Domingo, 9 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
La polémica sobre el Anteproyecto de Código Penal. La ideología en danza. Lo que manda la Constitución. La necesidad de un código, que no lo hay. Falacias y distorsiones. La antinomia “gente” y “delincuentes”. Delitos que no le importan a la “gente”, clasismo y discriminación. La naciente “alcaldelogía”. Y algunas cuestiones más.
La polémica sobre el Código Penal se proyecta mucho más allá, por eso es tan interesante y deprimente. Alude al modo en que se hace política, a la ideología de buena parte de la oposición, al sensacionalismo de los medios dominantes, a la falacia de fariseos que reclaman políticas de Estado y las demuelen cuando se insinúan.
La Constitución nacional prescribe la existencia de varios códigos nacionales, entre ellos el Civil y el Penal. Se diferencia, en ese rubro, de la estadounidense. Si se habla en serio y en sentido estricto (hagamos el esfuerzo, contra los mandatos de la moda), la Argentina no tiene ahora un Código Penal. El promulgado hace casi un siglo es un simulacro: fue corregido y emparchado decenas de veces, muchos delitos se abordan en leyes separadas.
La virtud que nuestro sistema institucional busca en los códigos es la armonía que se consigue cuando toda la materia abordada se trata de modo sistemático por un cuerpo legislativo. Lo otro, lo que hay, es un mamarracho. Se repite lo ocurrido respecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LdSCA). Los que la obstruyeron bregaron, objetivamente, por mantener la normativa de la dictadura, empeorada gravemente bajo la presidencia de Carlos Menem. Ahora defienden un
ersatz de ley arcaico, empeorado al calor de conmociones sociales. Ese es el statu quo, eso es lo que (puestos a elegir, pero haciéndolo de modo diferente al de Joan Manuel Serrat) bancan las derechas autóctonas.
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Una buena muestra: ya que de penales hablamos, empecemos atajándonos. El Anteproyecto de Código Penal (ACP) merece ser discutido de punta a punta. Está sujeto a revisión por el Ejecutivo, que debería tratar de mejorarlo para luego elevarlo al Congreso. El debate parlamentario tendría que ser amplio y acompañado por polémicas entre juristas y otras entre ciudadanos de a pie.
Lo que es ramplón y demagógico es el modo elegido por el diputado Sergio Massa, seguido por algunos integrantes de su partido y por un nutrido pelotón de competidores dentro de la opo. Massa quiere impedir que el anteproyecto entre al Parlamento. Lo penoso son sus argumentos y sus tácticas que no sólo revelan lo primitivo de su formación, sino su sustrato ideológico, su restringido concepto de “seguridad”, lo que entiende por “gente”... hasta los delitos que le importan y los que no.
El modo en que se planteó la cuestión trasciende al ACP y sirve de muestra para calibrar a la oposición. Massa primereó con su movida antipolítica y dirigentes de otros partidos corrieron a imitarlo. Hay una interna ahí, pocos se sustraen a su encanto.
La demagogia punitiva tiene cultores múltiples y transversales: también los hay en el Frente para la Victoria (FpV). En esta ocasión son opositores los que compiten para no quedar pegados como garantistas (crimen capital, ya se sabe). Pero vayamos un cachito atrás.
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Lo que hay, lo peor: un código es una ley importante, distinta cualitativamente (ya se dijo), pero una ley al fin. Se puede modificar en todo o en parte por otra ley posterior. No requiere mayorías especiales, como otras leyes. Tampoco una metodología especial y exigente como la Constitución. Eso puede pasarle al futuro código, si llega a tratarse y aprobarse, lo que implica que pueden irse rectificando errores, carencias o incongruencias más adelante.
Huelga decir todo lo que han cambiado en casi cien años la sociedad, las valoraciones, los derechos de las mujeres y las minorías, las costumbres. La antigualla fue rectificada y emparchada decenas de veces. Muchas de ellas en momentos desaconsejables, de alta conmoción colectiva. En las sociedades de masas, ciertos delitos conmueven a la opinión pública, suscitan reacciones emocionales, arrebatadas: motivan demandas de reformas hechas en caliente y de volea. No es una exclusividad argenta: ocurre en todas las latitudes. Un ejemplo clásico fue el secuestro y posterior asesinato del pequeño hijo de Charles Lindbergh en Estados Unidos, seguido de un juicio escandaloso (condena a muerte incluida) y de modificaciones en las leyes federales.
Viene a cuento evocar los disparates que se produjeron acá cerca y hace poco tiempo tras el secuestro y asesinato del joven Axel Blumberg. Su padre, convertido en héroe mediático por unos meses, forzó reformas alocadas, brutales y vergonzosas. El kirchnerismo, recién llegado al Gobierno, cedió. El enchastre legislativo fue tremendo, hace años que se lo viene zurciendo.
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Las debidas proporciones: un código debe tener consistencia interna. La proporcionalidad en las penas es uno de los pilares a sostener. Todo delito afecta a un bien jurídico que el sistema quiere tutelar: la vida, la libertad, la propiedad, entre tantos. Es imperioso jerarquizar esos bienes protegidos, construir una escala de valores que se refleje en las penas.
Es sencillo decir que la vida es el valor supremo, el bien jurídico superior. Pero en una sociedad capitalista hay quienes ranquean muy alto a la propiedad privada, sobre todo si se la parangona con la vida de seres humanos que desdeñan. La escala valorativa real de quienes dividen el mundo entre “gente” y “delincuentes”, no siempre armoniza con los principios humanistas más sólidos. Por ejemplo, hoy día ciertos robos tienen un máximo de pena más grave que las lesiones gravísimas (amputación de un miembro, desfiguración del rostro). Así lo destaca el abogado Gustavo Arballo en su blog, Saber Derecho, que tiene más de 20 posts dedicados al tema. Escritos antes de la ofensiva massista, intuyen buena parte de su discurso y lo desbaratan. Se recomienda la lectura íntegra, que nutre esta nota tanto como los aportes informales que recibió el cronista de otro joven jurista, Lucas Arrimada.
Regular a todos los delitos al mismo tiempo permite al legislador demarcar, al fijar las potenciales sanciones, una ponderación social.
Nada de esto es simple ni existe unanimidad posible. ¿Ni siquiera en las ensalzadas “políticas de Estado”?
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Políticas de Estado y unanimidades: es remanido, queda re bien reclamar “políticas de Estado”. El mejor estilo es el engolado (casi acentuando “políticas” en la o), el mejor gesto es el dedito levantado. Dirigentes, comunicadores, “filósofos” y hasta timberos-gurúes de la City se llenan la boca con ellas. Nadie les pide que se expliquen, porque se les reconoce una extraña autoridad.
Las políticas de Estado se proyectan al largo plazo y son pactadas entre distintas fuerzas. Eso no determina, contra lo que parece presuponerse y hasta exigirse, que expresen unanimidad absoluta. En sociedades diversas y pluralistas, es muy difícil que las haya, salvo en situaciones límites: después de una guerra, una dictadura o una catástrofe. Cuando la vida es menos terrible, cuanto menos unívoca es la coyuntura, hay variedad de posiciones.
Acordar un código de fondo supone trajinar las diferencias. Cabildear, discurrir, ceder, transigir, pactar. La democracia no es la búsqueda irrealizable del unanimismo, sino un sistema en el que se negocia permanentemente y, en algún punto, se acude a la regla de la mayoría.
Yendo más al hueso: la cosmovisión de Eugenio Raúl Za-ffaroni y la de Federico Pinedo no concuerdan, circunstancia que impacta en el modo en que pueden legislar. ¿Cómo concretan, entonces, un texto firmado por ellos y otros juristas? Cediendo, articulando, negociando, con perdón de la palabra.
Eso sí: nada más parecido a un boceto de política de Estado que un ACP redactado por una comisión que reúne a juristas de reconocido nivel, portadores de distintas vertientes de pensamiento, varios de ellos ligados a partidos con representación parlamentaria.
Un buen ejemplo de convocatoria al diálogo, la convivencia, una apertura a los opositores. Y, esta vez, un apartamiento de la falta de apertura que se le atribuye al kirchnerismo, a menudo con razón.
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Precedentes y necesidades: el ACP tiene semejanzas importantes con un proyecto concebido durante el mandato del presidente Néstor Kirchner. Es imprescindible que se complemente con un nuevo Código nacional de Procedimiento Penal. También hubo un esbozo valioso en esta larga década, quedó traspapelado. Académicos, jueces, fiscales y abogados con sensibilidad jurídica y democrática piensan que la reforma del proceso es tanto o más relevante que la ley de fondo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció que se enviará un proyecto al Congreso al abrir las sesiones ordinarias.
Vale subrayar dos aspectos ocultados por la prédica de Massa y algunos de sus adláteres. El primero es que la mayoría de los delitos se juzga en jurisdicción provincial y que cada distrito tiene su Código de Procedimientos. El segundo, sólo en orden de enumeración, es que quienes resuelven las causas penales son los jueces. Se pide perdón por comentar algo tan obvio, pero hete aquí que no se toma en cuenta. Por eso es enormemente falaz una de las diatribas principales: todos los acusados van a ser excarcelados. Para llegar a semejante disparate se acumulan varias falacias.
Da fiaca responderlas de a una y en algunos casos es tramposo. Pero hagamos el esfuerzo. Contra lo que se proclama, se crean más delitos que los que se desincrimina. Se incrementan más penas de las que se rebajan. Arballo lo tabula, también lo hizo el coordinador de la comisión redactora, Roberto Carlés, en declaraciones a este diario: se incluyen en el texto 85 tipos penales nuevos, se despenalizan 17. Las penas suben para 159 delitos y bajan para 116. Los números no son todo en la vida, pero algo esclarecen.
Massa y su cohorte clavan la mira en los mínimos de las penas y claman: ¡todos los delitos son excarcelables! Construyen, tras cartón, un sofisma de aquéllos: todos los jueces, en todos los expedientes, excarcelarán a los delincuentes.
La profecía omite: a) computar que las reglas de excarcelación no están en el Código Nacional Penal, sino en los códigos procesales de las provincias; b) advertir que las sanciones para los delitos tienen una escala que va de un mínimo a un máximo. Por caso, el homicidio va de ocho años a 25. Es siempre adecuado que la escala tenga cierta amplitud para que el juez, sopesando las circunstancias del caso concreto, decida. Lo que se propugna desde la oposición es, bien mirado, que el legislador decida de antemano todos los casos, uniformando la variopinta realidad. La función del juzgador, el que tiene acceso a la inevitable peculiaridad de cada expediente, se reduciría hasta el absurdo.
El presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, debió alzarse contra esta minusvalía en su episcopal discurso de apertura del año judicial. Se inclinó por agradar a todo el mundo, una de sus pulsiones. Ya que estamos, es evidente que la comisión que propuso el anteproyecto de reforma del Código Civil, encabezada por Lorenzetti, era mucho menos pluralista y ecuménica que la del Código Penal. Sin embargo, fue menos cuestionada.
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Inseguridad, delincuentes y “gente”: el gran eje argumental de los cruzados comunicadores y políticos es combatir la inseguridad. Atajemos otra vez: ningún código terminará con un fenómeno complejo y pluricausal. Y miremos más de cerca el discurso de los manoduristas. Uno de sus pilares es de describir un universo que separa a “la gente” de los delincuentes. Otro, centrarse sólo en un conjunto de delitos, tal vez porque otros son, con frecuencia, cometidos por quienes ellos llaman “gente”.
Lo que falta en un relato es tan importante como lo visible, echémosle un vistazo. La mayoría de los crímenes de sangre y de los delitos sexuales son intrafamiliares o cometidos por personas cercanas a las víctimas.
De eso no se habla.
La violencia institucional que siega vidas de personas habitualmente humildes y casi siempre jóvenes no entra en el radar del massismo. Seamos francos, no suele interesar casi a ningún intendente del conurbano bonaerense o de los otros que rodean a grandes ciudades del país, fuera cual fuera su bandería política. Una digna minoría de legisladores se ocupa asiduamente del tema y vale la pena mencionar al joven diputado Leonardo Grosso, del Movimiento Evita. Los atroces crímenes de La Cárcova llegaron a juicio oral, los abanderados de “la gente” no se atribulan.
Tampoco entran en la batida los delitos económicos o de guante blanco. Los vaciadores de empresas que dejan laburantes en la calle, las patronales que evaden no interpelan a los críticos del ACP. Massa se compunge por “la gente del campo” a la que le roban maquinaria agrícola. No vela, simétricamente, por los miles de trabajadores informales, víctimas de la evasión impositiva del sector. Hay perjuicio al fisco, hay desamparo para los trabajadores. Ni ellos, da la impresión, son “gente” ni los evasores son delincuentes en la vulgata que los medios dominantes avalan en éxtasis.
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Diferencias y omisiones: la comisión redactora no llegó a acuerdos en todos los puntos, el ACP se presenta con disidencias de minoría. La única mujer que participó, la socialista María Elena Barbagelata, marcó varias, mayormente encuadradas en la perspectiva de género. Una legislación previa, machista y discriminatoria desde el vamos no ha sido, a su ver, suficientemente corregida. He ahí un ángulo digno de abordaje. Por lo pronto, el Ejecutivo debería remitir el proyecto sin dar cuenta de disidencias. Se enfatiza el uso del potencial, ya se explicará por qué.
El ACP recoge avances jurisprudenciales, bien surtidos. No todos abrevian penas, algunos las suben. Se agravan para los que cometen abusos sexuales aprovechándose de su poder o eminencia: vade retro, Julio Grassi.
Unos cuantos jueces medievales resolvían que no podía existir violación dentro del matrimonio: su interpretación de la ley era minoritaria pero el “código” le daba cobijo. La nueva norma tipifica el delito y sazona con una pizca de justicia.
Se sanciona como delincuente al violento que desacata órdenes judiciales de no acercarse a su ex pareja o familiares. Son hechos cotidianos en esta época, consentidos o ignorados años atrás.
Se legisla de modo tal de impedir que lleguen a juicio oral crímenes como el del acusado que se comió un sándwich ajeno en el juzgado. O el de quien sustrajo un chocolatín o un pedazo de carne de un supermercado. Tales pícaros ¿serán “gente”? Mejor no considerarlos tales y mantener el disparate de gastar tiempo, ocupación de los juzgados y recursos en insignificancias.
Se piensa en el interés superior de los hijos de presas o presos para ampliar la posibilidad de que sus padres cumplan arrestos domiciliarios. ¿Para qué? Los delincuentes no son gente, sus pibes heredarán ese estigma. El ACP crea los delitos de personas jurídicas, es otro aspecto controvertido, cuya virtud es atacar a la delincuencia de alto nivel.
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Derecha e instituciones: el sistema político argentino es particular, en especial por la peculiaridad del peronismo. El desprestigio de la derecha es otra característica: casi nadie se coloca en ese carril ideológico. Un consultor afamado, que asesora al jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri, entre otros, lo describe como un político “social cristiano”. La libertad de expresión da para todo, hasta para la comicidad involuntaria.
Claro que todos somos parientes de nuestros contemporáneos y la no asumida derecha argentina tiene primos en el mundo. Sus posturas son tan temibles como rústicas y, a menudo, tienen mucha acogida en sectores populares. La inseguridad urbana, el temor al otro, variadas facetas de chauvinismo cunden en todas las aldeas: el Tea Party, Partido Popular español, Marine Le Pen en Francia, tantos cofrades en otros países europeos. Las pampas no hacen excepción.
La embestida pone al Gobierno en un brete. Ha construido más institucionalidad que la que le reconocen sus adversarios, pero no la suficiente. En este caso, cumple una manda constitucional, designa a juristas mucho más prestigiosos que sus críticos, abre un abanico pluralista. Pero es más que probable que la iniciativa sea pianta votos.
El Código Civil, con media sanción del Senado, espera en Diputados mientras el papa Francisco hace lobby contra alguna de sus disposiciones progresistas. Está fuera de la agenda oficial llevar al Parlamento una ley sobre aborto libre y seguro.
Tal vez, quién sabe, sería funcional para el oficialismo frizar el Anteproyecto de Código Penal, una construcción digna pero poco redituable en lo inmediato. La democracia de masas impone dilemas duros.
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