Miércoles, 29 de octubre de 2014 | Hoy
EL PAíS › EL JUICIO POR EL CENTRO CLANDESTINO DE DETENCIóN MONTE PELONI, EN OLAVARRíA
La fiscalía pidió que se impute a los cuatro represores por seis homicidios. Hasta ahora sólo uno de ellos estaba acusado por dos muertes. Esta semana se escucharon fuertes testimonios de una locutora y de un electricista.
Por Claudia Rafael y Silvana Melo
Cuando la última audiencia testimonial del juicio por el circuito represivo en Monte Peloni estaba llegando a su fin, el fiscal Walter Romero sacó un as de la manga: ampliar las imputaciones a seis homicidios agravados para los cuatro ex militares acusados. Hasta ahora, sólo Ignacio Aníbal Verdura, amo y señor de la ciudad del cemento entre diciembre del ’75 y del ’77, cargaba con la acusación de dos asesinatos: el de Jorge Oscar Fernández (única víctima de quien los familiares recuperaron el cuerpo) y el de Alfredo Maccarini, cuyos últimos rastros se diluyeron en el centro clandestino La Huerta, de Tandil. A Walter Grosse, Omar “Pájaro” Ferreyra y Horacio Leites sólo se los acusaba de privación ilegal de la libertad y tormentos. Ahora, la acusación busca responsabilizar a todos también de las muertes de los matrimonios Graciela Follini-Rubén Villeres y Pichuca Gutiérrez-Juan Carlos Ledesma.
En las puertas de la audiencia, Graciela Alderete, una mujer parida por el dolor, alzaba una pancarta con el rostro de su hijo. Germán Esteban Navarro tenía apenas 17 años, era travesti, pobre y había elegido para sí el nombre de Mara. Ayer se cumplía una década desde el día de su desaparición, en una causa sin imputados en la que muchos ojos apuntan a la Policía Bonaerense.
Uno de los testimonios más esperados del juicio fue el de Hugo Francisco Ivaldo, electricista y cabo retirado. En una teleconferencia desde Montevideo ratificó cada uno de los detalles de una declaración que hizo en agosto de 1984 ante la Justicia Penal de Azul. Dijo que fue Ignacio Aníbal Verdura quien, en 1977, le ordenó hacer una serie de instalaciones eléctricas en un viejo casco de estancia, cercano a Sierras Bayas. Para eso, tuvo que montar un generador, focos para iluminar una parte del edificio y camas con elástico de alambre en otra. Más tarde, se dañó el equipo y fue convocado para repararlo cuando ya el Monte era una sala principal del infierno. Allí vio a detenidos en condiciones infrahumanas y muy lastimados, con las muñecas atadas a aquellas camas con resorte.
Relató también que en la parte más antigua del Regimiento le hicieron instalar tres reflectores de 1000 watts cada uno apuntando a una silla. Y a la altura de la silla, dos timbres de gran potencia. Toda una escena armada para la tortura.
En este punto apareció el apellido Faggiani: un conscripto que ocasionalmente ayudaba en tareas de electricidad. Fue Walter Grosse quien le preguntó a Ivaldo cómo era el soldado y que lo señalara en la mañana siguiente. Ivaldo habló muy bien de Faggiani. Esa misma mañana se lo llevaron y nunca más se supo de él. A esta historia acudieron los abogados de los represores para intentar desacreditar al testigo: buscarán que se lo impute por “posible comisión de delito de acción pública”, según Claudio Castaño, el provocador abogado de Horacio Leites.
Ivaldo relató su pelea “a trompadas” con un oficial, ante la modalidad de la apuesta para ver quién pagaba el sandwich del mediodía: almorzaría gratis quien tirara más lejos de un puñetazo al desdichado que estaba ciego y atado contra una pared. No lo pudo soportar, dijo. En esos momentos, estaban detenidos en el Regimiento Néstor Laffite, Alberto Hermida y el chileno Vargas Vargas. Uno de los tres fue el blanco elegido.
El testimonio de Stela Follini, locutora jubilada y hermana de la desaparecida Graciela Follini, reconstruyó en detalle el rol que Grosse sostuvo al frente de LU32, Radio Coronel Olavarría. El Vikingo, como se lo conocía a ese hombre descripto como temible, había sido designado como interventor de la emisora que algunos años más tarde adquiriría Amalia Lacroze de Fortabat. La mujer relató cómo Grosse la acusó de “sublevarse contra la autoridad” por no haberlo saludado una mañana y luego la obligó a presentarse en el Regimiento. Si bien no sufrió consecuencias directas, luego colgaron un memorándum en la sala de locutores con el listado de “siete causas por las cuales un civil se convertía en subversivo”.
Los testimonios de la defensa buscaron alejar ciertas responsabilidades. A Leites, rememorando su intensa actividad hípica que lo sacaba de Olavarría con gran frecuencia. A Grosse, insistiendo con una supuesta hepatitis que lo mantuvo en cama durante un tiempo. Fue Carlos Benito Kunz, productor agropecuario y cuñado del Vikingo, quien dio testimonio de la “enfermedad” que su hija Erica le habría contagiado en 1977.
Poco después, se escuchó la palabra de un suboficial retirado, Miguel Angel Tumini, encargado de la oficina de “justicia” de la guarnición militar que hablaba de “manual antisubversivo” y de las indicaciones de buen trato hacia la población civil. El abogado querellante César Sivo le preguntó entonces si entre los buenos tratos se incluía la indicación de colocar una “capucha” o de torturar. Una mujer, que familiares indicaron como la esposa de Kunz y hermana de Walter Grosse, se retiró murmurando con desprecio “manga de zurdos”.
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