Domingo, 9 de agosto de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
El pacto de la Moncloa es el último grito de la política argentina. Todos –dirigentes, intelectuales livianos y esa fuente inagotable de frases vacías que son la mayoría de los periodistas televisivos– lo mencionan como la fórmula mágica para la felicidad. En un momento en que el diálogo político avanza lentamente y se prepara el lanzamiento del consejo económico y social, los acuerdo españoles de 1997 se presentan como el remedio para todos nuestros males. Pero, ¿es exactamente así? ¿Qué importancia tuvieron estos pactos en el desarrollo de la España posfranquista? ¿Será posible importarlos a la Argentina?
Veamos.
Firmados en 1977 por todas las fuerzas con representación parlamentaria y avalados luego por sindicalistas y empresarios, los pactos de la Moncloa generaron, en efecto, resultados muy positivos. En términos políticos, permitieron que España reconstruyera su democracia de manera asombrosamente rápida, con una nueva constitución y la garantía a la libertades ciudadanas cercenadas durante cuatro décadas de franquismo. Desde el punto de vista cultural, el efecto fue el de una explosión, en la música, el arte y la experimentación, y desde el punto de vista económico los acuerdos contribuyeron a afianzar un largo ciclo de crecimiento europeizado, que le permitió a España reinsertarse en el continente, converger con sus pares (el año pasado se conoció la asombrosa noticia de que el PBI per cápita español había logrado superar al de Italia) y desarrollarse en casi todos los sentidos (aunque fue un crecimiento-burbuja, con mucha incidencia de actividades vulnerables al ciclo económico, como la construcción, el turismo y los servicios, como está demostrando dramáticamente la crisis mundial).
Pero como todos los lugares comunes, el de la Moncloa también merece discutirse. El primer error, el más básico, consiste en suponer que el desarrollo español de las últimas décadas se explica por el simple hecho de que sus elites un día se pusieron de acuerdo alrededor de algunos temas básicos, ignorando el pequeño detalle de la ubicación geográfica: desde su reinserción en Europa, España ha sido el máximo receptor, en cifras absolutas, de los fondos europeos, creados por la Unión Europea para apuntalar el desarrollo de los países más retrasadas y lograr la convergencia económica y social (en términos porcentuales el país más beneficiado ha sido Irlanda, el otro milagro europeo, y –no casualmente– la otra economía-burbuja que estalló con la crisis).
Gracias al Fondo Europeo de Desarrollo Regional, el Fondo Social Europeo, el Fondo de Cohesión y el Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola, España ha recibido, desde 1986, un saldo neto de ¡93 mil millones de euros! Esos fondos han supuesto, como media anual y en términos netos, un 0,8 por ciento del PIB o, lo que es igual, alrededor de 5275 euros por habitante a lo largo de estos años, unos 260 euros por habitante y año. Incluso ahora, ya convertido en un país desarrollado, España sigue recibiendo dinero: para el período 2007-2013 se estima percibirá unos 31 mil millones de euros, y recién en una década dejará de recibir y comenzará a aportar para sostener a los países menos desa-rrollados de los 27.
La pregunta es simple: ¿cuánto pesó en el desarrollo de España el apoyo de Europa y cuánto la inteligencia y la voluntad de diálogo de sus políticos? ¿Qué importancia atribuirle a, digamos, el giro modernizante del viejo PSOE, y qué importancia darle a la decisión estratégica de, digamos, Francia, de fortalecer a su vecino más frágil? ¿Qué relevancia tuvo el giro antifascista –aunque ultraconservador– del PP, y cuál ha sido la relevancia del impulso de la burocracia bruseliana? En un momento en que el cliché recomienda hacer un pacto de la Moncloa como si se tratara de aplicar una ecuación prefabricada, conviene subrayar un dato evidente pero que a veces se pasa por alto: es hasta tonto decirlo, pero España queda en Europa (y siempre estuvo ahí).
El otro punto que hay que considerar es el hecho de que el progreso económico de España no comenzó, como habitualmente se piensa, con la firma de los acuerdos de 1977, sino ya en los últimos años de franquismo. En 1959, presionado por el estancamiento y la recesión, el Generalísimo había lanzado el Plan de Estabilización, implementado por un grupo de jóvenes tecnócratas cercanos al Opus Dei, que en pocos años logró transformar un sistema cerrado y con fuerte control estatal en una economía de libre mercado orientada al exterior y cada vez más articulada con Europa.
El contexto mundial era favorable, marcado por el alto crecimiento global, la amplia financiación disponible y los bajos precios de la energía, y España gozaba de condiciones especialmente buenas: enormes cantidades de mano de obra barata (sobre todo migrantes del campo), las divisas que enviaban los españoles emigrados a otros países de Europa y una ubicación privilegiada para desarrollar el turismo, el gran boom de aquellos años. Desde inicios de los ’60 hasta la crisis del petróleo de mediados de los ’70, España experimentó un ciclo económico de altísimo crecimiento, no muy diferente, por otra parte, del de otros países de Europa del Sur, como Portugal y Grecia.
En suma, España era un país enormemente atrasado desde el punto de vista político y cultural (el adulterio y el “amancebamiento”, por ejemplo, estaban contemplados como delitos penales), pero que ya transitaba el camino del progreso económico. El razonamiento puede plantearse a la inversa: en cierta medida, fue el desa-rrollo económico el detonante de la apertura político-cultural producida tras la muerte de Franco.
Esta necesidad de apertura política explica el fracaso del último ensayo autoritario de la España moderna, el golpe de Estado intentado por Tejero de 1981 y felizmente abortado por don Juan Carlos. Y subraya –una vez más– la importancia de Europa: rodeada de democracias perfectas, España tenía poco margen para un declive autoritario. En otras palabras, el efecto europeo no fue solamente económico, sino también político, más o menos como viene sucediendo con los países del Cono Sur desde el fin de la última etapa de dictaduras: la cláusula democrática del Mercosur, por ejemplo, resultó clave para la continuidad democrática de Paraguay tras el asesinato de Luis María Argaña en 1999 y luego del intento de golpe de Estado inspirado por Lino Oviedo en mayo del 2000. Tal vez el patriotismo sea, como escribió Borges, la menos perspicaz de las pasiones, pero a veces es bueno valorar lo propio.
Finalmente, la cuestión de la excepcionalidad. Cuando se firmaron los pactos de la Moncloa, en octubre de 1997, España atravesaba una situación excepcional. Excepcional por el fin de era que implicó la muerte de Franco –el líder occidental que estuvo más años ininterrumpidos en el poder después de Fidel Castro– y por el inicio del proceso de modernización política y cultural abierto a partir de aquel momento.
A este clima de cambio de época se sumaba la crisis económica más grave desde la posguerra, resultado del impacto de la crisis del petróleo de 1973, que ponía en peligro los progresos de crecimiento y bienestar alcanzados en los años anteriores: la inflación se había disparado al 44 por ciento (la más alta de Europa), el desempleo se multiplicó hasta alcanzar al 20 por ciento de la población y cientos de miles de españoles que habían emigrado a otros países –Francia especialmente– se veían obligados a volver por la falta de trabajo (más o menos como está sucediendo ahora con los mexicanos en Estados Unidos).
Fue en este contexto de derrumbe inminente que todos (incluyendo a los comunistas y los nacionalistas catalanes y vascos) firmaron los pactos. Y no es raro: ocurre que, contra lo que suele pensarse, no son los contextos de estabilidad –y mucho menos los de progreso– los que facilitan este tipo de macroacuerdos, sino las situaciones de crisis, o de crisis inminente. Suelen ser este tipo de climas los que hacen que los principales actores –políticos, sociales, económicos– se vean ante la opción de ceder o caer al abismo: hay miles de ejemplos, intra e internacionales, desde los acuerdos de paz en Centroamérica tras las guerras civiles de los ’80 hasta la reconciliación franco-alemana de posguerra.
Nada de esto ocurre en la Argentina de los Kirchner. El país no atraviesa una etapa de emergencia y crisis sino de estabilidad económica, así sea de estabilidad recesiva, y aunque desde el punto de vista político se percibe el inconfundible aroma del fin de ciclo, parece improbable que sobrevenga una ruptura (aunque nunca digas nunca en el país de las cacerolas).
Por otra parte, nosotros ya tuvimos nuestra Moncloa, la transición democrática de 1983, que incluyó una serie de acuerdos políticos cruciales que hasta el día de hoy definen los contornos de la democracia: el fin del juego pretoriano (con la consiguiente prohibición de que los militares intervengan en seguridad interna, quizás el mayor logro de la democracia argentina y una fuente de problemas permanente para países como Brasil o México); el compromiso constitucional por parte de los dos grandes partidos (que luego derivó en la democratización interna del PJ); y el fin del conflicto geopolítico con Brasil (germen del Mercosur) y con Chile. A ello hay que sumar el intento de juzgamiento de los militares, iniciado por Alfonsín y continuado por Kirchner, un esfuerzo que estuvo ausente en España, que tuvo que garantizar la impunidad de los crímenes franquistas como condición para el progreso (ominosa y poco publicitada omisión de los pactos de la Moncloa).
El hecho de que los acuerdos fundamentales de la democracia argentina no hayan sido sintetizados en un único documento no les resta importancia, aunque hay que reconocer que las asignaturas pendientes son enormes: quizá la crisis del 2001 fue el momento para complementar las bases político-institucionales del Estado con un consenso más claro alrededor de algunos ejes económico-sociales, oportunidad que, con la distancia del tiempo y teniendo en cuenta la perspectiva política futura, parece haber sido desperdiciada. Esa podría ser nuestra segunda Moncloa.
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