Sábado, 30 de octubre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Martín Granovsky
Ministros, funcionarios, amigos, asistentes, mozos, secretarios (y debe ser leído también, o especialmente, reemplazando cada o del final con una a) casi estaban formados. Fue ayer al mediodía, en la planta baja de la Casa Rosada. Antes de la salida que da a Rivadavia queda el Salón de los Bustos. Ahí ya están los bustos de los presidentes que murieron, y un día estará el busto de Néstor Kirchner.
En ese lugar era la formación espontánea. Señalar los dos costados del camino desde el Patio de las Palmeras a la salida era tarea profesional de los Granaderos. Pararse allí como granaderos fue la espontaneidad de todos.
“Ahí viene”, decía una.
“Están esperando que llueva menos para sacarlo”, comentaba otro.
Alguien relataba un último encuentro, para planificar un acto en Mar del Plata con dirigentes agropecuarios. Debía haber sido ayer pero no fue.
O se divertían contando que una vez Kirchner no había podido ir a un locro con dos mil personas, pero hizo lo suficiente para enterarse y cargar a la organizadora porque le había salido bueno pero muy picante. Y era cierto. “Era el más incorrecto de todos nosotros”, dijo un secretario de Estado mientras se abrazaba con un amigo. Los dos sonrieron porque sabían de qué estaban hablando: la incorrección no eran los mocasines, sino plantear cosas que en un principio parecían imposibles, como pelearse con el Fondo y lograr una quita record de la deuda. No porque siempre a Kirchner las incorrecciones le salieran bien, sino porque se las planteaba y, al mismo tiempo, buscaba acumular poder para que fuesen posibles.
La espera en ese lugar, por donde muchos entraban a la Casa Rosada antes de subir al primer piso a ver a Kirchner cuando él era presidente, duró una hora.
“Ahí sí que viene”, dijo uno.
Es difícil saber cuál es el último momento con un muerto querido. Cada uno tiene el suyo. Puede ser una charla. O un gesto. O un abrazo. También un instante. Imágenes diversas de una vida entera. Un chiste. El humor. Haber compartido juntos un dolor o una gran alegría. Una emoción fuerte. Es que el último momento de cada uno no es necesariamente el último momento.
Pero a veces el dolor popular es el que imprime el tono, como pasa con los ídolos y los líderes del pueblo. Y además, como pasó con Kirchner, el muerto sorprendió muriéndose. Y entonces el último momento también es el último contacto posible, desesperado, absurdo casi, con algo suyo. Como para que no termine de irse y uno pueda tener la ilusión de que ese señor, de alguna manera, esta ahí, y que uno está ahí con él.
“Ahí sí que viene”, confirmó una, y era cierto. Vino.
Delante unos granaderos. Detrás, a mano, el ataúd envuelto en la bandera.
Nadie se acercó a tocarlo, como sucedía en el velatorio de la Galería de los Patriotas.
Mejor aplaudir.
Aplaudimos fuerte, rompiéndonos las manos, muy fuerte. Con esos aplausos podíamos llorar tranquilos, porque los aplausos eran la vida.
Cuando el cajón salió a la intemperie, llovía duro y no había paraguas pero qué importaba. Unos bajaron las escalinatas rumbo al cortejo que llegaría a Aeroparque y después a Río Gallegos. Muchos nos quedamos arriba, debajo de la lluvia y detrás de la banda de Granaderos. Fue raro. Tocaron la Marcha Fúnebre. Debo confesar algo: para mí la Marcha Fúnebre siempre fue una melodía que se tararea en un chiste. Hasta ayer. Ayer me sonó seria. Después tocaron la Marcha de San Lorenzo y todos cantamos, como en la escuela. Ayer no fue la primera vez que cantamos llevados por otros. A eso de las once, después de los mozos a los que Kirchner siempre les pedía una lágrima que normalmente ni empezaba, hasta que se acumulaban diez en su mesa, entró al velatorio un señor que cantó el Himno. Ahí adelante, solo, frente al cajón, delante de Cristina. Al principio parecía que diría solo la primera estrofa, pero siguió cantando. Entonces todos cantamos. También Alicia Kirchner, la ministra que perdió a su jefe político y hermano y que había estado a la noche respondiendo uno por uno los saludos y recogiendo las ofrendas una por una.
Afuera, cuando los Granaderos dejaron de tocar y el ataúd con el cuerpo de Néstor se iba, nadie tuvo vergüenza de llorar hasta sacudirse ni pudor de sostenerse en el de al lado. Y después los abrazos parecían distintos de los anteriores. Tenían –teníamos– el orgullo común de haber compartido la amistad, la militancia o el trabajo con ese tipo afectuoso que decía “querida” o “hermano” antes de hablar, que gozaba con la política, que disfrutaba cuando lo despeinaban, lo desordenaban y lo apretaban los trabajadores y se ponía contento cuando sentía que había despertado la militancia, así fuera en su contra, entre pibes y pibas que nunca lo habían hecho.
El jueves, cuando salió del velatorio, Lula dijo llorando que Kirchner fue un estadista. Habitualmente ésa es una palabra hueca. Pero Lula, que siempre es didáctico, dijo qué significaba: alguien que quedará en el recuerdo porque sacó a la Argentina del abismo y combinó comprensión histórica con sensibilidad popular.
Lo que pasó en la Casa Rosada es lo mismo que pasó ayer en muchos lugares de la Argentina. La muerte de un líder popular nunca es solamente una melodía dramática. Es una canción que se transforma. Les pido que se tomen un trabajo: que busquen en un CD, en la web o en el YouTube el tema “New Orleans Function”. Lo grabó Louis Armstrong. Empieza con la Marcha Fúnebre, va cambiando imperceptiblemente hasta hacerse suave y, al final, termina ahí arriba, alegre, tan alegre.
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