Viernes, 23 de abril de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González *
En el multitudinario acto de Tribunales a propósito de la ley de medios pudo verse sugerido, apenas bocetado, un nuevo frente social y político para intervenir en el futuro inmediato y mediato del país. ¿Pero puede una aglutinación nueva, de esa índole, surgir a propósito de un debate sobre los medios de comunicación? Es que un novedoso conglomerado cultural, social y político se insinúa en los yacimientos populares de la política argentina. El debate sobre los medios de comunicación –que se refiere a la articulación general de los símbolos sociales con el lenguaje público– puede situarse en el lugar propicio para darle un nuevo horizonte al tema. Es una disputa sobre la conciencia colectiva, sus ritmos, texturas y lenguajes.
Es cierto que el debate es crudo y se arrojan por doquier saetas insultantes. Mejor sería dejar de lado, por parte de unos, la hipótesis supernumeraria sobre el “fascismo” del Gobierno. Estos decires absurdos son producidos por la pereza o angustia argumental de muchos involucrados en la primera fila de esta discrepancia. Pero de este lado es preciso también dejar de caracterizar a los otros en forma denigrante. Es deseable que esa doble abdicación ocurra, tanto entre los que forman el número de los escritores de la prensa antigubernamental de trinchera, como por parte de los perseverantes diseñadores de logotipos invertidos. ¿Y si éstos son meramente humorísticos? No son objetables. Pero sí, si son anónimos. Sí, si se personalizan de manera indecorosa. Y a pesar de que las grandes marcas comerciales han puesto sus logotipos en la discusión pública, como lo prueba la publicidad de una conocida cerveza, la lucha no es otra que la que se haga por medio de argumentos públicos y autoexigentes. Siempre para que prospere el mejor argumento. De una manera u otra, con las dificultades inherentes a la naturaleza del diferendo, eso es lo que está ocurriendo. Nunca se ha argumentado tanto en la Argentina contemporánea, aunque esto se haga con descuidos y demasías, apelándose al golpe rápido, a veces impremeditado.
Henos aquí protagonizando una gran hendidura a propósito de un debate “sobre los medios de comunicación”. Es en verdad el debate sobre la distribución equitativa de la palabra pública, de los recursos de la tecnología comunicacional, de la filosofía y el arte en los horizontes de la masividad pública. La controversia se refiere a diversas visiones del mundo en general. Por eso, nuevas formaciones políticas populares deberán surgir, indispensablemente, para replantear en planos políticos más ricos la disensión profunda que habita en la sociedad argentina y sus instituciones. Este desacuerdo está bien representado por la diversidad de considerandos ideológicos que causó la ley de medios, cuya importancia en la historia nacional puede cotejarse con la que tuvieron la ley 1420, la ley Sáenz Peña o la de Asociaciones Profesionales. Jauretche decía: la lanza, el voto, el sindicato, para teatralizar un in crescendo de la historia nacional. Agregarle ahora a las anteriores esta difusa palabreja: los medios. Aunque sabemos ya que no hay historias lineales sino quebradizas y entrecortadas, a ser revisadas a la luz del presente.
Se podrá decir que una configuración política no surge del debate sobre una ley, por más importante que sea. Pero de lo que se trata es de una ley –y los pueblos no rechazan las leyes fundamentales– que investiga la materia tecnológica de la difusión de flujos anímicos y lingüísticos. Actos que imparten instrucciones disciplinarias sobre la vida en general, presentan reseñas científicas que engloban súbitamente las más mínimas experiencias cotidianas, hipótesis generales sobre el pasado y capturas de la efusión nerviosa que emana de la producción de mercancías y significaciones. Por lo tanto, sin la reabsorción social de esas dimensiones vitales encuadradas por los “medios” no habrá nuevos movimientos social-políticos emancipadores y reales. Lo confirma paradójicamente el hecho de que la televisión siempre ansió la plaza pública. Ha llamado a ella, por sus propios “medios”, en numerosas oportunidades. Hay y no hay novedad en el actual programa “agit-prop” del Canal 7. El origen de la televisión no es otro: agitación y propaganda.
Por otra parte, la perspectiva política que surja deberá repensar el descubrimiento técnico del montaje, que le dio envergadura artística al cine. Repensarlo en relación con las nuevas metáforas que componen los sempiternos folletines universales, que en la comunicación globalizada han generado un empaste falsamente universalista, del que hay que rescatar los lenguajes populares y culturales que establecen imaginativamente la alianza entre concepciones del mundo, tecnologías y gramáticas comunicacionales. Sin eso, el primer paso importante, democratizar el acceso a los deportes o expandir con la televisión digital el número de canales sociales y comunitarios, se queda a mitad de camino. Podemos permanecer inundados de imágenes y voces que se vean obstruidas para las tareas colectivas de emancipación cultural, si no se asocia nuevamente la consigna de la expresión subjetiva autónoma con la recreación del lenguaje de la política, las modalidades del trabajo material, nuevas hipótesis de relación hacia el entorno ambiental, el arte innovativo en las grandes urbes y hasta con el uso de la voz.
De Eisenstein hasta las actuales “islas de edición” hay que retomar la construcción de un montaje democrático que respete la lengua común y obtenga la pepita de oro de una imagen cabal, no distorsionada, de las identidades laborales, sociales, políticas, artísticas y también individuales. Todo ello, si se cumpliera en conjunto, nos daría un envío formidable hacia una democracia avanzada y socialmente más profunda.
Problemas y cuestiones de todo tipo y honda significación salen a luz. Sabemos ahora que el drama argentino por momentos está a la altura de una tragedia griega. ¿No se dijo esto muchas veces, aunque parezca abusivo? En ciertos puntos de un nombre de familia –a lo que me refiero es muy notorio– se condensan muchos de los escorzos de la controversia económica, comunicacional y política que atravesamos. No que no haya culpabilidades o responsabilidades que la Justicia y sus instancias específicas deben establecer. Sino que una vez establecidas, si efectivamente se confirman hechos que no parecen dar lugar a dudas sobre filiaciones y descendencias, seguirá operando la libertad de las personas involucradas más íntimamente en ese drama. Será una libertad recreada, cuyos efectos poderosos le cabe también a la sociedad argentina juzgar con madurez histórica y cívica, como hacían los espectadores antiguos a la salida de los anfiteatros donde presenciaban las obras de Sófocles o Esquilo. ¿No es entonces la ley de medios, además de lo que ya sabemos, una forma de la ley parental que una sociedad debe tratar en la grave solemnidad de sus conocimientos sobre la Justicia, la historia y la condición humana? Sí, es el más importante encuentro que ahora tiene el país con sus fuerzas morales e intelectuales.
Cuando cuestiones que afectan radicalmente a individuos concretos están en el corazón de materias empresariales y razones de Estado, no hay una sola cosa sino dos. Debe actuar la mejor justicia que una sociedad sea capaz de darse. Y el sentido de infortunio no se privará de recorrer una vez más una sociedad magullada. Las correlaciones de fuerza política, resuélvanse del modo que sea, no alcanzan para llegar al tramo último de las cosas, donde aparece lo ineluctable y casi siempre lo irresoluble en el plano de las vidas reales. Comprender esto no achica la calidad de lo político, lo engrandece. Lo que surja de nuevo en el país, lo deberá tener en cuenta.
La televisión siempre ha usado de distintas maneras su poder de convocatoria. Una de ellas, la conocemos, la creación de un vasto sentido común, cuyos operadores son parte de él aunque tienen una oscura conciencia de su usufructo vicario. Otra es cuando ante la certeza de que tienen en sus manos el secreto de un acatamiento masivo –porque, sin dudas, demasiados lo quieren, y los que lo quieren no dicen que acatan sino que abren su conciencia hacia la amenidad o el desahogo– se forja un aparato ciego a los cambios que confunde el lenguaje que comparte un sector numeroso de la sociedad con la forma definitiva de un arbitrio moral. Cuando eso ocurre es hora de un desentumecimiento general, que no implica cambiar una clase comunicacional por otra, una isla de edición por otra, un locutor por otro y ni siquiera una narración por otra, sino preguntarse de otra manera por la relación entre el ser político y la formación de imágenes directrices en la conciencia colectiva.
La extraordinaria situación por la que atravesamos pone a la luz poderes sacralizados develando sus tácitos mecanismos y revela condiciones de producción que parecían inmutables. Es una apertura hacia la transparencia social tantas veces demandada. Pero no hay transparencia absoluta que no sea a costa, precisamente, de un neoabsolutismo creado por las máquinas de imágenes. Ni en los adecuados ejercicios de develación que ahora se realizan dejan de existir poderes implícitos y explícitos. Es necesario preservar un resto efectivo de objetividad, no analizable bajo lo que hoy es el inmediatismo de las luchas, para que éstas no sean de autodestrucción y mutuo desmantelamiento.
En efecto, simpatizamos con los ejercicios “subalternos” para develar las retóricas y montajes ya petrificados –como hace el vertiginoso y sarcástico programa de contrarréplicas 6, 7, 8– porque se trata de fuerzas tecnológicamente más débiles y de audibilidad minoritaria. Pero si eventualmente dejaran de serlo, su deber es seguir examinando los implementos productivos de nuevas tecnologías a la luz de legados culturales profundos, sin instalar una nueva satisfacción hegemónica que no sepa dar cuenta de sus recursos comunicacionales a la luz de las grandes crisis civilizatorias que atravesamos. Se precisa fundar, pues, un nuevo tipo de intelectual, que quizá no sea exactamente el de la academia que conocemos, ni siquiera los de la vida cultural más periférica, arlequines de lenguajes moldeados en ilustres inspiraciones. Todos seguirán existiendo. Pero se reclama otra figura cuyo rostro aún no emerge. La que surja del intercambio que los anteriores puedan producir con los nuevos “intelectuales mediáticos”, que a la vez no pueden abandonarse sin más a los implementos del rápido divulgacionismo con el que se intentan “rellenar” los problemas infinitamente más complejos de la cultura contemporánea.
Un nuevo Frente político y social se insinuó en la plaza Tribunales. El mismo lugar físico donde las fuerzas del radicalismo originario dieron la batalla del Parque hace más de cien años. Se convocó para un cambio en la lógica comunicacional del país, con las implicancias que acá creemos percibir. ¿No estaban allí todas las edades y banderas, las nacional-populares clásicas, las de la izquierda democrática, las de las nuevas sensibilidades llamadas emancipatorias, las del resurgimiento de un nuevo indigenismo social, la señora de barrio con su cartelito irónico y hasta el poeta en ciernes, que buscaba inspiración en las muchedumbres que él mismo conformaba?
* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.
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