Sábado, 30 de octubre de 2010 | Hoy
Por Sergio Kisielewsky
Ella devuelve el gesto poniendo la palma de su mano en su costado izquierdo sobre el pecho. Mira detrás de vidrios oscuros y debe ser una de las pocas veces que se adivinan sus ojos. Mira la gente decir, responder, persignarse y reclamar. Las ve caminar por un pasillo estrecho, donde siempre repiten de manera diferente una misma palabra: Fuerza. De pronto a primera hora del velatorio ya hay un pañuelo de Madre de Plaza de Mayo y una bandera celeste y blanca. Ella acaricia el ataúd y deja ver unas uñas largas, pintadas color crema. Pareciera que mira el horizonte, pero comienza a escuchar lo que la gente pronuncia. Son palabras distintas en tonos muy variados, con el sonido de la calidez y la emoción. Una entonación hecha de sonido y furia, voces que parecen llamados, consignas que se asemejan a las caricias. La mujer está vestida de negro y se divisa un reloj en su muñeca izquierda. Detrás de los asistentes al velatorio de Néstor, el ex presidente, está la imagen del Che, se dibuja su figura inconfundible, como si el guerrillero heroico mirara en detalle lo que ocurre en el lugar. La multitud que ingresa ya no es compacta. Son rostros, bocas, gargantas. Le dicen cosas a Cristina que no esperaba, la sorprenden, la hacen mover los labios con cierto pudor, como si allí, en pleno cortejo, se pudiera vencer las lágrimas y crear nuevos sentidos, como si las palabras fueran el antídoto para todos los males. La mujer es abrazada por su hija. Hebe le habla, Estela la consuela, Diego la protege. Hay algo de coraje en esta despedida, pues la muerte, como siempre, llegó antes de lo previsto. Los jóvenes le hablan, le cantan, la convocan, la llaman por su nombre y esa mujer de luto riguroso comienza a ser parte de ese ritual. Ella con movimientos tenues comienza a ser parte de la multitud y cada persona del contingente humano que está frente al féretro tiene algo para dar. Alguien dice cumpa, liberación, juventud. El aire se trastrueca, la mujer va hacia los jóvenes y los visitantes hace ya un buen tiempo que le compusieron el rostro. Néstor son ellos. Los que hablan, los que desafían, los que no pueden decir, los que iban a pronunciar palabra y se les quedó atascada y los que emitieron algo y después se arrepintieron, pero lo dicho y lo hecho no vuelve para atrás. Los que mueven las manos y expresan con los ojos, los que hablan con el cuerpo, con los chicos en brazos, los que tienen remeras hechas a pulmón y cuentan que vienen de Misiones, de José C. Paz, de Avellaneda, tienen cascos de laburantes y le ofrecen uno a Cristina, se lo dan como una prolongación del cuerpo, de los brazos... Nada se parece más a la muerte como algo que nace. De pronto un hombre canta y otro cuenta una anécdota. Cristina reconoce a alguien y avanza, saluda, toca una mejilla. Entonces la mejilla no es la misma ni Cristina es la misma que era el martes 26 de octubre de 2010. La multitud entonces comienza a ser cada uno que ingresa, de alguien que abraza a otro, de alguien que entona el Ave María, que carraspea, que tose. Alguien le ofrece a Cristina su pecho y siempre su corazón. La mujer de negro devuelve el gesto y en algún sitio comienza a dar indicios de que nunca más estará sola. Que Néstor nació en esas gargantas y esos pies que durante horas atravesaron la Avenida de Mayo y las adyacencias de la Casa de Gobierno. Esos hombres y mujeres que respetaron la organización, las medidas de seguridad y el protocolo, que atravesaron las horas y el cansancio son Néstor. Parafraseando a Borges: Néstor son los otros. Son los judiciales, los portuarios, los actores, la juventud, los camioneros. Como los llamó el poeta Eduardo Romano, el desafinado canto de amor colectivo. Entonces ocurre el milagro, la mujer de negro parece dar a conocer sus ojos aún con los anteojos puestos, son diamantes hechos con la arcilla de la desgracia. La fuerza también está allí.
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