Domingo, 9 de agosto de 2009 | Hoy
En una ceremonia tan íntima como pública y política, se realizó en Jujuy el entierro de uno de los 128 desaparecidos en la provincia. Juan Carlos Arroyo fue identificado este año gracias al trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense. Lo que dice un cuerpo 32 años después de su muerte y un NN que ya no lo es, porque ahora una tumba tiene su nombre y su apellido.
Por Marta Dillon
Desde San Salvador de Jujuy
Una orquesta de aplausos, bombos y trompetas desbarató el minuto de silencio, para arrancarle a la muerte su solemnidad y convertirla en vida vibrante de banderas y abrazos, de recuerdos y acciones compartidas. Así se fue Juan Carlos “El Negro” Arroyo a su destino final. Así se fue lo que quedaba de ese militante de la generación del ‘70 después de 32 años desaparecido: un puñado de huesos, una noble calavera destrozada por las balas en la pequeña urna que sus tres hijas acunaron hasta empujarla al fondo del nicho que en adelante llevará su nombre inscripto. Un nombre y una fecha ahí en Palpalá, en un cementerio humilde donde las lápidas se anotan a mano alzada, pintura y pincel, para rendir homenaje. Fue ahí donde El Negro había crecido, donde quería volver aunque fuera arrojado como lluvia para hacer florecer los cerros. Y aunque no llovió en la tarde de su entierro, las nubes parecían haber bajado del cielo a besar con su humedad la aridez de esa tierra querida para cumplir el deseo de un hombre que ya no está desaparecido. Que ha sido encontrado. Que ha sido velado y enterrado. Llorado y acunado y recordado y cubierto de besos y de flores y de anécdotas. El hombre que ha vuelto a casa para cerrar el laberinto infinito de la ausencia, aunque la máquina del terrorismo de Estado lo haya impedido durante 32 años.
Eran mucho más de un millar quienes aplaudían este encuentro y esta despedida. Eran cientos las banderas. Hombres y mujeres que saben de qué se trata la palabra lucha porque así es como se describe su cotidiano. Hombres y mujeres desocupados o subocupados, integrantes de redes sociales, organizadores de comedores, de roperos comunitarios, de los barrios más humildes de la capital jujeña. Una muchedumbre que no conocía a Juan Carlos Arroyo. No había conocido ni su risa ni su bigote ni su piel de coya. Pero que agitaron su nombre como bandera en cientos de marchas y que ahora, a voz en cuello, prometían “seguir luchando por el sueño de todos”. Ese sueño que caracterizó a una generación diezmada por el terrorismo de Estado y que la constancia de los organismos de derechos humanos y de los sobrevivientes convirtió en memoria viva, en memoria activa, en sueño de todos.
Ahí estaban también sus compañeros. Apenas un puñado con el corazón encogido y el recuerdo alerta. Rodeando a la familia: tres hijas mujeres, una madre y un padre ancianos, sentaditos ambos, abrazados a una foto en blanco y negro que más de una vez se imprimió en este diario como recordatorio. Una madre que apenas puede creer que su hijo, “mi hijito que tanto busqué”, ahora quepa en esa urna tan liviana como puede ser liviano un saco de huesos. Y sin embargo esos huesos son capaces de ofrecerse como prueba de un homicidio cobarde que lleva la rúbrica de un plan de exterminio. “Qué buen sembrador ha sido mi hermano que aquí están germinando sus sueños en otras luchas, las de todos ustedes”, dijo su hermana Gladys con la boca apoyada en un megáfono que amplificaba su voz para cubrir a la multitud. Y con ese mismo megáfono alguien entre esa muchedumbre que pidió la palabra le contestó: “El Negro nunca se fue y sin embargo volvió para darnos fuerza, a nosotros su pueblo, para seguir adelante”.
El cuerpo, el hombre
¿Es posible que un hombre quepa en esa pequeña urna cubierta con una bandera celeste y blanca, con un crespón negro? ¿Qué es lo que cabe ahí dentro? ¿Qué se está velando en este local de la Asociación de Trabajadores del Estado, cómo es posible velar a quien lleva 32 años de muerto? Es que el tiempo se ha dislocado en ese recinto, como dislocada está la idea de cuerpo, como antes fue desarticulada mil veces la palabra muerte para reemplazarla por otra, atroz y permanente: desaparecido. Esa palabra que se pronuncia y duele y remite tanto a ese número simbólico, 30 mil, que sin embargo poco dice de cada uno, de uno de los que no están. De los que no se puede decir que están muertos aunque la muerte sea el velo que cae sobre el ansia y la fantasía de volver a verlos alguna vez. “No puedo unir en mi cabeza lo que tengo ahora y lo que perdí. Yo quiero un abrazo de mi papá y mi papá ya no me va a poder abrazar. No quiero esto, no es lo que quiero.” La voz de María Eva Arroyo, una de las dos hijas mayores (mellizas) de Juan Carlos, se quiebra como no lo hizo en toda la jornada que ella misma organizó, 24 horas de velorio para que la memoria de su padre se corporizara y no en esos huesos sino en el desfile incesante de organizaciones sociales que pasaron por el centro de la capital jujeña a rendirle homenaje a su padre. Marina, la menor de las hermanas, la abraza y deja que el rimel se convierta en un manchón negro sobre sus mejillas. Ella no conoció a su padre, no tiene memoria de su abrazo, nunca pudo tomarla de la mano para caminar porque su padre fue secuestrado por un Grupo de Tareas el 28 de octubre de 1976, apenas cuatro meses después de que ella naciera. Tal vez por eso su reacción frente al cuerpo, frente a ese esqueleto también desarticulado, por el tiempo y por el desgarro de las balas que lo fusilaron, fue tocarlo. Abrazar su calavera, reconocerse en sus dientes, enredar su pelo en las falanges para fantasear así con que era posible que su papá le hiciera una caricia en la cabeza. “No sé si algo se cierra, a mí me falta mi papá y me va a seguir faltando, pero cuando lo vi, junto con Sofía (la otra melliza) quisimos medirnos, saber a qué altura de su cuerpo llegaríamos. Descubrí que yo le llegaba al corazón.”
Dos veces las hijas pudieron ver el cuerpo “armado” de su padre. La primera en la sede del Equipo Argentino de Antropología Forense, donde Patricia Berardi y Maco Somigliana acomodaron el puñado de huesos siguiendo las leyes de la anatomía, tal como lo habían encontrado en la exhumación que se realizó en el cementerio de Avellaneda entre 1989 y 1992. Todos estos años les llevó a los integrantes del EAAF poder asociar algunos nombres a los más de 300 cadáveres que encontraron allí, enterrados en fosas comunes. Las últimas 42 identificaciones se lograron gracias a la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas que cuenta con el apoyo de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y de otros organismos internacionales.
“Desde mi perspectiva es sacarlo de la oscuridad, de la mano de esos cobardes verdugos, del anonimato, de ser NN y es darle una identidad y una entidad”, dice María Eva cuando su voz puede cargarse de ese sentido social y político que tiene este acto que no deja de ser privado. “Es que así lo quisimos –dice Sofía–, una ceremonia en la que se pudieran mezclar los deseos personales de cada familiar, de cada compañero, con el contenido político que esto tiene. Porque ese cuerpo, este cuerpo que tenemos, tiene también las pruebas de la crueldad y la saña con que lo fusilaron.”
Marcas de herida de bala en las piernas, la cadera, las costillas. Media calavera destrozada por un itakazo. Y sin embargo Sofía sólo pudo decir una cosa cuando vio ese esqueleto: “Quiero upa”. El tiempo se comprimió para ella en un instante y fue otra vez una nena de ocho años a la que le resultó perfectamente lógico pedir upa a su papá. Claro que sabía de la imposibilidad, no fue un acto de locura. Fue correrle el límite al deseo y ponerle palabras. Y después reírse de los intentos por acomodarse a su lado, darse cuenta que su papá le llevaría una cabeza ahora que ella tiene cinco años más de los que él nunca cumplió. Y mirar sus dientes, largamente, ese rasgo de humanidad inequívoco, tan parecidos a los suyos, blancos a pesar del tiempo y con las mismas marcas del bruxismo que tanto ella como Marina padecen. “Aunque, claro, me imagino que el bruxismo debe haber sido terrible durante la tortura. Y entonces le pregunté a la gente del EAAF si se podía saber algo de sus últimos días, si había pasado hambre, cuánto había sido su tormento.” Preguntas sin respuesta, porque este cuerpo aun convertido en huesos puede hablar de algunas cosas. Pero la mayoría quedarán en la penumbra. Y en la conciencia de aquellos que encendieron la picana y dispararon sus armas. “Pero –insiste Sofía, militante de HIJOS como sus hermanas–, ése es otro camino, así como cada vez que se encuentra un cuerpo es para todos los hijos, también cada vez que sentamos a un represor en el banquillo sabemos que estamos haciendo un camino y por eso no es solamente un martirio no saber todavía quienes fueron los ejecutores”.
Tres plumas
Intimo y político, así soñaron las hijas la ceremonia que terminó ayer y así la llevaron a cabo. Cada una hizo lo suyo. Ana, la hija de Eva y estudiante de Bellas Artes, hizo una bandera para su abuelo Juan Carlos. Una bandera roja impresa en serigrafía con las insignias de la organización a la que perteneció: Frente Revolucionario Peronista. Entre las tres hijas acomodaron el local y hasta inventaron una foto para ayudar a este disloque del tiempo: una en la que están las tres juntas al lado de un padre que apenas tiene edad para serlo. Maravillas de la tecnología, pero sobre todo de la fantasía. Esa foto se acomodó sobre una pared con muchas otras fotos: el padre pescando, en París, en Cuba, con las mellizas recién nacidas, con los compañeros en algún acto político, una aparecida en una revista que da cuenta de una de las veces que lo detuvieron. Las tres hijas se tomaron la mañana del viernes para acomodar también los recordatorios que año a año publicaron en este diario –“porque es una manera de mostrar cómo lo fuimos recordando y exigiendo justicia”– y se ocuparon de colocar al pie de la urna las fotos del Che Guevara y de Eva Duarte a cada lado de la imagen de su padre. Cuando vieron la composición se dieron cuenta de que uno le sonreía y la otra parecía mandarle un beso a ese joven morocho de bigote espeso que era su papá. Y sí, por supuesto, las carcajadas coronaron un descubrimiento que no había sido pensado pero les encantó. Sofía, por su parte, pudo poner dentro de la urna un tejido. Quería darle a su padre algo hecho por sus manos y ahí estaba: en negro sobre rojo una V de la victoria. Esa victoria que es como un saludo, un horizonte lejano: esa victoria siempre que no por repetirse deja de tener sentido. “Es que esta es una pequeña victoria. Haberlo encontrado no es una noticia alegre, pero es una buena noticia.” En definitiva lograron arrancarlo del anonimato en que había sido enterrado, un cuerpo sobre otro, 360 cadáveres que durante décadas no tuvieron nombre.
Marina tenía un solo deseo: quería cargar lo que imaginaba un féretro. Por eso la urna tenía manijas, un pedido expreso que también fue cumplido. Como ese que tenía Eva, que Jujuy lo recibiera, que lo recibieran en Jujuy las personas que lo habían animado en su militancia. Y por eso la emoción tuvo más fuerza que el caudal de los dos ríos que cruzan la capital jujeña cuando a las cinco de la tarde del viernes una marcha que había salido de la estación de tren llegó con su estruendo de cantos y petardos hasta la puerta del local de ATE: más de dos cuadras de integrantes de la Agrupación Túpac Amaru, desocupados de la CTA de Jujuy, con su referente Milagros Salas a la cabeza cantando “Negro, Negro querido, siempre serás mi amigo, aunque estés en el cielo y no estés con nosotros, seguiremos luchando por el sueño de todos”. La marcha se quedó allí, arengando, poniendo vida en el lugar de la muerte, convocando a las voces a sumarse, convocando a las lágrimas también y trayendo la certeza inexorable que la historia reciente sigue resignificándose.
Edgardo “Cambá” Fontana, Eduardo Gurucharri y Domiciano “el Indio” Rivero, fueron tres compañeros de militancia del Negro Arroyo. Dos de Buenos Aires, uno de Rosario, saben y lo dicen, que “el Negro nos sigue juntando”. La identificación de los huesos para ellos trae sentimientos contradictorios, “el furor por el crimen cometido” y la seguridad de que para ellos el compañero seguirá en la memoria como un hombre alegre, decidido “amante del vinito, de la vida, con capacidad para articular, para actuar, para formarse. El creía en la militancia pero también en la ceremonia de la amistad”. Y a esa amistad honran, viniendo de dónde sea para acompañar a la familia y también para reafirmar, como dijeron antes de que la urna se perdiera dentro del nicho, “que no nos han vencido, no en lo moral y en la ética. Eramos una organización pequeña entre las organizaciones de izquierda de la época, pero podemos decir que los que quedamos estamos enteros”, dijo Eduardo. Para las hijas, la presencia de estos compañeros como de otros como Celedonio Carrizo, “es también la prueba de que mi papá sabía crear vínculos, algunos los hemos heredado –dice Sofía, ya tarde en la noche del viernes–, nos han acompañado, no nos dejaron sentirnos solas. Y eso, además de la militancia de mi viejo, es algo que nos llena de orgullo”.
Entre esos compañeros, entre las hijas y los nietos que Arroyo nunca conoció, se cumplió en la madrugada del viernes un rito prometido: beber a su salud el licor preferido de quien ya no está desaparecido porque ahora hay una tumba con su nombre: unas copitas de Tres Plumas sellaron el recuerdo de quien, dicen, sabía gozar tanto de la lucha como de la vida, así, sin mayúsculas.
El último trazo del círculo
¿Cómo es posible llorar como el primer día a quien lleva 32 años muerto? ¿Es que el duelo tantas décadas postergado puede haberse mantenido tan entero? ¿O es que es ahora que su cuerpo se ha reducido a algo que puede tocarse aunque no abrazarse cuando el duelo por fin puede terminar? Azucena, la madre de Juan Carlos Arroyo pudo por fin hacer su misa de cuerpo presente. El Negro mismo, como sea, volvió a su tierra y a su gente. “Ahora sabemos que lo mataron en febrero de 1977. Y también sabemos dónde está su cuerpo, acá nomás, en Palpalá”, dice su hermana. Los abrazos que no dio se replican en otros brazos, amigos, amigas, compañeras de militancia de HIJOS, compañeros del padre. Y el abrazo infinito de las organizaciones que otra vez acompañaron el último recorrido hasta el cementerio, las palabras de todos perdidas entre los cerros mojados por nubes demasiado bajas. El llanto compartido de otros hijos y otras hijas que enterraron en ese padre al propio como cada vez que algo así sucede. “Hemos retrocedido en el tiempo –dijo la hermana de Arroyo, Tití para la familia–, en las anécdotas, en el dolor ‘pero sabemos que hoy es hoy y que las luchas siguen’. Algo se cerró, dicen las hijas, con esa placa que se puso frente al nicho. “El morbo de la muerte”, dice Sofía. La ceremonia de la muerte que por fin deja a la fantasía también descansar en paz. Aunque Eva ahora, agotada después de la organización de esta ceremonia de dos días, se deje llevar por la pena y diga que la muerte también es una derrota. Un abrazo interminable la rodea, rodea a la familia entera, rodea a cada familiar de un desaparecido que ahí en Palpalá besa flores y se las pasa a las chicas que se montaron casi hasta dentro del nicho para dejar su amor en esa morada. El Negro Arroyo, ese hombre joven que en plena clandestinidad rompió las reglas para ir a ver “jujeños a un partido de Altos Hornos Zapla que se jugaba en Buenos Aires”, volvió a Jujuy. No como lluvia, aunque las nubes se apoyen sobre los cerros borrando su contorno, sino como una presencia viva que a pesar de todo sigue construyendo memoria. Y denunciando la impunidad. “Hubo quienes apostaron al olvido y al silencio, hubo quienes quisieron hacerle creer a los jujeños que mi hermano estaba en Europa. Esos fueron derrotados”, dijo Tití Arroyo. Y un estruendo de vientos, palmas y cantos cerró la ceremonia de la muerte, llenándola de vida.
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