EL PAíS › OPINION

Bombas, palmeras ardiendo

 Por Adriana Meyer

Esa noche hacía calor. Al salir de la redacción la marea humana que iba hacia Plaza de Mayo me desvió de mi camino a casa. Las personas superaban las veredas y circulaban por las calles. La necesidad de estar ahí no era sólo periodística, había una extraña comunión entre los que protestaban, cierta euforia por la expectativa de protagonizar algo. Cerca de las 23, cuando la noticia de la renuncia del ministro de Economía Domingo Cavallo llegó a la plaza, hubo festejo. Eso que esperábamos empezaba a suceder. Algunos siguieron el mensaje de De la Rúa por la radio y volvió la bronca. El anuncio del estado de sitio fue puro combustible al fuego. Al rato ardió una de las palmeras de la plaza. “Uy, se les fue la mano, la protesta es pacífica”, dijeron varios. Quedé demasiado cerca del vallado de la Casa Rosada, la primera bomba de gas que tiró la policía cayó casi a mis pies, siguieron varias estampidas que retumbaron en la plaza y terminé sobre el asfalto cuando empezó el debande.

Me pisaron una y otra vez, y aunque logré sostenerme abrazada a un árbol de la vereda del Banco Nación sentía que me ahogaba. En la puerta de algún recital de rock había aprendido a correr para el lado contrario del viento, pero esa noche fue imposible, el aire picaba, quemaba. Quedé tan aturdida que al día siguiente no tuve resto para la batalla que seguía entre Plaza de Mayo y Avenida 9 de Julio. “Cayó uno de los nuestros”, me dijo por teléfono una compañera de Correpi, por Petete Almirón. Supe de los demás muertos, vi la foto de Cárdenas, mis magullones se volvieron insignificantes.

Luego de diez años, el Congreso en cuyas escalinatas cayó Cárdenas está enrejado, así como la Plaza de Mayo perdió casi una mitad por el vallado que la policía pone ante cada nueva protesta. Tras aquellas jornadas la gente llegó demasiado cerca, el poder tuvo miedo y salió a matar.

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