Domingo, 3 de abril de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Esteban *
La guerra de Malvinas es una parte de la historia reciente argentina. Los datos y testimonios reunidos a lo largo de estos 28 años han logrado quebrar el silencio y poner al descubierto un hecho injusto: durante la guerra los soldados argentinos no sólo tuvimos que combatir al enemigo, sino el hambre, el frío y la inaudita incompetencia y crueldad de nuestros propios jefes militares. Lo que vino después, el regreso, la posguerra, estuvo determinado por la indiferencia de una sociedad traumada por su irreflexivo apoyo a la dictadura y el silencio y el olvido impuestos por los militares. Volver fue el comienzo de un doloroso camino para una gran cantidad de soldados sacudidos por el horror vivido y por el porvenir, que ya no sería el mismo.
De alguna forma se combatió a los ex combatientes, dándonos la espalda, obligándolos a la marginación, sepultándolos en el olvido, la indiferencia. Resultado: los suicidios de ex combatientes llegan a 500 casos aproximadamente.
La indiferencia social posterior al conflicto contrastó con el fervor patriótico que el 2 de abril de 1982 generó el anuncio de la “recuperación” de las islas Malvinas, en boca de Leopoldo Galtieri. La Plaza de Mayo, teñida de color celeste y blanco, se colmó de miles de ciudadanos, entre ellos muchos reconocidos dirigentes políticos y sindicales. Aclamaban al dictador, quien decía: “Si quieren venir, que vengan: les presentaremos batalla”.
Al final de la guerra, el 14 de junio, todo cambió de golpe. Tras la derrota, esa misma gente trató de incendiar la Casa de Gobierno, echó a Galtieri del poder y no quiso volver a hablar de Malvinas por mucho tiempo. El final del conflicto cerró el capítulo de la dictadura y fue un factor decisivo para la reinstauración de la democracia, pero, en cuanto a la guerra, la sociedad no se hizo cargo de sus responsabilidades.
Al volver, las autoridades y la sociedad se comportaban como si los soldados fuéramos los responsables de la derrota. Hubo un acuerdo tácito para olvidar la guerra, esconder a los que regresábamos y borrar de las mentes lo vivido. Para obtener la baja militar, los oficiales hicieron firmar a los soldados una declaración jurada, en la que nos comprometíamos a callar y por ende a olvidar. Hablar de lo ocurrido durante la guerra fue lo primero que nos prohibieron. Así, el dolor, las humillaciones, la frustración, el desengaño, la furia, quedaron dentro de cada uno de nosotros hasta tornarse insoportables en muchos casos. Es que hablar, contar, era el primer paso para exorcizar nuestro infierno interior y empezar a curar las heridas. Pero no se podía, eran cuestiones de Estado. De modo que el regreso fue cruel, en silencio, a escondidas. La bienvenida quedó para la intimidad del hogar.
No está en discusión el justo reclamo de soberanía que Argentina mantiene sobre las islas desde 1833. Pero eso nada tiene que ver con el análisis descarnado de lo ocurrido en 1982. Durante mucho tiempo se ha preferido eludir la autocrítica de la derrota, de la que nadie quiso hacerse cargo. Galtieri y Jorge Anaya murieron sin haber hablado, sin enfrentar sus responsabilidades políticas y militares.
El genocidio iniciado por los militares el 24 de marzo de 1976 continuó de algún modo en Malvinas. La misma crueldad, el mismo desprecio por la vida ajena, la misma cobardía. En las islas, los militares cometieron aberraciones denunciadas por quienes las sufrieron en carne propia: tortura física y psicológica y estaqueos. Hubo excepciones individuales, sumadas a la valentía y capacidad técnica de los pilotos de la Fuerza Aérea que quedan fuera de estas calificaciones.
Un digno general de la Nación, Benjamín Rattenbach, elaboró en 1983 un informe, a pedido de la Comisión de Análisis y Evaluación Político-Militar de las Responsabilidades del Conflicto del Atlántico Sur. El informe califica la Guerra de Malvinas como una “aventura irresponsable”. Señala que cada arma funcionaba por su cuenta, que carecían de preparación y que la conducción estuvo plagada de errores. Sobre esta base, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas condenó a reclusión y destitución a: Galtieri por 12 años; al almirante Jorge Anaya por 14 años y al brigadier Basilio Lami Dozo por 8 años. No hubo otros condenados. Finalmente los tres fueron indultados en 1990 por el presidente civil Carlos Saúl Menem.
El descarnado informe del general Rattenbach fue silenciado por sus camaradas, que no quisieron hacerse cargo del debate y asumir una autocrítica sobre lo ocurrido.
La difícil recuperación de las secuelas de la guerra y de la reinserción social y el Trastorno de Estrés Postraumático (TEP) afectó en diverso grado a todos los ex combatientes. El TEP es un estado depresivo crónico, propio de alguien que ha experimentado de forma directa la guerra. Genera una constante sensación de temor, angustia y pesadillas, miedos, problemas de relación, irritabilidad, dificultades para conciliar el sueño, sobresalto, un elevado nivel de violencia e irritabilidad, inclinación por las adicciones, entre tantos síntomas. Sin ayuda psicológica es difícil la recuperación.
Durante años no hubo ningún tipo de asistencia ni ayuda, recién en los últimos tiempos la situación de los ex combatientes mejoró notablemente, cuando se realizó un relevamiento sociosanitario nacional de los que participamos de la guerra, para dar respuestas concretas y atender aquellos casos de alta vulnerabilidad. A partir del 2004, el Estado otorga una pensión equivalente a tres jubilaciones mínimas.
Con la ayuda del ex presidente Néstor Kirchner, en septiembre del 2005 se estrenó el film Iluminados por el fuego. Sin dudas, contribuyó a abrir un debate sobre lo ocurrido en Malvinas. Hasta ese momento poco o nada se sabía sobre los suicidios y los traumas de posguerra entre los soldados, y la película realizada luego por Tristán Bauer mostró la cotidianidad de la guerra: el hambre, las torturas a soldados por sus propios jefes. Desde entonces se multiplicaron las denuncias de los soldados sobre los malos tratos. Al margen de los errores tácticos y estratégicos que definieron la suerte de la guerra, lo que aparece como inaudito son los injustificados malos tratos, las crueldades de algunos oficiales y suboficiales hacia sus soldados como los estaqueos durante horas en la turba mojada, con temperaturas bajo cero. En su gran mayoría eran castigos por robar comida. El hambre dolía tanto como el frío austral.
El maltrato y la injusticia no fueron una circunstancia inevitable de la guerra, sino consecuencia de un tratamiento humano indigno.
Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas, manifestó poco tiempo atrás su compromiso con la causa Malvinas y dijo: “El escarnio, el abandono, el valor de estos conscriptos que con el pecho abierto al amor por la Patria fueron a defenderla pero indefensos. Nos concierne a todos los pobladores del país saber que no es posible el olvido, que 28 años después la leyenda es un dolor abierto y que debemos saldar estas deudas”.
Los ejes fundamentales de verdad, memoria y justicia que predominan en este bicentenario deben profundizarse en el caso de Malvinas para establecer la verdad de lo ocurrido. Algo que la sociedad les debe a los caídos y a los que combatieron con dignidad en Malvinas. Debemos separar a aquellos que lucharon con honor de quienes consideraban un acto de valentía estaquear a un soldado hambriento.
Necesitamos ganarle a nuestra propia guerra y recordar tanto a los que murieron en las islas como a los que volvieron y, como consecuencia de la indiferencia y el olvido, se quitaron la vida.
Por la vida...
* Periodista y ex combatiente de Malvinas.
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