EL PAíS › EL ESTADO DEBE CONTROLAR LA DELINCUENCIA
Pero la seguridad es para todos
Por José Pablo Feinmann
Voltaire hizo mucho por la Revolución Francesa. No la hizo él, pero ayudó y su ayuda fue la más perfecta que un intelectual puede ofrecer: añadirle a la ignominia la conciencia de la ignominia. Cierta vez, al final de una clase en la que yo había insistido en marcar la influencia de Descartes en la Revolución Francesa (pese a que el Discurso del Método es de 1637 y la Revolución de 1789, escasos años, en rigor, si pensamos que la Edad Media –la siesta del hombre en brazos de Dios y su Promesa, el Dogma aristotélico tomista, el poder terrenal de la Iglesia con la Inquisición y las iras llameantes del señor Torquemada– se había dilatado por doce o trece siglos), un alumno me dijo que la Revolución, en Francia, había sido fruto del hambre. Claro que sí. Pero el hambre, sin la conciencia del hambre, no produce cambio histórico alguno. Sólo es hambre y produce hambre y odio entre los hambrientos, degradación, villanía, envilecimiento y todo tipo de acciones que la ley castiga. Castiga a los hambrientos, nunca al hambre. Castigar el hambre (esto es obvio pero pareciera cada día más lejano, mera utopía de obstinados) es alimentar a los hambrientos, suprimiéndolos. En esto andaba Voltaire. Y Descartes (al instalar el sujeto humano como centralidad y desplazar a Dios) le quitó a Luis XVI el mandato por el cual reinaba. Mandato al que los reyes llamaban “divino” por referirlo, coherentemente, a Dios. Al remover el fundamento legítimante de la monarquía, Descartes abre el camino de la guillotina, al menos para Luis XVI. (No hay por qué culpar al filósofo de la duda de los malos modales de Robespierre y Saint Just, pero debemos concederle eso que le pertenece: si Dios no es ya la centralidad, si lo es el hombre, entendido como sujeto –o subjectum, si se quiere–, ¿por qué no cortarles la cabeza a esos ociosos, a esos amos versallescos que se creían ungidos por El?) Voltaire (que muere once años antes de los días de 1789, de ese bastillazo que tantos merecidos placeres le habría dispensado) era acaso eso que la guasada mediática que hoy enturbia este país llama un “zurdo”. Un hombre, por decirlo de algún modo, que tiene desacuerdos profundos con el orden establecido. Tuvo suerte porque escribió páginas poderosas y ayudó a tratocar ese orden que padecía. No es nuestro caso. Los que hoy somos llamados zurdos (o incluidos en el errático concepto “zurdaje”) no esperamos tanto. Cierta vez, en una redacción, al final de un día sombrío, le pregunté a un gran periodista qué debíamos o podíamos hacer para que las cosas cambiaran. Me dijo: “Nosotros, hoy, no podemos cambiar las cosas. Pero podemos conseguir que sean menos brutales”. Voltaire (que era diestro para mirar en el corazón de su época) sabía que los tiempos, los suyos, podían cambiar. Y que él, escribiendo, podía impulsar los hechos en esa dirección. Escribió, entonces. De todo. Pero hubo un texto, una maravilla que salió de su pluma incesante, al que será un placer (para usted, que lee esto, y, para mí, que lo escribo) echarle una mirada. Es una novela breve, escrita en 1759, y que lleva un título célebre, porque, en verdad, la que es célebre es la novela, una de las joyas del ingenio humano que, por si fuera poco, ayudó a derrocar un régimen despótico e injusto. Es Cándido, o el optimismo. Todo es muy simple. Voltaire ataca a la sociedad de su tiempo. Esa sociedad –como todo orden establecido– se proponía a sí misma como la mejor posible. Voltaire (sin duda simplificándolo) atribuía las culpas al pensamiento de Leibniz, un filósofo que nació en Leipzig, murió en 1716 y al que, confieso, no he frecuentado en exceso, sino tangencialmente. Leibniz (narrado por Voltaire) razonaba del siguiente (y muy actual) modo: no existe un mundo perfecto. Si existiera, Dios nos lo habría dado. No fue así. Ocurrió otra cosa. Puesto a elegir mundos, Dios (en su infinita bondad) eligió para nosotros el mejor de los posibles. En suma, sepamos todos que, pese a todas las aberraciones que día a día nos agobian, éste es “el mejor de los mundos posibles”. Usted seguramente estará hastiado de escuchar la versión técnico-empresarial-capitalista de este, por decirlo así, encuadre. El capitalismo, nos dicen, dista de ser perfecto. Está lleno de imperfecciones. Por citar sólo algunas que se obstinó en ofrecer el “Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo” digamos que (a fines de la gloriosa década mercadista (neo)liberal de los noventa) ’70 países tenían ingresos inferiores a los que tenían en las décadas del 60 y 70. Que 1442 millones de seres humanos (un 25% del total) viven por debajo de los niveles de pobreza. Que 1000 millones son analfabetos. (Si nadie se ofende, sugiero que se piense aquí la relación entre falta de educación y delincuencia.) Que 1000 millones viven sin agua potable. Que 800 millones sufren desnutrición crónica. Y que (en fin) 200 millones de niños están desnutridos y de ellos 11 millones mueren por año (ver Pasquini Durán, Transiciones, 1983-2003). Voltaire, muy lejos de los números apocalípticos que se acaban de citar, muy lejos de una “catástrofe civilizatoria” como la presente, se preguntaba, ante las injusticias de su tiempo: “¿Dónde estás tú, el mejor de los mundos?” Introduce, entonces, un notable personaje: el gran justificador de todo lo injustificable. Es un filósofo y Voltaire lo llama “Doctor Pangloss”. (A partir de este “filósofo” se crea el adjetivo “panglossiano” y se aplica a todo razonamiento destinado a convalidar las miserias, las canalladas de este mundo.) Todo cuanto sucede es, para Pangloss, indispensable: “De las desventuras particulares nace el bien general; de modo que cuanto más abundan las desdichas particulares más se difunde el bien”. Luego de una comida escuálida, “triste hasta el extremo de que los comensales regaron con sus lágrimas el pan”, Pangloss perseveraba en consolarlos “diciéndoles que las cosas no podían pasar de otra manera; ni ser mejor de lo que eran”. Cándido –que hay horrores cuya visión no tolera– dice: “Si éste es el mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros?”. Flaco cuestionamiento que cualquier panglossiano (desde Alvaro Alsogaray hasta el “doctor” Grondona) fácilmente respondería: “No hay otros mundos. Este es el único. Por lo tanto, el mejor”. Al final, cuando todo está por llegar a su fin, Voltaire pone en boca de Cándido una frase tan inapelable como dolorosa: “El mal está enseñoreado de la tierra”.
¿Dónde está el mal? ¿Cuál es el mal y cómo se lo combate? Durante estos días el mal pareciera estar en la “inseguridad”. La “inseguridad” estaría causada por la “delincuencia”. Se discute si hay –frente a esta cuestión– una postura de izquierda y otra de derecha. Aquí, esta vez, voy a dejar de lado esas categorías. Creo en ellas, desde luego, pero propongo pensar la problemática de la seguridad con otra terminología. Hay dos posturas frente al mundo: la de Voltaire y la del doctor Pangloss. Voltaire era un hombre incómodo para el orden monárquico establecido. Leopold Mozart, el padre de Wolfang, solía referirse a él como “ese pícaro Voltaire, ese sin Dios Voltaire”. Claro, se comprende: el tiránico Leopold llevaba al freak de Wolfang de Corte en Corte, como lujoso clown de los Reyes. Así, se enriquecía. Hacía del sublime y luego desdichado Mozart un high enterteiner, un espectáculo para deleite de los ociosos reyes y cortesanos y luego pasaba la gorra. Voltaire hizo mucho para arruinarle el negocio, pues le suprimió a los reyes. Para Voltaire el mundo no era el mejor de los posibles, podía y debía ser transformado. Para el doctor Pangloss lo que es... es. Esto es lo único, lo mejor posible, se podrá soñar algo mejor pero sólo se trata de un sueño que (según enseña la historia de los totalitarismos del siglo XX, señores, dicen los Pangloss de todo el mundo occidental e informático y posfordista) termina en pesadilla.
De aquí las dos posturas: una (que cree que la delincuencia y la inseguridad existen porque éste “no es” el mejor de los mundos posibles) antepone la equidad social, la creación de fuentes de trabajo, la educación, la alimentación y la equilibrada (o la no tan asqueantemente des-equilibrada) distribución del ingreso por sobre la represión, el aumento de las penas, la punición de menores (no sean tan torpes, por favor: hoy piden penas para chicos de catorce años, dentro de un tiempo –si no cambia lo que tiene que cambiar– se van a encontrar pidiendo penas para chicos de seis) y, ni hablar, de la Pena de Muerte, siempre presente en el secreto o no tan secreto imaginario de los paladines de la dureza. Esta postura no piensa en el “largo plazo”. Piensa en hacer estas cosas hoy, ya, urgentemente. Los que dicen con tanta pasión que en el “largo plazo estaremos todos muertos” son los que piden, ahora, en el “corto plazo”, la violencia para los delincuentes, la mano dura, la tolerancia cero (que, sea como fuere en otros lados, en la Argentina significa, sencillamente, matar) y agredir los efectos en lugar de solucionar las causas. Argumentan (desde las letrinas mediáticas que abusivamente controlan) así: “Esas cosas como la educación, la inclusión social, la creación de fuentes de trabajo son el ‘largo plazo’, en el que, como todos sabemos, ‘estaremos muertos’. Hay que atacar la delincuencia ya, en el ‘corto plazo’. En suma, debemos liquidarlos en el ‘corto plazo’ para poder nosotros, la gente decente, vivir la dulce vida del ‘largo plazo’”.
No estamos contra la tan reclamada “represión”. Un Estado debe hacerse cargo de la seguridad, para eso es el Estado, pero aun el Estado de Hobbes era más humanitario que los proyectos que manejan los panglossianos argentinos. Para un Estado democrático la “seguridad” es la seguridad de todos. Creemos que éste no es el mejor de los mundos posibles y que al no serlo produce delincuencia y criminalidad, cada vez más, cada vez peor. La delincuencia es fruto del Estado argentino corrupto, mafioso y del desangramiento del país a manos del capital desterritorializado, de las privatizaciones delincuenciales y de los banqueros insaciables y sus socios políticos, mercaderes sin honor sometidos al poder del dinero del capital especulativo. Nadie nace delincuente. Nadie nace asesino. Lombroso era un torpe positivista que vivió hace ya dos siglos atrás. En el “Preámbulo” de nuestra Constitución el Estado se compromete a “promover el bienestar general”. ¿No es un Estado delincuente el que viola la Constitución? ¿Qué les dio la democracia argentina a los que hoy habitan los márgenes de la sociedad y hasta de la condición humana? Humillación y miseria. ¿Quiénes votaron a Carlos Menem en el ’95 por las cuotas, las licuadores y los viajecitos a Miami? Esos, todos esos que lo votaron, crearon a los delincuentes que hoy tanto temen. Votaron una economía de exclusión, de marginalidad, de desempleo, de falta de trabajo, desmantelamiento del Estado e inmundicia moral. “Eso” generó “esto”. ¿Cómo es posible que se sientan tan libres de culpa? ¿Qué los autoriza a dividir la sociedad entre inocentes y culpables y pedir dureza e intolerancia para los “culpables”? Todos tenemos miedo. Todos tememos que nos maten o nos maten un familiar, un hijo. No necesito que eso ocurra para entender el dolor de Blumberg. Pueden estar tranquilos quienes me enviaron decenas de mails, a raíz de mi nota “Blumberg, la mortaja de Axel”, deseándome esa suerte (la muerte de un hijo, nada menos) “para que usted entienda el dolor de Blumberg”. Sí, la fascistización y hasta la crueldad de “la gente” roza niveles increíbles. Todos entendemos el dolor de Blumberg. Pero también entendemos el dolor de los otros. De los que fueron arrojados a la basura, hundidos en la mierda, embrutecidos, inhumanizados, en tanto “la gente” vivía el jolgorio de la fiesta de los noventa, la que provocó este horror de hoy. En suma: el Estado debe “controlar” la delincuencia. Debe “controlar” un efecto peligroso, letal, producido por una sociedad canallesca. Debe (¡si tanto aman
la palabra!) “reprimir”. Pero “reprimir” tiene muchos sinónimos
y ninguno de ellos (“contener”, “dominar”, “prohibir”, “coartar”, “cohibir”) significa “matar”.