Domingo, 17 de abril de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González
La expresión Frente Ciudadano es cuidadosa y sutil. Por supuesto, conocemos la larga historia de los frentismos políticos y sociales en el país y en el mundo. Los frentes son el recurso último de alianzas contra los poderes manifiestos de la destrucción de las plataformas mínimas de convivencia colectiva. No hay corriente ideológica o tradición política que no tenga en sus legados una memoria frentista. El peronismo se denominó frentista, y hasta hoy insiste en tener ese carácter. Pero su estilo de amalgama interna no lo provee exactamente de lo que es el signo frentista por excelencia, que es un hilo que enhebra en un soplo sutil diversas acciones heterogéneas y solo conectadas espontáneamente entre sí. Sin duda, en los años en que se mantuvo despojado del poder del Estado (cuando el Estado era apenas una fantasmagoría, un jeroglífico borroso del pasado) fue frentista. Pero casi sin saberlo, sin decirlo, o admitiéndolo con restricciones. Es que el nombre que portaba tenía una plenitud que lo ampliaba al infinito pero le daba fronteras explícitas. De todos modos, numerosas izquierdas de la época hicieron diversas experiencias con un frentismo implícito en el seno del peronismo, que amagó rechazarlas pero las admitió en su lenguaje reivindicante: el ejemplo son los programas de Huerta Grande y La Falda, que los memoriosos, nunca escasos en este país, recordarán.
No era exactamente el tipo de Frente de Liberación Nacional que imperaba en el mundo en esa época, cuya marca registrada provenía de Argelia, la Argelia de Fanon y de Sartre. En nuestro país, esa figura del FLN se convirtió en un añorado y apetecido sintagma, pues en su forma clásica involucraba a las clases subordinadas al poder colonial, invocaba la formación de una identidad “descolonizada” y aportaba una fenomenología de la violencia cuya vibración era la reconstrucción de un sujeto colectivo. Pero sin serlo, pues las realidades latinoamericanas no consentían tan fácilmente con la realidad de un ejército de ocupación exterior, y había que darle ese nombre a las propias fuerzas armadas del país. Por eso, el “FLN” se convirtió en lo que llamamos el “modo implícito” del aglutinamiento de fuerzas reconstructivas de la nación, lo que revertía inevitablemente sobre el peronismo. Lo convertía en el centro de ese frente y lo obligaba a incorporar definiciones que originariamente no poseía. Especialmente en la reconversión del concepto de “tercera posición” en “tercermundismo”. El primero era geopolítico, el segundo ideológico-cultural.
Por eso, el frentismo argentino siempre fue un implícito social, una utopía que rodeaba como un halo deseado e imposible las verdaderas amalgamas que se proponían como frentistas, pero se encontraban con el obstáculo de que ellas mismas se constituían en el propio cierre de su experiencia. Nuevamente hay que volver al ejemplo del peronismo. Bajo ese colmado nombre se desarrollaba una experiencia notoriamente frentista –en su origen, despliegue, diseminación y nueva retención aglutinante de sus significados–, pero su modo real de existencia era el del goce de su identidad ampliada y consumada, bajo un sello definitivo. Así también procedía la lógica de sus cambios, pues si todo ya estaba cumplido, podía ser tan plástica, que podía tomar o absorber el neoliberalismo u otras consignas de la globalización, sin creer que se desmoronaba un centro esencial de su cultura política originaria. La que en su propia literatura supo denominarse “el día maravilloso”.
En estos graves momentos, debería entenderse por la expresión “frente ciudadano”, una invitación a revisar los anteriores intentos frentistas y de interrogar al peronismo por sus vetas de esa índole, pasadas o presentes, en especial las que lo aproximaron a las sensibilidades de izquierda, locales y mundiales. Implica esto abrir un cofre de la historia, donde hallamos ese nombre y otros. Y también letras del alfabeto que según el caso son deshonradas o reverenciadas. Abrirlo con una llave “ciudadana” (el aire de la libertad) que al parecer tendrían un componente inexpresivo, meramente incoloro. Porque sabemos que el ideal ciudadano lleva en su condición una ausencia notoria de lo que hay de energía social, nacional, clasista, laboral o proletaria, como hubiéramos dicho antes según el idioma que habláramos.
Pero ahora no es así, pues su fuerza es tácita y memorística. Solo obliga a la disponibilidad, es decir, a ser exonerados mutuamente de prejuicios y procurar nuevos entornos de revinculación. El Frente Ciudadano, precisamente por su carácter urgente –de serena intranquilidad política–, es nuevamente una gran fuerza implícita que recorre a todas las demás, es un acto de averiguación e interpelación, cuyo único centro politizante, es la específica memoria de haberse lanzado esa idea en Plaza Pública. No la tradicional Plaza a la que siempre concurrimos, sino en esa extraña localización topográfica que componen la Estación Retiro, la Casa de la Moneda, la Iglesia Stella Maris, el edificio de la Marina y los Tribunales que ocupan la gris construcción de la antigua Vialidad Nacional. Esta zona desteñida, amarga y oscura del urbanismo argentino, hecha de retazos y sobras, contiene sin embargo, muchas de las incógnitas del pasado nacional, sus instituciones económicas, viales, portuarias, jurídicas, religiosas, militares y financieras. Fue oportuno decir allí ciertas palabras. No ignoro que el frente ciudadano tiene como reverso de su moneda la cara del frente patriótico. Así se lo enunció, con esa difícil reversibilidad. Pues bien, el enunciado fue frentista, esto quiere decir que en la dimensión ciudadana, está disponible su dorso patriótico. Al decírselo de esa doble manera, no se abandona la libertad de opción, la poderosa libertad de escoger los nombres en la variedad que los caracteriza, con lo que la expresión frentista se torna un horizonte nuevo del pensar y actuar en común.
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