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Por primera vez, a partir de hoy y hasta el domingo, en el paradisíaco refugio para turistas de Trinidad y Tobago, se verán las caras los gobernantes de treinta y tres naciones de las Américas y el Caribe con el flamante inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama, que acude a la cita con la intención de relanzar las relaciones regionales, ya que George W. Bush las había postergado para concentrar sus energías en las guerras de la nación árabe.

En un reportaje emitido el miércoles último por CNN, Obama reconoció que desde la Doctrina Monroe (“América para los americanos”) en adelante, la política regional norteamericana ha sido fuente de innumerables abusos y contiendas. Está comprobado que en la región hay fuertes sentimientos contra el yanqui y las encuestas colocan a la Argentina en uno de los rangos de hostilidad más altos.

Ninguna de las parcialidades tiene a mano los recursos para iniciar una era nueva, pero aquí está la principal contradicción, sin un cambio profundo de las reglas de juego no hay destino colectivo posible. ¿Qué futuro puede haber con un FMI idéntico a sí mismo? ¿Qué significa libertad de comercio ante el fracaso mundial del mercado como regla patrón? Cada cliché tiene que ser revisado y la mayoría, sustituidos por versiones diferentes.

Obama les va a pedir a América latina y el Caribe que reconozcan su liderazgo en el mundo. Difícil mentar la vaca sobre la leche derramada y más difícil aún olvidar de golpe aquella sórdida historia que comenzó con la Doctrina Monroe. Las relaciones bilaterales tampoco tienen una historia fácil, desde los primeros días de la independencia en el siglo XIX.

Pese a todo es una oportunidad para reconocer, por lo menos, lo que hace falta. En el mejor de los casos, habrá que fingir que el nuevo vecino tiene las mejores intenciones, ese empedrado que lleva derecho a extraviar el camino en el laberinto donde el grandote les pega a los más desvalidos y cada uno anda solo y perdido en las tinieblas.