EL PAíS › OPINIóN

Enfrentamiento de suma cero

 Por Washington Uranga

Ser “oposición” no configura una posición política ni representa una perspectiva ideológica determinada. Es apenas una circunstancia. Definirse como “oposición” tampoco sirve para darle coherencia a un disímil y variopinto grupo de dirigentes políticos cuya única coincidencia operativa –¿oportunista?– es la de oponerse al “oficialismo”. Tampoco se puede decir que ser “oficialista” –hoy “kirchnerista” según acostumbran titular los medios de comunicación sumados a la “oposición”– constituya una identidad muy clara, precisa e incontrastable. Dentro del conjunto de quienes se suman al “oficialismo” hay también una gama muy amplia de intereses, puntos de vista, miradas diversas y hasta encontradas. Una diferencia importante entre la “oposición” y el “oficialismo” consiste –ni más ni menos– en que este último tiene que ejercer la gestión de gobierno porque así le fue confiado por la voluntad popular e inevitablemente en esa tarea, sea acertada o no, expresa una propuesta política que es manifestación también de una manera de entender el desarrollo del país, prioridades, opciones. Por este motivo al “oficialismo” se lo puede criticar por lo que hace en la gestión y hasta se puede aplicar aquella sentencia que recuerda que “quien hace se equivoca”. Quienes ejercen la gestión del Estado no pueden sino hacer y corren el riesgo de equivocarse.

Los opositores no necesitan acordar un proyecto político, argumentar o generar nuevas ideas. Ser “oposición” hoy no requiere de ninguna actitud proactiva. Basta con agruparse bajo el rótulo de “oposición” y desde esa trinchera oponerse a todo o a casi todo. Por ahora, al menos, esto es suficiente y da rédito. Máxime en tiempos como el actual, en el que el Gobierno y sus adeptos están debilitados, tanto por el ejercicio de la gestión como por los errores cometidos.

Aunque es evidente que este juego no es igual para todos. Cierta parte de la “oposición” utiliza las mayorías circunstanciales para desandar lo hecho por el Gobierno y, al mismo tiempo, comenzar a revertir lo que para la gestión actual son logros y para estos opositores perjuicios. Múltiple ganancia: se oponen, no tienen costo propio para revertir los cambios, las reformas y los avances con los que no coinciden, desgastan al Gobierno y acumulan políticamente.

Para otras fuerzas menores, que se dicen independientes y progresistas (y que en su momento también tuvieron coincidencias así sea parciales con el Gobierno), la única razón valedera para sumarse a la “oposición” es asestarle una derrota al Gobierno, al que consideran “antidemocrático” y al que muchas veces califican de “autoritario”. Pingüe negocio que en el tiempo menos pensado y a más corto que largo plazo estarán recogiendo un saldo que seguramente contradice aquello que enarbolan como principios y banderas. Desde esta lógica tampoco pueden reconocer nada de lo hecho por el “oficialismo”, aunque esas realizaciones respondan, por lo menos en parte, a sus propias reivindicaciones. Sería una “concesión”.

El “oficialismo” tampoco puede pretender sacar certificado de infalibilidad y considerarse inmune a todas las críticas con sólo recordar, una y otra vez, que estamos mejor que “antes” y que algunos de los principales opositores de hoy son los responsables de ese “antes”. Menos sostener que cualquier observación, sugerencia o comentario tiene intenciones desestabilizantes o destituyentes. No porque éstas no existan en absoluto, sino porque poner a todo el mundo en la misma bolsa equivale a cerrar los ojos y avanzar a tientas y a locas presumiendo que se tiene la verdad absoluta y exhibiendo obstinación total. En ambos casos se trata de una manifestación de soberbia política que equipara apoyo con obsecuencia y crítica con traición.

Los opositores se disculpan diciendo que el “oficialismo” está bebiendo ahora de su propia medicina; exhiben como mérito propio lo que antes criticaron en el adversario y sólo les falta reivindicar la venganza como un método político que debe concitar adhesiones y aplausos. Mientras tanto, los responsables de la actual gestión siguen sumergidos en la idea de que dialogar, consentir así sea en lo formal, es entregar todo, claudicar o renunciar, como si se tratase de principiantes en la política, desconociendo que se trata de un arte cuyo ejercicio esencial es la negociación en la medida del poder que se ostenta, para que, sin ceder a las cuestiones de principios y sin resignar logros fundamentales, se puedan generar instancias para seguir avanzando en el rumbo que se considere correcto.

Una y otra vez la pregunta es, ¿qué discutimos los argentinos? ¿Modelos de país? ¿Maneras de hacer política? ¿O estamos apenas enfrascados en debates histéricos donde se cruzan las cuestiones personales, los intereses y las circunstancias sin que ninguno de ellos esté verdaderamente vinculado con lo que realmente importa: los ciudadanos, el pueblo y su bienestar?

Vivir el enfrentamiento entre “oficialismo” y “oposición” como un clásico futbolero o, lo que es peor, como una pelea callejera, es un fracaso para todos los que participan, sean estos dirigentes o simples ciudadanos sumados a la disputa desde el lugar de la tribuna. Enfrentamiento de suma cero, en el que perdemos todos.

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