EL PAíS › OPINIóN

La política social en tiempos de vacas flacas

La inflación, la evolución del empleo y la crisis demandan correcciones profundas a las políticas sociales. Aunque positivas, las recientes medidas del Gobierno en favor de los más pobres resultan insuficientes.

 Por José Natanson

Aunque las visiones retrospectivas tienden a concebirlo como una imposición maligna de los poderosos del mundo, el neoliberalismo fue algo más que un simple plan para destruir a los países de la periferia. Fue, en primer lugar, un conjunto de propuestas a los viejos problemas del déficit fiscal, la inflación y el estancamiento, algunas de ellas (el achicamiento irreflexivo del Estado, la apertura indiscriminada) claramente dañinas, y otras (la búsqueda de equilibrios macroeconómicos) más sensatas, al punto de que se han convertido en parte fundamental de los programas de los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana.

Pero el neoliberalismo fue también una doctrina, un corpus teórico-práctico de políticas coherentes y bien presentado. Entre ellas, una de las más difundidas fue la separación, conceptual y operativa, entre la política económica y la política social.

Toda una novedad histórica. Los grandes impulsos redistributivos de la América latina moderna –el populismo de los ’40 y ’50, las revoluciones nacionales, el desarrollismo de los ’60 y ’70, las reformas agrarias– concebían la cuestión social y la cuestión económica como partes de un todo indivisible. Ninguna de estas experiencias tuvo al área social como una de sus prioridades, simplemente porque la –usemos la vieja expresión– justicia social era concebida como el resultado natural de una buena estrategia económica.

El neoliberalismo rompió esta lógica en base a la idea de que la política económica debería perseguir como único objetivo el crecimiento, así sea por vía de la prosperidad de unos pocos núcleos privilegiados, pues los beneficios derramarían naturalmente al resto de la sociedad. La política social, mientras tanto, debía ocuparse de atender subsidiariamente a todos aquellos que no lograban engancharse a la locomotora del progreso. Ese fue el fundamento, digamos filosófico, de las políticas focalizadas.

Años dorados

La separación neoliberal entre política económica y política social no dio los resultados esperados, básicamente porque el drama social latinoamericano no es, como se pensaba con miopía de tecnócrata, resultado de la falta de eficiencia o la mala asignación del gasto social, sino el reflejo profundo de una estructura económica que adolece de los males típicos del subdesarrollo: escasa diferenciación, alta vulnerabilidad, debilidad del Estado, entre muchos etcéteras. En otras palabras, no es un problema de eficacia, gestión o aparato burocrático –y tampoco sus evoluciones actuales a la crítica al clientelismo– sino de organización general de la economía.

Algo de esto intuía Kirchner cuando asumió el gobierno en mayo del 2003. Con un país todavía en emergencia, el Gobierno decidió mantener el Plan Jefas y Jefes de Hogar, pero al mismo tiempo concentró sus energías en la construcción –o el perfeccionamiento, según el valor que se le asigne a la gestión duhaldista– de un modelo económico basado en tres pilares –dólar alto para recuperar la capacidad industrial, fortalecimiento financiero del Estado mediante el cobro de retenciones y renegociación de la deuda– que produjo una mejora palpable de los indicadores sociales.

El efecto redistributivo del modelo no se apoyó entonces en el despliegue de nuevas políticas sociales, sino en la mejora del mercado laboral: el desempleo, que arañó el 25 por ciento en el peor momento de la crisis, comenzó a bajar, mientras que el trabajo formal inició un proceso de recuperación bastante sorprendente. En este marco, la pobreza comenzó a caer desde el techo del 54 por ciento al que había trepado en el segundo semestre del 2002.

En aquellos años dorados, el Gobierno actuaba en base a la convicción de que los avances sociales debían producirse como efecto de la recuperación del trabajo, lo que lo emparentaba gratamente con las experiencias nacional-populares del pasado y revestía de un progresismo auténtico a su política económica.

En declive

Este proceso virtuoso se extendió, como mucho, hasta mediados del 2007. A partir de ese año, tres factores confluyeron para poner en peligro los avances recientes.

- El primero es la inflación, que afecta especialmente a los sectores más desprotegidos, que destinan la mayor parte de sus ingresos a comprar alimentos. Como se sabe, la forma más habitual de medir la pobreza es un simple cálculo entre lo que gana una familia y lo que necesita para no ser pobre. La intervención del Indec deformó los indicadores: si la inflación real es superior a la oficial, y por lo tanto el precio de la canasta básica es en realidad más alto, entonces más familias se encontrarán en situación de pobreza, lo cual elevará el porcentaje en algunos puntos. Según las estimaciones de Artemio López, hoy la pobreza se encuentra entre el 30 y el 33 por ciento. En el informe de noviembre de la consultora SEL, Ernesto Kritz la sitúa en 32,3 por ciento. Esto implica entre 5 y 10 por ciento más que en el 2006.

- El segundo factor que pone en peligro el cuadro social, del que se habla menos pero que afecta de forma aún más directa el corazón del modelo K, es la evolución del empleo. Durante los primeros años de recuperación económica, la elasticidad empleo-producto (la capacidad de la economía de crear trabajo por cada punto de crecimiento) fue muy alta, lo que permitió bajar la desocupación de un 21,5 por ciento en el 2002 a un 7,5 en el segundo trimestre del año pasado. Sin embargo, esta relación virtuosa podría haber llegado a su fin, en buena medida por el agotamiento de la estrategia de aprovechar la capacidad ociosa, según estiman Luis Beccaria, Valeria Esquivel y Roxana Maurizio en un artículo publicado en el número 178 de Desarrollo Económico.

- El tercer punto es la crisis económica mundial y la desaceleración del crecimiento, que afecta siempre primero –y siempre más duramente– a los ciudadanos más vulnerables, que no tienen vacaciones que recortar, un Clío del año pasado para vender e ir tirando o un sindicato que los proteja.

Política social

Estas tres noticias, que hace ya un par años comenzaron a cambiar el escenario económico argentino, sugieren correcciones profundas a las políticas sociales. Desde que estalló la crisis mundial, el Gobierno ha anunciado una batería de medidas orientadas a sostener los niveles de consumo, actividad y empleo, desde créditos para las pymes y una moratoria impositiva hasta planes para la compra de autos y electrodomésticos y un programa de obras públicas. Entre ellas, sólo dos se dirigieron de manera específica a los sectores más pobres: el extra de 200 pesos a los jubilados y el plus de entre 100 y 150 pesos a los beneficiarios de los planes sociales.

Aunque positivas, las respuestas resultan claramente insuficientes. El modelo de política social de los últimos años –apostar al mercado de trabajo como vía de inclusión– tuvo su correlato en la gestión de la ministra Alicia Kirchner, que concentró sus esfuerzos en el apoyo a las cooperativas, el fomento a los microemprendimientos y el despliegue de planes de capacitación, entre otras estrategias.

Este camino, que en su momento funcionó, ya no alcanza, y hoy parece necesario revisar tanto los fundamentos políticos como las aplicaciones operativas de la política social, comenzando por la cobertura. Lanzado en el pico de la crisis posconvertibilidad, el Plan Jefas y Jefes de Hogar llegó a cubrir a 2 millones de familias, unos diez millones de personas, gracias a la velocidad con la que fue implementado por el gobierno de Duhalde (que al menos en este aspecto merece un reconocimiento social que, por razones múltiples, hasta ahora se le viene escatimando). En los últimos años, sin embargo, el número de beneficiarios se ha ido reduciendo, al punto que hoy los programas sociales abarcan a poco más de la mitad de beneficiarios que en el 2002: 550 mil del Plan Familias y 600 mil del Plan Jefas y Jefes y del Seguro de Capacitación.

Y si la razón de ese achicamiento se encuentra por un lado en la convicción kirchnerista de que la mejor forma de construir cohesión social es a través del empleo, por otro esconde una percepción equivocada y muy peligrosa de la asistencia social: la idea de que la ampliación de los beneficiarios puede desincentivar la búsqueda de trabajo. Sólo esto explica que, pese a la inflación, el monto de las asignaciones se mantenga insólitamente congelado.

Hacia adelante

La tesis que se defiende aquí es simple: tras dos años de inflación y en la previsión de, cuanto menos, una desaceleración de la economía, el Gobierno debería actuar en el área social de la misma correcta manera que lo ha hecho en el área económica: contracíclicamente. Y no se trata de una locura, sino de lo que han comenzado a hacer muchos presidentes latinoamericanos: en Brasil, por ejemplo, el gobierno de Lula sigue expandiendo la cobertura del programa Bolsa Familia, que pasó de 3,2 millones de hogares en los últimos años de Cardoso a una cifra realmente asombrosa: 11,1 millones de familias según los datos oficiales del 2006, y hasta 12 millones según las últimas estimaciones de Adriana Aranha, asesora del Ministerio de Desarrollo Social. En cualquier caso, unos 50 millones de personas.

En la perspectiva de una previsible racha de vacas flacas, encarar esta discusión es esencial para evitar que, como suele suceder en momentos de crisis, el hilo se corte por lo más delgado. Lo que de paso ayudaría a precisar algunas ideas que se escuchan mucho últimamente, como la de “redistribución del ingreso”, a la que urge dotarla de contenido: es decir, de datos, ideas y números. Si no, el riesgo es que se convierta en un significante vacío, para usar la feliz expresión de Ernesto Laclau, uno de los autores favoritos de los intelectuales que se reúnen en el colectivo Carta Abierta.

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Imagen: Télam
 
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