Domingo, 11 de noviembre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Eduardo Jozami *
¿Cómo precisar el sentido político de una marcha sin liderazgos claros ni definiciones políticas compartidas? En principio, por las presencias y las ausencias: fuerte concentración en los barrios del norte porteño y del conurbano, notable presencia de sectores medios, muy escasa participación de las capas más populares de la sociedad. Este abrumador predominio de las capas medias no es en sí mismo algo negativo y en este mismo diario hemos advertido contra los riesgos de la demonización de ese sector social: las manifestaciones por los derechos humanos y otras reivindicaciones culturales no nos parecen menos importantes por su impronta, muchas veces clasemediera. Sin embargo, cuando una movilización tan masiva no incluye a los más pobres, cuando recorta “una sociedad de las clases medias” –vieja utopía de las derechas– hay que estar prevenido contra esa mirada necesariamente discriminatoria que evoca al más rancio antiperonismo.
Los manifestantes –se ha dicho– expresarían sólo un malestar, pero los portadores de este malhumor social, cualesquiera sean las razones muy diversas que los animan, coinciden en el objetivo central que es golpear al Gobierno. Se oponen a la reelección de Cristina, pero desearían que dejase de gobernar ya, aunque esta vez una conducta más civilizada limitó las consignas más agresivas contra la Presidenta.
Cabe también preguntarse por la urgencia que lleva a convocar dos marchas en estos meses. Como las elecciones están todavía lejos, hay que pensar que se quiere obtener algún efecto en la coyuntura y entonces la fecha del 7 de diciembre aparece como factor determinante. Sería innecesario expresar conclusión tan elemental si no fuera que los dirigentes opositores niegan enfáticamente esa relación, al tiempo que se sorprenden de que sus interlocutores kirchneristas simplifiquen hasta tal punto la realidad como para creer que el Grupo Clarín tiene algo que ver en estas protestas.
No se esclarece más el sentido de la movilización ubicando en el centro el reclamo por la inseguridad, aunque esta sea la demanda más expresada. No puede señalarse que este gobierno haya hecho menos por garantizar la seguridad que los anteriores y sería bueno acostumbrarse a pensar que la cuestión de la seguridad atraviesa la sociedad argentina y que no existe –como alienta a creer un discurso demagógico– un partido de las víctimas y otro de los delincuentes. El discurso simplificador de la “mano dura” no es patrimonio de Macri y De Narváez: tiene peso también en algunos oficialismos provinciales, mientras que –cuando un antikirchnerismo primario no los obnubila– no pocos dirigentes de la UCR y el socialismo pueden coincidir con el gobierno en una política de seguridad democrática como la que se acordó en su momento con los organismos de derechos humanos.
Dos problemas de la economía –precios y control cambiario– estaban en el discurso de los manifestantes. El cuestionamiento a los aumentos de precios es fácil de entender y seguramente el Gobierno irá creando las condiciones que permitan desarrollar el discurso que planteó la Presidenta en la ONU: es inevitable la variación de precios en una economía que se expande y, en determinado momento, debe elegirse entre fijar metas de inflación, restringiendo el crecimiento y afectando el nivel de empleo o plantear metas de crecimiento, arriesgando algunos puntos de incremento de los precios.
En cuanto a la restricción cambiaria, tampoco es difícil explicarse el descontento. La preferencia por ahorrar en dólares tiene menos que ver con el patriotismo que con el nivel de las tasas de interés en pesos y de ahí que el Gobierno que se muestre preocupado por ofrecer a los ahorristas otras opciones en moneda nacional. Pero sí puede entenderse la inquietud y hasta el malhumor de sectores de la clase media en este punto, menos explicable resulta que simplifiquen el debate, planteen una relación entre el derecho al dólar y la libertad a secas, desmentida por la historia argentina, y olviden que el principal deber del Gobierno en esta materia es garantizar la tenencia de dólares para evitar la recesión y el desempleo. El espejo europeo debería ser más tenido en cuenta.
En estos temas económicos se advierte claramente la imposibilidad de un acuerdo del conglomerado opositor. Seguramente, muchos dirigentes no comparten la visión elemental de quienes fetichizan el dólar y rechazan como ilegítimo todo control cambiario, pero están incapacitados de proponer alternativas porque cualquier debate sobre política económica descubriría las diferencias insalvables entre los nostálgicos de los ‘90 y quienes han aceptado tradicionalmente una mayor presencia estatal. En este contexto, los políticos opositores se amputan toda posibilidad de ofrecer un programa y convalidan ese discurso primario que se desentiende de los efectos de la “libertad económica” sobre los sectores más pobres de la sociedad.
De este modo, la interacción de este conjunto social, básicamente integrado por grupos medios y altos aunque cuente con el concurso de algunos dirigentes sindicales, con los políticos del espacio opositor se limita inexorablemente. Los dirigentes de la centroderecha se exhiben públicamente porque no les cuesta mucho coincidir con el discurso dominante en las manifestaciones. Pero aun ellos deben cuidarse por no arriesgar la unidad de los convocados, porque no son pocos los que resisten considerar al displicente Mauricio Macri como su jefe político, aun entre quienes lo apoyan para oponerse al gobierno nacional.
La apuesta del centroizquierda es más riesgosa porque suma fuerzas a la ofensiva opositora sin que sea probable que pueda capitalizarla: el antikirchnerismo primario de estas convocatorias expresa, en gran medida, el viejo discurso antipolítico que compró la derecha argentina hace años, cuando no podía organizar un partido que expresara sus intereses. Por otra parte, radicales, socialistas y algunos dirigentes que siguen considerándose de izquierda han suscripto una declaración sobre la independencia del Poder Judicial que tiende a legitimar todas las maniobras del Grupo Clarín. Expresa –además– una visión absolutamente acrítica de la Justicia argentina que no es, por cierto, expresión de ningún pensamiento progresista.
A pesar de esos esfuerzos por acercarse a la derecha, ningún progresismo puede capitalizar el sentido de una marcha que apoyó de modo vergonzante. Para encubrir este dato fuerte de la realidad, se ensalza la participación de la gente sin la mediación de los partidos, como si esa ausencia de los políticos garantizara cierta pureza de las intenciones y la espontaneidad de la participación. Esta ingenuidad difícilmente creíble sería tal vez cómica en un país que no hubiera pasado por la experiencia del 2001. Después de aquel generalizado rechazo expresado en el “que se vayan todos”, Néstor Kirchner inició en 2003 un proceso de relegitimación institucional que devolvió en buena medida credibilidad a la política, la que pudo pensarse otra vez como herramienta de transformación. Invocando hoy las virtudes de una movilización sin partidos, incluso quienes siempre tuvieron una visión más bien partidocrática, retroceden respecto de ese camino de fortalecimiento de las instituciones iniciado por el kirchnerismo. La virtuosa jactancia de los que proclaman su respeto por el pueblo, afirmando que no quieren apropiarse de la protesta social, encubre mal el oportunismo: sólo tiran piedras contra el poder, conscientes de que no pueden forjar una alternativa que les permita presentarse como opción.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
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