EL PAíS

La novia más querida

La carrera política de Hilda Chiche Duhalde mezcla elementos de esposa tradicional, con férreos armados de poder propio. Tanto, que el aceitado matrimonio acabó creándose contradicciones internas. Un perfil de “la que dijo no” y puede decir sí, si lo decide ella y la convence el único en quien confía realmente.

 Por Marta Dillon

Hay una vieja fórmula de lo que el vulgo ha dado en llamar la histeria femenina y que en la elegante época del amor cortés signaba los juegos de seducción: negarse, dudar, negarse, dudar hasta pellizcar un sí, negarse, afirmar. Como si se ajustara a una coreografía que conoce bien, Hilda Chiche González de Duhalde cumple a la perfección con esos pasos. Lo hizo en 1997, cuando después de mucho negarse aceptó ser candidata a diputada. Y lo hace ahora, aun a riesgo de perder la atención de un enamorado que ya la traicionó una vez y al que le queda poca paciencia: el electorado de la provincia de Buenos Aires. Porque ese es el verdadero objeto de sus rubores y devaneos, y no ese seductor que, olvidándose de las reglas del amor cortés, creyó que podría embolsar el sí de “la señora” aun antes de hacer la propuesta. De todos modos, Felipe Solá no debería desesperarse. El no emancipatorio de Chiche podría convertirse rápidamente en sí si se lo pide su esposo, el Presidente, con el telón de fondo de unos cuantos hombres fieles cantando las serenatas del “operativo clamor” como una banda de mariachis bien afinada.
Así ha sido siempre, Chiche se debe a su marido y él parece tener la última palabra. Si ella alguna vez juró que jamás viviría en la quinta de Olivos, ese juramento ya es traición. Y en el ‘97, cuando terminó enfrentando a Graciela Fernández Meijide en las elecciones legislativas, tuvo que tragarse su no y hasta la seguridad de que “mi marido jamás me pediría algo que yo no quiero hacer”. ¿O será que el Negro adivina su deseo aunque ella los niegue?
Al fin y al cabo, ellos son un matrimonio, una familia bien constituida y tradicional, en la que la mujer es la que alimenta, protege y mantiene unida a la prole. Es lo que ella soñó en definitiva, desde el momento en que se dejó rescatar por el bañero de la pileta del sindicato de ceramistas que treinta años después conduce erráticamente los destinos del país. Si su padre, empleado de la jabonera Llauró y dirigente gremial, había sido capaz de abandonar a los suyos cuando Chiche tenía sólo 15 años, ella repararía esa falta construyendo un matrimonio indestructible, sin tolerar disidencias. Ni siquiera una tan inocente como la vocación monástica de la mayor de sus cinco hijos, Juliana, que un buen día decidió consagrarse como monja. Lloró en público frente a ese desplante que le quitaría tantos nietos hasta conseguir que la nena abandone el convento, modere su ambición y se convierta en una laica consagrada.
Nada pudo apartarla de su obsesión de formar un hogar con todos los atributos de la familia de clase media guiada por la estrella del progreso. Era maestra cuando le dio el sí al “Negro”, su eterna voz en off, pero lo siguió a donde fuera. Se convirtió en martillera pública para participar del negocio familiar inmobiliario y ocupó el papel que está destinado a las mujeres en el imaginario de la patria peronista. Desde que su esposo fue intendente por primera vez, en 1973, ella siempre estuvo a su lado, ocupándose de los desposeídos a los que en aquella década todavía era necesario incluir y que en los ‘90, cuando ella estaba en el apogeo de la asistencia social, el mismo partido, en el gobierno, expulsó progresivamente.
Aquel bañero al que ella esperó hasta que se convirtiera en abogado para casarse, en 1971, hay que decirlo, siempre le respondió. Al punto que cuando, de manera tan poco convencional, cumplió su sueño de convertirse en presidente de los argentinos la tomó de la mano y la invitó a firmar el acta con él. Como una testigo privilegiada, como el reaseguro de lo que sería su gestión, del mismo modo en que Cámpora eligió a Salvador Allende para el mismo acto. ¿En quién podría confiar Eduardo Duhalde hoy más que en su Chiche? ¿O no fue ella la que montó, con las manzaneras, el más aceitado aparato político que cualquier puntero podría haber imaginado? Ella fue siempre su dama y él, como jugador avezado de ajedrez que es la valoró como se debe. Tanto que hasta se podría decir que la convirtió enotra parte de sí mismo. Porque ella no se conformó sólo con la discreción del segundo plano, si no que desde ahí duplicó el poder de su esposo, dijo lo que él no podía decir cuando era gobernador y Menem presidente y es capaz de convertir en rédito político la peor herencia de la gestión duhaldista: la pobreza. Como una buena esposa, Chiche arregla lo que su marido destruye. Ella es quien rescata –como en Tucumán– a los que el gobierno de su cónyuge deja caer al vacío. Es curioso, pero incluso cuando su esposo era implicado en maniobras de narcotráfico, a principios de los ‘90, Chiche convirtió su Fundación Pueblo de la Paz en un centro de recuperación para drogadependientes.
Chiche no es la esposa de Duhalde, Chiche es Duhalde y fue gracias a ella que él conservó en momentos críticos, su hegemonía en la provincia. No es la primera vez que la imagina en la fórmula para la gobernación de la provincia. Ya en 1994, cuando agonizaba su primer mandato como gobernador y el crecimiento del Modin –el partido de Aldo Rico, el mismo que ahora lo amenaza– no le aseguraba aún la reforma de la Constitución provincial que permitiría la reelección, Duhalde pensó en su esposa y alter ego. Rico finalmente pactó –las malas lenguas dicen que a cambio de unos cuantos millones– y “la señora” no tuvo que negarse. Pero para no dejar ningún cabo suelto, Eduardo Duhalde transfirió el presupuesto completo de planes sociales al Consejo de la Mujer que su esposa presidía. 800 mil dólares diarios que ella redistribuyó sin piedad con algunos punteros opositores y que aseguraba la pareja mantener en los límites del dormitorio la gran zanahoria del poder justicialista: la asistencia social.
Pero Chiche tiene su propio estilo, y aunque en el mismo entorno duhaldista no le atribuyen demasiada inteligencia, supo apropiarse del poder que otorgaba el presupuesto más grande que mujer alguna manejó desde un cargo ejecutivo para darle su impronta. Viajó a Cuba y se entrevistó con Fidel Castro dos veces –aun antes de que se lo presentaran a su marido– para aprender el funcionamiento de los comités de Defensa de la Revolución que en la isla distribuían alimentos. Y que controlan la adhesión al régimen. Las crónicas de la época dicen que el líder se asombró del carácter fuerte y decidido de esa mujer bajita. Poco después nacieron las manzaneras, más de veinte mil mujeres –una cada cuatro manzanas– que distribuyen huevos, leche y cereal para los niños y mantenían informada a “la señora” sobre la situación social de la provincia. A esa gran familia también supo mantenerla unida, aunque después de la reelección del “Negro” la hayan dejado caer cuando después de muchas negativas se presentó como cabeza de lista a diputados en 1997. Lloró amargamente esa derrota, juró que terminado su mandato no volvería a la política. Su movimiento, el Evitismo, que se lanzó un 26 de Julio de 1997, no le alcanzó para vencer a Graciela Fernández Meijide. “No somos feministas, queremos estar al lado de los hombres. Pero si no nos dejan, los pasaremos por encima”, dijo entonces para dejar claro su estilo.
Jamás hizo un discurso en la Cámara de Diputados. Se sentaba al fondo, con su amiga Graciela Giannettasio, a fumar –ese vicio que no quiere mostrar y no puede abandonar– y conversar. Su trabajo era en las comisiones decía. Nunca dejó la pintura, su hobby principal, ni las caminatas matutinas después de leer al menos cuatro diarios, entre los nacionales y los locales de la provincia. Es una mujer coqueta. Si se comparan sus fotos de hace diez años cualquiera podría pensar que cumple para atrás. Es que “la refrescadita”, como ella llamó a la cirugía plástica a que se sometió, justo antes de que su marido se convirtiera en presidente y el país se derrumbara, le quitó ese “rictus amargo” con el que ya no quería convivir.
Lo cierto es que en este momento en que ella medita junto a su esposo en el refugio de Chapadmalal su destino político, esta mujer enérgica a la que algunos acusan incluso de autoritaria, que detesta los divorcios y los hombres infieles –de esto sabe el ex vicegobernador de Buenos Aires yahora arista Rafael Romá–, que supo cuestionar a Zulema Yoma por su imagen escandalosa y perdonar a María Estela Martínez de Perón por haber tenido que “ocupar un puesto para el que no estaba preparada”, podría servirle otra vez a su marido como dama. Ella es la pieza que una vez más, como en el ‘97, puesta por encima de las internas bonaerenses, es la única útil para que el poder quede en la familia Duhalde. Sólo que ahora su figura ha crecido y aunque termine diciendo que sí, ya ha hecho tambalear el armado electoral de su amado marido.

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