Domingo, 18 de agosto de 2013 | Hoy
EL PAíS › EDUARDO RINESI HABLO CON PáGINA/12 SOBRE EL ROL DE LAS UNIVERSIDADES PUBLICAS
La Universidad de General Sarmiento cumple veinte años y para festejarlo presentará desde este jueves con este diario una serie de veinte fascículos que resume los resultados del trabajo de sus investigadores y docentes. Su rector dio cuenta de la iniciativa y también hizo un repaso de la situación del sistema universitario argentino.
Por Javier Lorca
”Las universidades públicas tienen la responsabilidad, en la que se juega su propia condición de instituciones públicas, de enriquecer los grandes debates colectivos, de permitirnos levantar la puntería de nuestras discusiones públicas”, dice Eduardo Rinesi, rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). En esa idea anida el origen de la serie de veinte fascículos que Página/12 y la UNGS presentarán desde el próximo jueves, una forma de festejar los veinte años de la universidad fundada en 1993, compartiendo los resultados del trabajo de sus investigadores y docentes en diversos campos del conocimiento (ver aparte). La primera entrega estará dedicada a los desafíos y los cambios recientes del sistema universitario argentino y sobre eso reflexiona en esta entrevista su autor, el propio Rinesi.
–¿Qué transformaciones ha sufrido en los últimos años la representación social de la universidad?
–Trataría de responder en el marco más general de una reflexión sobre todo lo que ha cambiado en la Argentina en las últimas tres décadas, desde la salida de la última dictadura, cuando nos representábamos la democracia como una utopía de libertades a conquistar, hasta este momento, cuando pensamos menos en términos de libertades (que hoy rigen plenamente entre nosotros) que de derechos, y hablamos de democratización como un proceso de ampliación creciente de derechos. Es en ese marco que se ha ido fraguando la idea de que la educación superior, tradicionalmente una prerrogativa de un grupo pequeño de personas, puede ser pensada como un derecho ciudadano universal. A eso ha contribuido el establecimiento de la obligación legal de los estudios secundarios, la existencia de políticas públicas tendientes a facilitar a las familias el cumplimiento de esa obligación legal que hoy tienen de mandar a sus chicos a la escuela hasta terminarla, y la ampliación del sistema de universidades públicas, que les permite hoy a muchos más jóvenes representarse un futuro universitario como un horizonte posible para sus vidas.
–¿Cómo se enfrenta esa concepción de la formación universitaria –que desde su perspectiva pasa a concebirse como un derecho universal– con la cultura selectiva de las instituciones y con lo que usualmente se presenta como una disyuntiva entre calidad y masividad?
–Subrayando el carácter perfectamente ideológico de esta disyuntiva, que sólo expresa nuestros prejuicios, nuestra pereza o nuestra falta de imaginación. Si uno parte del supuesto de que la universidad es necesariamente para pocos, tiende a naturalizar los procesos selectivos que realizan las universidades, sea dejando entrar a pocos, sea dejando en el camino a la mayoría. Si uno parte en cambio del supuesto de que la educación universitaria es un derecho ciudadano, se le impone la conclusión de que una universidad sólo es buena si es buena para todos. Cosa que es tan cierta como su opuesto, sobre el que es necesario insistir también: que una universidad sólo es para todos si es de la más alta calidad. El peor favor que podríamos hacerle a la causa de una universidad democrática es suponer que entre la “calidad” y el “todos” hay una contradicción de principio que nos obligaría a elegir. Si eligiéramos el “todos” en desmedro de la “calidad” no haríamos más que confirmar el prejuicio que se trata de combatir. El de- safío es mostrar que ese prejuicio no es más que eso.
–¿Qué cambios ha operado este proceso en la noción reformista de extensión universitaria?
–Por un lado, la noción clásica de extensión suponía un sujeto social popular casi por principio exterior a la universidad y en relación con el cual la universidad sentía la obligación de actuar, por culpa, por filantropía o por responsabilidad. Hoy no hay que salir de la universidad para encontrar a ese sujeto social, y eso sin duda cambia todo. Eso primero. Segundo: en un contexto en que el sistema ha quintuplicado, en los últimos 45 años, el número de instituciones que lo integran, hoy cada una de ellas tiene una inserción mucho más material, concreta y firme en el territorio en el que está emplazada y con cuyas organizaciones, instituciones y a veces también gobiernos suele tener una fuerte interacción. Y tercero: que esa interacción deja de tener la forma de un “salir de sí” más o menos dadivoso de la universidad hacia la sociedad y pasa a tener a veces, incluso, la forma opuesta: las puertas de la universidad se abren no sólo “hacia afuera” para dejar que de ella salgan ayudas y saberes, sino también “hacia adentro”, para que la sociedad, sus organizaciones, sus problemas y sus conflictos, puedan penetrarla y enriquecerla.
–En el lenguaje académico se ha tendido a estandarizar las expresiones de la ciencia y el conocimiento y ha terminado por dominar una palabra de algún modo burocratizada en papers, abstracts... ¿Cómo analiza el surgimiento de ese lenguaje académico y cómo cree que ha influido en la relación universidad-sociedad? ¿Qué desafíos supone, en ese sentido, intentar revitalizar esa palabra?
–Es fácil ser irónico frente a ese tipo de lenguaje de lo que solemos llamar la “academia”, y reconozco que con demasiada frecuencia uno cede a un impulso burlón que parece más sabio reprimir. Porque nada de eso está en realidad mal, ni es de ningún modo condenable. Por el contrario: es en ese formato de los papers y en el lenguaje que se articula en ellos que en muy diversos campos se producen desarrollos científicos altamente estimables. Lo que no es posible es que ese lenguaje se convierta en el único que hablen nuestras universidades públicas, que por el contrario tienen la responsabilidad, en la que a mí me parece que se juega su propia condición de instituciones públicas, de enriquecer los grandes debates colectivos, de permitirnos levantar la puntería de nuestras discusiones públicas, de ensanchar los terrenos de las conversaciones que tenemos, no sólo ni principalmente como científicos, sino como ciudadanos. Eso exige un lenguaje diferente, no más fácil, sino en muchos sentidos más difícil, que es el objeto y la materia de una búsqueda permanente.
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