Domingo, 14 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Los obituarios de Margaret Thatcher se han centrado razonablemente en asociar la trascendencia de su figura a los años inaugurales del auge mundial del neoliberalismo. Efectivamente, esa época fue el apogeo de la recientemente desaparecida líder conservadora británica. El mundo llamó a las transformaciones de las que fue precursora junto a Ronald Reagan “la revolución neoconservadora”; en ella confluyeron las visiones restrictivas de la promoción de derechos individuales propias del conservadurismo clásico con la consagración de la doctrina neoliberal, rigurosamente partidaria de las más amplias libertades de mercado y la general desaparición de las regulaciones estatales.
La dama de hierro no fue solamente precursora de la ejecución política de esos dogmas de la época; fue también quien sintetizó con más precisión y patetismo esos postulados: “la sociedad no existe”, afirmó a mediados de la década de los ’80. La sociedad era para Thatcher el santo y seña de la retórica izquierdista, fundamento ideal de las experiencias de estatismo y avance sobre las libertades individuales que habían destruido por dentro a las democracias europeas en la era “keynesiana” iniciada después de la Segunda Guerra. El relato thatcheriano supo enlazar discursivamente el fracaso, evidente a esa altura, del socialismo soviético y de su campo de influencia, con los factores estructurales de las crisis que atravesaban las economía de los países capitalistas desarrollados desde mediados de la década de los setenta. Ambos fenómenos quedaban asociados en la crítica a la voracidad de estados burocráticos y parasitarios que estrangulaban la iniciativa y la competitividad de los propietarios privados.
Con el derrumbe de los estados socialistas de la URSS y el este europeo llegaría el tiempo de la consagración del pensamiento neoconservador-neoliberal como la única interpretación posible del mundo. Las reformas neoliberales que recorrieron el mundo fueron situadas en el lugar de un fenómeno natural, cuya impugnación equivalía a la negación del principio físico de la gravedad. Había espacios para disidencias políticas menores entre progresistas y conservadores; pero la privatización, la desregulación y la apertura irrestricta de la economía eran fórmulas suficientes para que los países pudieran alcanzar el paraíso de la prosperidad ilimitada.
Thatcher tuvo una extraordinaria presencia en la Argentina de los últimos treinta años. Claro está, la guerra de Malvinas fue un acontecimiento altamente traumático para nuestra conciencia social y, al mismo tiempo, el comienzo del fin de la dictadura cívico-militar instalada en 1976. Malvinas fue entre nosotros dolor por el sacrificio humano provocado por la aventura militar y furia por la criminalidad de guerra puesta en acción por la potencia colonial usurpadora, particularmente por el hundimiento del buque General Belgrano. Fue conciencia de una agonía y promesa de un renacimiento. La guerra perdida funcionó también como una sangrienta constancia de las relaciones de fuerza mundiales y alimentó la idea de la imposibilidad de cualquier proyecto que intentara desafiar a los poderosos de la época. La consigna de la “desmalvinización” estableció el nexo ideal entre el rechazo al régimen militar –que se extendió y ganó en profundidad con las denuncias del exterminio dictatorial– con la necesidad de una democracia capaz de convivir con una cuota importante de resignación ante las injusticias. La fórmula implícita de las “transiciones y consolidaciones democráticas” –tan en boga en nuestros años ochenta– era la sistemática atenuación de los conflictos, con vistas a no volver a despertar a las fieras del golpismo y de la guerra.
Esas coordenadas ideológicas en las que nació nuestra democracia actual influyeron fuertemente en las condiciones en las que se desplegó la transformación neoliberal en nuestro país. Todos tenemos presente que fue tal la hegemonía cultural alcanzada por el neoliberalismo que el más importante clivaje de la época dividía al menemismo, la “cirugía mayor sin anestesia”, de la constelación opositora que predicaba la defensa de los derechos y la sensibilidad ante la injusticia, dentro del mismo proyecto de reestructuración social y económica. Solamente el derrumbe generalizado de fines de 2001 pudo alterar ese cuadro de situación político-cultural en nuestro país. De la crisis de entonces emergió un clima de época que creó las condiciones para el surgimiento del proyecto político que gobierna desde 2003.
¿Puede hablarse de una presencia actual de Thatcher en Argentina? Sin duda la retórica de los mercados liberados y autorregulados ha perdido prestigio y solamente se deja percibir en los pliegues ocultos de algunas afirmaciones de los economistas de ayer, de hoy y de siempre. Es muy difícil exaltar la infalibilidad de los organismos de crédito internacional y la necesidad de copiar las políticas económicas de los “países serios”. No solamente por los resultados que esos organismos y esas políticas tuvieron en nuestra historia sino también porque muchos de esos “países serios” están sufriendo en carne propia esos mismos efectos.
Sin embargo, el neoliberalismo sigue siendo muy potente en la política argentina. Tiene un nuevo ropaje y una nueva línea de argumentación. Su clave discursiva es el autoritarismo. Ya no se trata, como en los años noventa, del enunciado de una línea de acción político-económica de trazos coherentes y científicamente fundados. Hoy adopta el repertorio de los derechos individuales frente al Estado, particularmente frente a un Estado gobernado por un populismo voraz que tiende a ocupar todos los espacios del mundo de libertades de las personas. Otra vez reaparece la thatcheriana inexistencia de la sociedad, bajo la forma de un variopinto “programa” que va desde la resistencia a las retenciones agrarias y la reivindicación de la libertad irrestricta para comprar y vender dólares hasta la equiparación de la elección popular del Consejo de la Magistratura con el asalto totalitario al poder. Con el drama de las inundaciones –como antes con el trágico accidente ferroviario del año pasado– el discurso encontró un interesante punto de contacto con la idea de justicia social; por eso los medios dominantes pusieron en escena un nuevo giro: el deslindamiento entre un pueblo noble y solidario y un Estado insensible e inútil. Al servicio de esa diferenciación confluyó una fuerte descalificación de la movilización popular y juvenil impulsada por organizaciones que respaldan políticamente al gobierno, con hechos de violencia patoteril, como los ocurridos en La Plata, que cierto periodismo reconvirtió en “enfrentamientos entre grupos peronistas” y sobre los que es necesario el máximo esclarecimiento y las penas que correspondan.
La presencia de Thatcher en la Argentina tiene también la forma de la autohumillación nacional que predican quienes prenden velas a un fallo desfavorable a nuestro país en el conflicto con los fondos buitre que se tramita en Nueva York, quienes amplifican la importancia de referéndums en Malvinas sin ningún reconocimiento internacional o presentan sistemáticamente al propio país como responsable de las tensiones con el gobierno británico. La derrota en Malvinas sobrevuela como un certificado contundente de nuestra inferioridad y nuestras imposibilidades. En esa lógica hiperindividualista y de sometimiento a los poderes permanentes en el país y en el mundo, entra perfectamente buena parte del discurso y la práctica actual de las fuerzas de oposición. Es como si la trágica colusión entre el autoritarismo irresponsable de Galtieri y la radical superioridad (bélica pero también político-cultural) de las fuerzas imperiales y colonialistas se perpetuara en la conciencia de muchos argentinos.
El discurso neoliberal-antiautoritario se presenta a sí mismo como expresión de coherencia con la Constitución nacional. Sin embargo, no hay sitio de nuestra Constitución que consagre el principio corporativo para la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura. Ninguno de sus artículos dispone que las medidas cautelares –como la propia Corte Suprema lo sostuvo con relación al trámite del grupo Clarín sobre la ley de medios audiovisuales– terminen reemplazando la solución de fondo de los conflictos. No hay nada en nuestro texto constitucional que permita ser interpretado como la consagración de un Poder Judicial aristocrático, inmune al escrutinio público o necesariamente enfrentado a las mayorías populares.
Los neothatcherianos argentinos harían bien, además, en revisar las credenciales escasamente democráticas de sus socios de los países desarrollados. No hubo golpe de Estado, dictadura ni proceso de violenta conculcación de las libertades públicas en nuestro dramático siglo XX que no tuviera el sello indisoluble de la defensa del individuo y de la libertad económica así como la impugnación del estatismo populista, según lo predican los ideólogos de los países más poderosos de la Tierra. La defensa de la democracia demanda aislar la presencia de Thatcher en la Argentina.
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