Domingo, 2 de octubre de 2011 | Hoy
EL PAíS › ADELANTO DEL LIBRO KIRCHNER INTIMO, DEL PERIODISTA DANIEL MIGUEZ
Daniel Miguez propone un recorrido por la vida del ex presidente a partir de episodios puntuales que muestran sus diferentes facetas: el militante, el amigo, el político, el esposo, el compañero. Aquí, una selección de los textos de Kirchner íntimo. El hombre y el político, por el periodista que mejor lo conoció (Editorial Planeta).
Esa noche, una de las más intensas para el kirchnerismo, estaba en tratamiento en el Senado el proyecto de ley que había tenido media sanción en la Cámara de Diputados para establecer las retenciones móviles a las exportaciones de oleaginosas. La medida había provocado la protesta de las cámaras empresariales agropecuarias, con acciones extremas, como cortes totales de rutas nacionales y la no comercialización de granos.
Las manifestaciones de protesta, que se extendieron durante cuatro meses de 2008, tuvieron un respaldo absoluto de los medios de comunicación opositores al Gobierno. Los empresarios agropecuarios –a quienes los grandes medios definían como “chacareros”– también recibieron la adhesión de buena parte de la clase media.
La sesión en el Senado comenzó el miércoles 16 de julio y terminó a las 4.30 de la madrugada del jueves 17, después de 18 horas de discursos.
Ya se sabía que la oficialista riojana Teresita Quintela se había dado vuelta horas antes de la votación y cada vez era más firme la versión de que lo mismo haría el santiagueño Emilio Rached, luego de las amenazas que había sufrido su familia en Pinto, el pueblo de Santiago del Estero del que había sido intendente. Si Rached votaba contra el Gobierno, la votación quedaría empatada en 36 votos y debería definir el vicepresidente Julio Cobos.
La Presidenta miró buena parte del debate por televisión en su despacho y pasadas las 9 de la noche se subió al helicóptero como todos los días para regresar a la Quinta de Olivos. Allí retomó el seguimiento de la sesión junto a Kirchner, al secretario Legal y Técnico, Carlos Zannini; al secretario de Inteligencia, Héctor Icazuriaga; a Osvaldo “Bochi” Sanfelice –un viejo amigo de Kirchner–; al subsecretario de Medios, Alfredo “Corcho” Scoccimarro, y al secretario privado de Kirchner, Juan “Tatú” Alarcón.
Cerca de la medianoche, cuando ya les habían confirmado que Rached votaba en contra, quedaba la esperanza de que Carlos Menem no volviera porque se había retirado enfermo. Pero cuando la oposición supo que Rached votaría junto a ellos y podía empatar la votación, Eduardo Menem envió un auto a buscar a su hermano, que al rato, maltrecho, volvió a sentarse en su banca. La definición quedaba, entonces, en manos de Cobos.
“Me voy a dormir. Ya sé cómo termina esto: Cobos nos va a traicionar. ¿Ustedes se van a quedar despiertos?”, dijo Cristina.
Kirchner y sus acompañantes, efectivamente, se quedaron despiertos, con la esperanza de que pudieran convencer a Cobos, aunque los inquietaba que no contestara el teléfono. Alberto Fernández, en su oficina de la Casa Rosada, avanzada la madrugada se pudo comunicar con el vicepresidente, quien le informó que iba a votar en contra, a pedido de su hija.
A las 4.30 de la mañana Cobos dijo “mi voto no es positivo”. Kirchner insultó al televisor, como si la decisión del vicepresidente lo hubiera sorprendido. Uno de sus interlocutores trató de buscar el lado positivo de la situación:
–No hay mal que por bien no venga. Por lo menos, se termina el conflicto.
–Nunca es bueno perder una votación respondió Kirchner fastidiado.
Luego se quedó un largo rato sentado en un sillón casi sin hablar. Cada tanto repetía su arrepentimiento por haber convencido a Cristina de que aceptara a Cobos como vice.
Al rato ella bajó por la escalera desde su habitación en el primer piso, vestida con un salto de cama sobre el pijama, y se sorprendió: “¿¡Qué hacen todavía acá!?”.
Alguien le comentó sobre el voto de Cobos. “¿No les dije?”, contestó. Y agregó con total calma, dirigiéndose a Néstor: “Vamos, vení a dormir”. Al resto les dijo: “Ustedes también vayan a descansar que hoy mismo tenemos que empezar a remontar esto”. Pero el día después no sería tan fácil de transitar.
El 25 de mayo de 2003 tenía asignada la tarea de cubrir para Clarín la asunción de Néstor Kirchner como presidente de la Nación. Seguí sus pasos desde las 14, cuando salió hacia el Congreso desde su departamento en un sexto piso de la calle Uruguay, casi Juncal, en medio de un centenar de vecinos entre los que sobresalía la inconfundible figura de China Zorrilla.
Kirchner y Cristina salieron abriéndose paso entre una veintena de fotógrafos y subieron a un Renault Laguna azul que los llevó al Congreso, donde Eduardo Duhalde le traspasó el poder, colocándole la banda presidencial y entregándole el bastón de mando.
De allí, a la Casa Rosada, donde debía tomarle juramento a los ministros. Esas 15 cuadras fueron recorridas lentamente por el auto presidencial entre miles de personas con banderas argentinas que colmaban las veredas de la Avenida de Mayo. Apenas bajó del auto, en vez de subir por la alfombra roja extendida en las escalinatas de la entrada de la avenida Rivadavia, Kirchner enfiló a paso rápido hacia la Plaza de Mayo. Atravesó las vallas y se metió en medio de la multitud.
Donde habían bajado del auto, se quedaron parados Cristina y Máximo. Como yo había podido colarme en el último de los autos de la caravana oficial que había arrancado en el Congreso, pude bajarme en ese lugar, situación ideal para cualquier periodista. Me acerqué a ellos y hablamos de la emoción del momento. Cristina confesó que contrariamente a lo que ella suponía –teniendo en cuenta lo que había llorado cuando Kirchner asumió como gobernador de Santa Cruz en 1991– no se emocionó en el acto de traspaso de mando en el Congreso, pero que sí se quebró después, en el auto, al ver la alegría de la gente a lo largo de la Avenida de Mayo.
En medio de la charla alguien apareció corriendo y avisó: “Néstor se lastimó la frente y lo llevaron a la enfermería”. En el tumulto de saludos en Plaza de Mayo se había golpeado con la cámara del fotógrafo Martín Acosta, de Clarín.
Cristina y Máximo subieron apurados por la alfombra roja y yo detrás de ellos. En la confusión, ningún guardia atinó a detenerme. Cuando llegamos a la enfermería, un médico le estaba cerrando la herida con pegamento. Después una curita y listo. “No fue nada”, repetía Kirchner.
Al salir de la enfermería la familia Kirchner subió por el ascensor que lleva al despacho presidencial. Yo los perdí, pero al darme cuenta de que el personal de seguridad de la Casa Rosada sólo reconocía a los que provenían del gobierno saliente de Duhalde, con mañas de periodista logré pasar desapercibido. Fue cuestión de aprovechar que estaba vestido de traje, poner rictus de funcionario y no dudar. Así llegué a un salón donde estaban reunidos los futuros ministros. Más tarde, pude colarme en el reducto de los gobernadores y, mezclado entre ellos, llegué al despacho presidencial.
Apenas entré, tuve que ir al baño. Y descubrí uno dentro de la misma oficina del Presidente. Me estaba lavando las manos cuando vi entrar a Kirchner, con su banda celeste y blanca, su bastón y su apósito en la frente. Aprovechando que estábamos a solas y sin reparar en lo inusual del escenario, se me ocurrió preguntarle por qué, un rato antes, se había zambullido en la multitud. Mientras yo le preguntaba, él miraba alrededor buscando un lugar adecuado donde apoyar el bastón de mando. Pero se detuvo, me miró y respondió: “¿Sabés? Un día como hoy, hace exactamente 30 años, yo estaba en esa plaza festejando la asunción de Cámpora. ¿Cómo iba a dejar pasar esta oportunidad única en la vida y no darme ese gusto? Yo soy uno de ellos, de los que están ahora en la plaza”. Me pareció inapropiado seguir la charla en un lugar que desde ese día formaba parte de su intimidad. “Nos vemos”, le dije, y me fui impactado por su confesión y, sobre todo, por la emoción de su voz al contarlo.
Una de las preocupaciones de Kirchner desde antes de asumir la Presidencia fue la de acumular poder y atenuar la imagen de debilidad que podía derivarse del flaco 22% que obtuvo en las elecciones del 27 de abril de 2003, al no presentarse Carlos Menem a la segunda vuelta prevista para el 18 de mayo. Eso se dijo muchas veces y es así. Sabía que con buena parte del justicialismo y del sindicalismo peronista tenía pocas cosas en común. ¿Qué lo unía al gobernador de Santiago del Estero Carlos Juárez o al gremialista Luis Barrionuevo, más que el sello de un partido político?
Soñaba con una arquitectura gigantesca, que implicaba sincerar ideológicamente la política nacional y que al final del camino quedaran en pie dos grandes fuerzas: una de centroizquierda y una de centroderecha. ¿No estaban más cerca de un pensamiento común en aquel entonces peronistas como Kirchner, Chacho Alvarez, Pino Solanas y Víctor de Gennaro de radicales como Federico Storani, Elisa Carrió y Margarita Stolbizer? ¿No estaban más cerca radicales como Ricardo López Murphy y Fernando de la Rúa de peronistas como Carlos Menem y Juan Carlos Romero o de liberales como Domingo Cavallo y Mauricio Macri?
Como lo demostró el tiempo, eso no le fue posible.
Pero por entonces estaba empeñado en construir alianzas que cruzaran transversalmente a los partidos. Del mismo modo aspiraba a que el apoyo sindical que necesita todo gobierno no dependiera sólo de dirigentes desgastados que seguían estando al mando de la CGT.
Por eso desde el primer día quiso convencer al jefe de la CTA, Víctor De Gennaro, de que, paulatinamente, con el apoyo del Gobierno, se fuera convirtiendo en actor principal del sindicalismo argentino. No le era fácil decirle que sí a la propuesta de Kirchner. De Gennaro tenía en la CTA al socialismo, al ARI y al PC, entre otros sectores, y temía un desbande en su propia fuerza si aceptaba acercarse al Presidente.
Néstor no le pedía que se pasara a la CGT, sino que creciera la CTA. Pero el dirigente sindical solía argumentar en confianza: “Este quiere ser Perón sin hacer lo que hizo Perón, que no le dijo a los sindicatos ‘apóyenme que voy a hacer esto’. Lo hizo. Y por eso lo apoyaron. Que rompa con Duhalde, rompa con la CGT y toda la runfla y entonces lo vamos a apoyar”. Algunos que lo escuchaban lo miraban un poco sorprendidos. Kirchner acababa de asumir la presidencia a la que había llegado con el apoyo decisivo de Duhalde y De Gennaro le pedía que rompa ya.
El 17 de octubre de 2003 jugó su última carta. Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil, con el que había sellado una alianza estratégica y una sólida relación personal, estaba de visita en la Argentina. Y era amigo de De Gennaro. Ese día, como parte de las actividades, iban a visitar el Glaciar Perito Moreno, orgullo de Santa Cruz, la provincia de Kirchner. Entonces el presidente le pidió a su colega brasileño que intentara convencer al gremialista.
Lula estaba totalmente de acuerdo en ese punto con Kirchner. No creía que tuviera éxito el plan de su amigo Víctor de emularlo y construir una fuerza como el PT brasileño, que fuera creciendo de a poco y que después de perder varias elecciones finalmente la sociedad le diera la oportunidad de llegar al gobierno. Para Lula ese momento difícilmente llegaría. El momento era este.
Con el ok del presidente de Brasil, Kirchner invitó a De Gennaro a viajar con ellos en el Tango 01 a El Calafate. Dos horas después de la partida de Aeroparque, Lula llamó a su amigo sindicalista y ambos entraron solos a la oficina presidencial aérea, que sólo tiene asientos de avión alrededor de una mesa de madera, rectangular aunque con puntas mochas. El despacho está ubicado en el medio del avión y junto al dormitorio conforman un bloque que apenas deja un pasillo que conecta el sector de asientos que está adelante, reservado para el Presidente y los ministros, con las filas posteriores donde viaja el resto del pasaje.
Media hora después salieron y De Gennaro volvió a su asiento en la parte trasera del avión sin decir una palabra. Lula fue hacia adelante a reunirse nuevamente con Kirchner. Luego de unos minutos de silencio, el líder de la CTA me comentó entre risueño y sorprendido:
–¿Podés creer? Lula me apretó.
–¿Para qué juegues con Kirchner? –le pregunté.
–(De Gennaro asintió con la cabeza.)
–¿Y qué vas a hacer?
–No sé, no sé... vamos a ver se excusó.
La respuesta ahora es obvia. De Gennaro no aceptó. Kirchner optó como único aliado por Hugo Moyano, con quien también venía conversando desde el comienzo de su gestión. El dirigente camionero lideraba el MTA, que había enfrentado las políticas liberales de Menem y De la Rúa, y que también le daba pelea al secretario general de la CGT, Rodolfo Daer.
La CTA de todos modos se le escapó de las manos a De Gennaro. Tanto su segundo, Edgardo Depetri, como Ariel Basteiro y Luis D’Elía prefirieron seguir a Kirchner. Y años después la central sindical terminó fracturándose, con Hugo Yasky y Roberto Baradel más cerca del Gobierno y De Gennaro y Pablo Micheli en franca oposición.
No sólo era el traje con mocasines y el saco desabrochado, o la birome Bic negra en lugar de una elegante lapicera. A Kirchner le chocaba la formalidad. El ceremonial y el protocolo eran para él rituales absurdos y vetustos. Basta recordar cuando Eduardo Duhalde le entregó el bastón de mando, las piruetas que hizo con él en la mano. Los pasos de minué de la diplomacia lo fastidiaban tanto que apenas llegaba a un evento de esas características lo único que quería hacer era irse, salvo cuando a la ocasión podía sacarle algún provecho político.
La primera prueba de fuego verdadera en su relación con el protocolo la afrontó a menos de seis meses de haber asumido la Presidencia, cuando el 12 de noviembre de 2003 tuvo su debut con gente de la realeza. En los días previos, la visita estelar de los Reyes de España tenía en vilo al personal de ceremonial de la Casa Rosada. Y aún más nerviosos se sentían ante un Kirchner que no les prestaba la más mínima atención cuando querían instruirlo sobre reglas de urbanidad en el mundo de la monarquía. “Sí, sí”, les decía sin escucharlos.
Hasta que llegó el momento de recibir a los reyes Juan Carlos y Sofía. A los presidentes podía llamarlos simplemente “presidente” o, si tenía confianza, por su nombre de pila, pero al rey no le podía decir rey, ni Juan Carlos. Tenía que dirigirse a él como Su Majestad, algo que incomodaba especialmente a Kirchner, que estaba bastante lejos de sentirse súbdito de nadie.
Los Reyes de España habían llegado el martes 11 de noviembre de 2003 a la noche en medio de una tormenta tremenda y vivieron una experiencia dramática. El avión casi se estrella contra la pista del Aeroparque Jorge Newbery si no fuera por la increíble pericia del piloto real, según comentaban todos, incluido Kirchner, al día siguiente. “El avión parecía un papelito en el viento. No sé cómo hizo el tipo para ponerlo en la pista”, le contó al presidente un experimentado piloto de la Fuerza Aérea Argentina que había presenciado el aterrizaje. Kirchner se fue a dormir un poco abrumado por lo que pudo haber ocurrido y afortunadamente no sucedió.
La primera actividad al otro día era una visita al Glaciar Perito Moreno, en El Calafate. Allí, Kirchner y Cristina recibieron a los Reyes. En el paseo, primero en catamarán y luego en una caminata por la boscosa costa del Lago Argentino, Néstor, con la concentración de quien está haciendo los deberes, había desplegado un par de veces el ensayado Su Majestad. Pero en un momento de repentización, en el que se apuró para mostrarle una vista del paisaje al Rey, que iba dos pasos delante de él, le tocó el brazo y lo llamó: “Che, Majestad...”. No quedó claro si el Rey entendió bien la apelación, pero hizo un leve gesto entre risueño y sorprendido al darse vuela.
Al día siguiente, en la cena de gala en el Palacio San Martín de la Cancillería, Kirchner, sentado al lado del rey Juan Carlos, volvió a nombrarlo según el protocolo, aunque a veces le decía Majestad a secas. Hasta que cortó por lo sano y le confesó al Rey su incomodidad:
–La verdad, me cuesta llamarlo Su Majestad.
–¡Pero, hombre! ¡Llámame Juanito! -fue la rápida respuesta de Juan Carlos entre risas.
Néstor también rió y lo abrazó apoyando su cabeza en el pecho del Rey, lo que se transformó en una recordada foto que por esos días dio la vuelta al mundo.
Kirchner tenía un sentido del humor fuera de lo común. Era un tipo muy gracioso, con salidas rápidas y justas, ya sea en tono de burla como de ironía. También tenía una tentación irrefrenable por las bromas, pero una se le fue de las manos y casi le cuesta la renuncia del entonces ministro de Defensa, José “Pepe” Pampuro.
El Presidente y el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, de-sayunaban en el comedor presidencial de la Casa Rosada mientras hojeaban los diarios del día, el 28 de agosto de 2003. Kirchner leyó en Clarín que el Gobierno iba a aumentar en 150 millones de pesos el presupuesto para Defensa y percibió que fue Pampuro quien le pasó el dato off the record al periodista.
El ministro hacía un tiempo que había pedido ese aumento presupuestario. Finalmente, Kirchner lo convalidó y les informó a Fernández y al ministro de Economía Roberto Lavagna para que le dieran el ok a Pepe. Todo normal. Pero al leer la noticia, al presidente se le ocurrió hacerle una broma al ministro. Lo llamó por teléfono y le dijo: “Estoy leyendo en Clarín que va a aumentar el presupuesto militar. Creo que están equivocados”. Pampuro argumentó que Fernández y luego Lavagna le habían confirmado esa decisión. “Pero esos temas los tenés que hablar conmigo”, le dijo Kirchner. Y cortó. Entre risas le dijo a Fernández: “En un rato lo llamo”. Para sincerar la broma, claro. Pero algo falló.
Quienes conocen a Pampuro coinciden en que tiene una marcada tendencia a bajonearse cuando pasa un mal momento. Kirchner demoró la llamada aclaratoria y al mediodía, una de las periodistas de La Nación que cubría noticias de Casa de Gobierno, Paola Juárez, telefoneó a Pampuro para confirmar la noticia publicada por Clarín. Pampuro, abatido, no sólo lo desmintió, sino que le dijo que iba a renunciar.
Con la primicia de la renuncia del ministro en la mano, la periodista llamó al Jefe de Gabinete para consultarlo sobre la baja en el elenco ministerial. “¿Qué renuncia?”. Cuando Juárez le informó que la decisión se la había trasmitido el propio Pampuro, a Fernández le cayeron todas las fichas juntas: recordó la broma de la mañana y dedujo que Kirchner no había vuelto a llamar al ministro de Defensa. “No va a renunciar de ninguna manera. Fue un malentendido producto de una broma, Paola. Te lo juro”. Fernández cortó sabiendo que no había logrado convencer a la periodista y que la noticia de la renuncia iba a salir publicada. Inmediatamente llamó a Pampuro. “Pepe, ¿vos le dijiste a Paola Juárez que renunciabas?”. El ministro asintió y explicó los motivos. “Fue una broma de Néstor. El aumento del presupuesto está aprobado. Por favor, llamá a Paola y aclarale que no renunciás”.
Fernández acababa de cortar con Pampuro cuando Kirchner entró a la oficina del jefe de Gabinete por una puerta interna que la separa del despacho presidencial. “Pepe le dijo a La Nación que iba a renunciar”. Kirchner abrió los ojos sorprendido. “Nunca supo que lo de esta mañana había sido una joda”, le explicó Fernández, y Kirchner se agarró la cabeza. “Nooooo. Llamalo, decile que le pido disculpas e invitalo a la cena con Lagos”. Así fue. Esa noche, en el Palacio San Martín de la Cancillería, durante la cena de honor al presidente chileno Ricardo Lagos que visitaba el país, Néstor le pidió perdón personalmente a Pampuro.
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