en el líder de la UCeDé y en el ya octogenario Arturo Frondizi. Sin embargo, Alfonsín sorprendió a la multitud con un discurso en el que, en lugar de defender la democracia, anunciaba la puesta en marcha de un plan de “economía de guerra” que luego se conocería con el nombre de “Austral”, por una moneda que fue barrida por los acontecimientos posteriores.
La democracia está en riesgo, se decía, para ganar elecciones.
La democracia está en riesgo, se decía, para defender un plan económico.
Ese tipo de argumentación alcanzó ribetes delirantes en enero de 1989. En este caso, el autor de la manipulación no fue el gobierno radical, sino un pequeño grupo liderado por ex guerrilleros del ERP –Enrique Gorriarán Merlo, el más notable– que se llamaba Movimiento Todos por la Patria. En la segunda semana de enero de ese año, los líderes del MTP realizaron una conferencia de prensa para denunciar la existencia de un golpe de Estado en marcha, cuyos cabecillas serían el entonces jefe de la Unión Obrera Metalúrgica, Lorenzo Miguel, y el coronel carapintada Mohamed Alí Seineldín. El 23 de enero, los militantes de esa organización intentaron tomar por las armas el cuartel de La Tablada, argumentando que lo hacían para defender la democracia. La investigación posterior reveló los componentes del delirio: habían inventado la conspiración –-en un contexto que la hacía creíble– para justificar la toma del cuartel donde presuntamente se llevaba a cabo la asonada golpista, y lograr, de esa manera, apoyo popular para marchar hacia la Casa Rosada y tomar el poder.
Así de arltiano como suena: como la democracia está en riesgo, se decía, la gente debe apoyar la toma de un cuartel.
El triste final de Fernando de la Rúa fue explicado por su gente como un “golpe de Estado” conducido por Eduardo Duhalde y Raúl Alfonsín. El triste final de Adolfo Rodríguez Saá fue explicado por sus seguidores como un “golpe de Estado” encabezado por Eduardo Duhalde. Y el triste final de Aníbal Ibarra fue explicado por sus seguidores como un golpe de Estado “institucional” encabezado por Mauricio Macri. En los tres casos, se decía, no estaba en juego la continuidad de un gobierno sino la del sistema democrático. Las tres versiones coincidían en el mismo mecanismo: ni De la Rúa, ni Rodríguez Saá, ni Ibarra cayeron arrastrados por situaciones que, en gran medida, sus propios gobiernos generaron, ni fueron reemplazados por los mecanismos que la Constitución prevé para estos casos. Al contrario, se explicó, fuerzas oscuras conspiraron para derrocar no solo a sus gobiernos sino al propio sistema democrático. En la línea de Rodríguez Saá, De la Rúa e Ibarra, hasta Roberto Porreti podría alegar que fue víctima de un golpe de Estado. Naturalmente, los historiadores debatirán hasta el cansancio cuáles fueron los componentes que terminaron con las caídas de esos tres gobiernos. Pero, por ejemplo, en los casos de Ibarra y De la Rúa está claro que esas caídas no se hubieran producido de no haber ocurrido la tragedia de Cromañón o la pésima administración de la crisis del 2001. Y tampoco es discutible que, en los tres casos, fue la dirigencia democrática –con sus miserias y virtudes– la que se hizo cargo de la situación.
No estaban en juego ni la democracia ni la libertad.
Durante la gestión K se le agregó un elemento nuevo a este tipo de manipulación: el magnicidio, la denuncia según la cual se había atentado contra la vida de importantes personalidades del gobierno. Muchas personas habrán olvidado el siguiente episodio. La primera elección posterior a la asunción de Néstor Kirchner se produjo en Misiones. Allí se pelearon dos viejos aliados: Ramón Puerta y Carlos Rovira. Los K apoyaban a este último, un clásico caudillejo del interior, desprovisto de talento y escrúpulos. En un momento, el gobierno nacional denunció que Alicia, la hermana del Presidente, había sufrido en Misiones un atentado contra su vida; supuestamente, le habían aflojado las ruedas a la camioneta donde debía trasladarse. El hecho tuvo mucha repercusión, pero fue olvidado una vez que terminaron las elecciones. No era un episodio menor: habían intentado asesinar a la hermana del Presidente. Luego de los comicios, el kirchnerista Rovira se adueñó de la provincia. No volvió a hablar del tema. ¿Era mentira? ¿Habían mentido en un tema tan serio? ¿Por qué no lo investigaron después? El año pasado, durante la huelga docente que sacudía a Río Gallegos, un hombre con serios desequilibrios se adueñó de un camión con acoplado, dio un largo derrotero por la ciudad y finalmente chocó contra la vereda de la mansión que los Kirchner habitaban en su ciudad. El gobierno trató de convencer a la población de que los huelguistas habían intentado atentar contra la vida del presidente. No lo dijo exactamente así. Pero desde el Ministerio del Interior se difundió que el supuesto agresor había participado de asambleas docentes. “No se trata de un loquito”, advirtió el ministro del área, días antes de que el Hospital de Río Gallegos difundiera el estudio médico que afirmaba, exactamente, lo contrario. Era un loquito. No había existido ningún atentado.
¿Por qué se agitan tanto estos fantasmas?
En la novela citada al comienzo de esta nota, hay un personaje diabólico que intenta crear una nueva religión. Andrea Corelli se llama. Y dice: “La mayoría de nosotros, nos demos cuenta o no, nos definimos por oposición a algo o a alguien más que a favor de algo o alguien. Es más fácil reaccionar que accionar, por así decirlo. Nada aviva la fe y el celo del dogma como un buen antagonista. Cuanto más inverosímil mejor... Una de las funciones de nuestro villano debe ser permitirnos adoptar el papel de víctimas y reclamar nuestra superioridad moral. Proyectaremos en él todo lo que somos incapaces de reconocer en nosotros mismos y demonizamos de acuerdo con nuestros intereses particulares...”.
Luego, agrega: “Nada nos hace creer más que el miedo, la certeza de estar amenazados. Cuando nos sentimos víctimas, todas nuestras acciones y creencias quedan legitimadas, por cuestionables que sean. Nuestros oponentes, o simplemente nuestros vecinos, dejan de estar a nuestro nivel y se convierten en enemigos. Dejamos de ser agresores para convertirnos en defensores. La envidia, la codicia o el resentimiento que nos mueven quedan santificados, porque nos decimos que actuamos en defensa propia. El mal, la amenaza, siempre está en el otro. El primer paso para creer apasionadamente es el miedo”.
Golpes de Estado que nunca existieron.
Conspiraciones arteras que sirven para ocultar los propios fracasos.
Intentos de asesinatos que nunca se investigan.
El ejercicio del poder suele incluir ese tipo de maniobras. No siempre es fácil identificarlas, porque –en realidad– existen las conspiraciones y, siempre, aun en las democracias avanzadas, la oposición política y las corporaciones fastidiadas intentan debilitar o condicionar a los gobiernos. Además, a veces, la democracia realmente está en juego. No siempre es una mentira.
En cualquier caso, si se trata de una maniobra, algunos episodios sugieren tomar precauciones. No abusar de ella, por ejemplo, porque pierde efectividad. No repetirla mecánicamente, porque puede ser que la gente, a veces, no esté dispuesta a creer todo lo que dice un gobierno. Y, sobre todo, no creer las mentiras que uno dice, porque eso puede generar un diagnóstico errado sobre los riesgos reales que un gobierno enfrenta y, por lo tanto, una respuesta inapropiada.
Y, entonces, en lugar de recibir un golpe, uno puede darse un flor de porrazo.
No es grave, si uno es capaz de aprender de la propia experiencia.
Pero, a veces, ocurre.
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