Domingo, 14 de junio de 2009 | Hoy
EL PAíS › DE DONDE VIENEN LOS CANDIDATOS DE ESTAS ELECCIONES
Cada vez hay más empresarios, deportistas, ex funcionarios de la Justicia y miembros de ONG, y menos abogados, militares y economistas. ¿Y las organizaciones sociales? Un mapa que indica cambios en la representación.
Por José Natanson
Dices... todo irá mejor
yo quisiera creerte
cómo quisiera creerte
Dices... no me escucharás
más promesas perdidas
más promesas perdidas.
“Superstar”, Soda Stereo.
OPINION
Como todos, incluso nuestros políticos, venimos de algún lado, el análisis del origen de los principales candidatos para las elecciones del 28 de junio puede ser un ejercicio interesante, pero no como ensayo chismográfico (tal era motonauta o corredor de Fórmula 1 o hijo de papá), sino como una forma de identificar algunas claves y tendencias más profundas y estructurales. Si antes las superestrellas políticas eran militares, médicos y abogados, ahora son cada vez más deportistas, ex funcionarios de la Justicia y empresarios. ¿Qué nos dice eso de la política que tenemos y de la sociedad en la que vivimos? Veamos.
Es casi un lugar común afirmar que durante medio siglo los sectores de derecha no lograron construir un partido político propio porque utilizaban al Partido Militar como forma de defender sus intereses. Desde 1983, desactivada la amenaza pretoriana, los sectores que tradicionalmente se habían expresado y defendido a través de las Fuerzas Armadas apelaron a dos estrategias distintas: la primera consistió en convencer a los partidos (y a los sectores) populares de que sus intereses eran los de la sociedad toda, como sucedió durante el menemismo y el delarruismo. La segunda, más dificultosa pero más noble, consiste en crear sus propias fuerzas políticas.
Los grandes intentos en este sentido tuvieron en común el hecho de ser partidos erigidos alrededor de la figura de un economista-líder: Alvaro Alsogaray y su Ucedé, Domingo Cavallo y su Acción por la República y Ricardo López Murphy y su Recrear.
Pero las cosas han cambiado. La nueva esperanza blanca, Unión-Pro, ya no está liderada por un economista sino por dos empresarios: ambos son herederos de vastas fortunas familiares y se nota, en su manera de hablar y en los maravillosos trajes que visten, las indisimulables marcas de su origen. Sin embargo, ni Mauricio Macri ni Francisco de Narváez pueden ser acusados, por una simple cuestión de edad, de relación directa con los gobiernos autoritarios, aunque sí muchos de sus aliados. A este handicap hay que sumar otro, no menos importante: ambos actúan guiados por la certeza de que sólo con el apoyo de al menos un sector del peronismo es posible ganar elecciones y gobernar. Eso es lo que han aprendido de sus antecesores economistas y lo que realmente puede desbalancear el tablero.
La expresión electoral del “factor trabajo” tiene una historia larga y densa en la Argentina. En los ’90, en un contexto de incremento del desempleo, flexibilización laboral y achicamiento del Estado, ganaron protagonismo los sindicatos de “perdedores” (empleados públicos, docentes, trabajadores de ex empresas del Estado), que buscaban defenderse de las políticas menemistas. El cambio fue notable: en 1983 había 37 diputados peronistas de origen sindical; en 1999, como señaló agudamente el sociólogo Héctor Palmino, ingresaron menos sindicalistas en las listas del PJ que en las de la Alianza.
Esto cambió a partir del 2003. En un ciclo de recuperación económica, fueron ganando espacio los sindicatos beneficiados por el nuevo modelo de dólar alto: transportistas, algunas ramas industriales. Al repasar las listas para las elecciones de junio, es fácil advertir la presencia de representantes gremiales, tanto de perdedores de la Era Menem como de ganadores de la Era K, la mayoría de estos últimos cercanos a Hugo Moyano: el judicial Julio Piumato, el canillita Omar Plaini y el empleado del Ceamse Jorge Manici, que representan a diferentes sectores sindicales (parece más lógico decir “sectores sindicales” que “trabajadores”, como proponen los afiches de Piumato, porque con el mismo argumento cualquiera de los candidatos de las cámaras agropecuarias puede reclamar la representación de “el campo” o incluso “la producción”).
Y si el factor trabajo ha conseguido una representación de la que careció durante el menemismo, lo mismo sucede con un sector importante del factor capital, el agropecuario, que aunque no copó las listas como se preveía en tiempos de la 125, de todos modos parece dispuesto a defender sus intereses en el Congreso (lo cual, aclaremos, no está nada mal: el Parlamento es el lugar de la expresión política y sectorial de los intereses de las facciones). Esto es especialmente notable en el pan-radicalismo, que candidatea, entre otros, al vicepresidente de la Federación Agraria, Pablo Orsolini, en Chaco, al empresario agropecuario Atilio Benedetti en Entre Ríos y a Ulises Forte, también de la Federación Agraria, en La Pampa.
Un ámbito que a menudo se pasa por alto al analizar el origen de los candidatos es el de la Justicia. Cada vez más, los partidos buscan figuras en los tribunales y las fiscalías: desde el ex fiscal porteño Aníbal Ibarra hasta el ex camarista Ricardo Gil Lavedra o el ex fiscal de Estado Raúl Barrandeguy, candidato del peronismo de Entre Ríos (el moñito de Julio Cruciani le agrega un toque de color a la lista).
Este fenómeno puede leerse como un reflejo de las tendencias cruzadas a la judicialización de la política y a la politización de la Justicia, a las que se superpone la creciente vinculación entre medios de comunicación y Justicia.
Y un dato más, que también suele pasar inadvertido: la creciente presencia de candidatos provenientes de organismos encargados de resguardar derechos, como el ex ombudsman Eduardo Mondino o la actual directora del Inadi, la ultrafeminista María José Lubertino. Malamente zamarreado por las ONG y a menudo insustancial y vacío, el discurso de los “derechos ciudadanos” al menos ha generado un efecto electoral.
Aunque algunos insistan en atribuirla a una conspiración tinellezco-menemista, la farandulización de la política es un fenómeno mundial que excede largamente a la Argentina y cuyos ejemplos van desde Estados Unidos (Arnold Schwarzenegger) hasta El Salvador (Elías Saca) y Filipinas (Joseph Estrada).
Pero el radicalismo pareció quedarse sin representantes del espectáculo desde las últimas malogradas incursiones electorales de Luis Brandoni, y el PJ tampoco ha poblado sus listas de actores y cantantes: sólo quedan la actriz Nacha Guevara, el insistente Nito Artaza y, en la Capital, el director de películas peronistas Pino Solanas.
En cambio, el que los jefes políticos de los tres mayores distritos del país (Scioli, Macri y Reutemann) provengan de las carreras o el fútbol es una símbolo de la cruza del mundo del deporte con el mercado y de su penetración por la lógica de la televisión y el espectáculo, que a su vez derraman sobre la política. Ambitos que en el pasado, salvo escasas excepciones, discurrían en paralelo, hoy aparecen cada vez más interconectados.
La sociedad civil fue ganando importancia al calor de la globalización, el achicamiento del Estado y las experiencias de lucha contra los regímenes militares. En particular, se han multiplicado las ONG, esos organismos indefinibles que Bernardo Sorj, el sociólogo que ha analizado con más lucidez este fenómeno, concibe como la ilusión de la “representación sin delegación” (o de autodelegación sin representación), en la medida en que no hay vínculo claro e institucionalizado entre las ONG y el público cuyos intereses juran defender (¿quién elige a los directores de Greenpeace?).
La ex directora de Poder Ciudadano, Laura Alonso, figura en el quinto lugar de la lista de legisladores porteños de Mauricio Macri. Con una activa y respetable trayectoria, Alonso tiene todo el derecho del mundo a presentarse por el partido que crea más cercano a sus ideales. Sin embargo, su decisión permite discutir el presupuesto de neutralidad valorativa en el que se sustenta buena parte del trabajo de las organizaciones que, como Poder Ciudadano, se dedican a juzgar, calificar e incluso rankear a gobiernos y partidos (ahí está el ranking de corrupción de Transparencia Internacional), desde una objetividad obviamente imposible pero muy proclamada. Todos, incluso los más republicanos, hablamos desde cierto lugar.
Entre las ausencias más notables cabe mencionar a los médicos, profesión de prestigio que en el pasado funcionaba como trampolín hacia la política y que ahora, en pleno reinado de las prepagas, ya no es lo que era. Hay unas pocas excepciones en el interior (el neumonólogo Darío Daniel Rojas en Tierra del Fuego y el cirujano Mario Raymundo Fiad en Jujuy); tal vez sea Hermes Binner el último médico en llegar a las ligas mayores de la política.
En cuanto a los economistas, tan valorados en el pasado, ya no dominan las listas. Junto a cierta recuperación del valor de la política y el ocaso de la ilusión tecnocrática, los economistas fueron perdiendo prestigio y ni López Murphy ni Cavallo ni Lavagna ocupan un lugar relevante. Queda sólo el economista joven Alfonso Prat Gay, ilustración del giro de Elisa Carrió y candidato del Acuerdo Cívico y Social en la Capital.
Pero la ausencia más notable no es la de los economistas o los médicos sino la de los movimientos sociales, algunos de ellos surgidos como parte de la resistencia al neoliberalismo de los ‘’90 y otros, la mayoría, a partir del estallido del 2001. Salvo Edgardo Depetri, que ocupa un lugar expectante en la listas del peronismo bonaerense, el resto de sus dirigentes, incluyendo a Luis D’Elía, sencillamente quedaron afuera.
Esto es resultado de tendencias coyunturales, como el mayor peso relativo del trabajo formal en la economía y el consecuente aumento de poder de los sindicatos, y también de urgencias tácticas, como la necesidad de Kirchner de garantizarse el respaldo del aparato del PJ y la CGT. Pero lo interesante, más allá de estas consideraciones de coyuntura, es que la ausencia de “líderes sociales” en las listas plantea un tema mucho más profundo y de fondo: el problema de (i)representatividad de los excluidos.
Desde el fin de las sociedades industriales y en pleno auge de la globalización, el principal problema de los países subdesarrollados ya no pasa tanto por la explotación como por la exclusión. Como se sabe, los excluidos no conforman una clase, ni siquiera una clase en sí: no se encuentran en la fábrica todos los días a compartir sus penurias y no tienen ni siquiera un patrón que los explote o un policía que les rompa una huelga. Categoría indefinible pero no por eso menos real, los excluidos son, como señala Robert Castel (Las trampas de la exclusión, Topía), una sumatoria de trayectorias individuales antes que una verdadera clase social.
Y esto, por supuesto, crea serias dificultades para la articulación y enormes problemas para traducir su desventajosa situación en acción colectiva, que difícilmente adquiere traducción electoral a través de la construcción de actores políticos propios: en su última incursión como candidato, en las elecciones de gobernador bonaerense del 2003, D’Elía obtuvo el 0,7 por ciento de los votos. Así, pese a la decepción de unos pocos militantes y unos cuantos intelectuales que todavía creen en la utopía asamblearia, los excluidos se terminan volcando masivamente por el peronismo, que ofrece soluciones quizás individuales, pero bien palpables, a sus problemas urgentes (un plan, una cloaca, unos puntos menos de desempleo).
Como en el pasado, los dirigentes de comité y unidad básica, en general de clase media y casi siempre profesionales, ocupan la mayor cantidad de lugares en las listas para el 28 de junio, y siguen siendo las estrellas políticas. Pero junto a ellos han comenzado a aparecer cada vez más deportistas, empresarios, jueces y chacareros, en una constelación heterogénea y variada que habla de la crisis de representación y del ocaso de los partidos, pero también de la capacidad de la política para cambiar, abrirse a otros sectores y adaptarse a los nuevos tiempos.
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