EL PAíS
Lo que les debemos
Cuatro autores, cuatro reflexiones sobre el valor de una lucha que marcó una diferencia en dignidad, coraje y verdad para el país. Y un ejemplo que trascendió por mucho su época y sus fronteras.
LUIS BRUSCHTEIN.
Luz de tormenta
Durante la dictadura el veterano luchador Pedro Milessi estuvo guardado por unas semanas en la casa de un periodista. Un día de tormenta estaban solos en el pequeño departamento y ante la desesperanza de su anfitrión, el viejo anarquista lo llevó hasta la ventana. “¿Qué ves?”, le preguntó. “Las nubes”, le contestó el otro. “Se ven nada más que nubes –le dijo Milessi–, pero aunque ahora no las veas, detrás están las estrellas.” Las Madres de Plaza de Mayo funcionaron así, como una luz en la tormenta.
Podría decirse que se convirtieron en el hilo delgado y solitario que mantuvo la continuidad de la historia de un pueblo. La historia de dignidad de ese pueblo recayó sobre sus hombros y hubiera sido muy distinto llegar a 1983 sin las Madres. Hubiera sido como llegar huérfanos a un empate por derrota.
Seguramente Azucena Villaflor y las primeras Madres que se reunieron hace 25 años en la Plaza de Mayo no se proponían convertirse en ese símbolo que son. Tenían en claro que querían recuperar a sus hijos, se proponían defender el derecho a la vida de ellos y el derecho de ellas a recuperarlos y estaban dispuestas a afrontar lo que fuera.
Un símbolo verdadero no se construye con el deseo de ser un símbolo. Ese camino termina siempre en el patetismo de la caricatura porque expresa la mezquindad o la ambición personal de poder o de figuración. El valor que las convirtió en un símbolo fue lo contrario de eso: el desprendimiento más absoluto y descarnado detrás del objetivo de defender la vida, primero la de sus hijos, después la de los demás y finalmente la de todos a medida que avanzaban por ese camino.
No hubo titubeo, no hubo especulación ni afán de grandeza o gestos teatrales o de iluminados ni se creyeron mejor que nadie, ni pensaron en el heroísmo, nada. Se desnudaron, se despojaron y concentraron toda la energía contra viento y marea en un punto: defender la vida. Y a muchas, como a Azucena, les costó la vida. Las mataron, las amenazaron, les dijeron locas, los vecinos les pintaban la casa: “Madres de Guerrilleros”. No se estaban convirtiendo en símbolo de nada. Al revés, parecía que se ganaban el odio de casi todos. Y siguieron. No eran un estereotipo, eran esencia pura, como el Che, como Evita.
En estos tiempos suele haber la pobre idea de que para convertirse en símbolo hay que querer serlo o parecerlo: desayunar con bronce, condenar a la hoguera al que no piensa igual, despreciar y minimizar lo que hacen los otros, pelear por una conducción figurativa y eterna, ser el orador central o único de todos los actos, robar cámara en los medios, glorificar hasta los propios estornudos y rodearse de una corte de adulones y chupamedias. Forma parte de una cultura de la mediocridad que produjo el sistema político que ahora está en crisis.
Al cumplirse los 25 años de las Madres, la palabra dignidad es la que surge primero. Y la forma en que ellas llegaron a simbolizarla constituye una valiosa lección en tiempos de tanta baratija.
MIGUEL BONASSO.
Locura de amor
Con la brutalidad que la caracteriza, la derecha argentina las llamó “las locas de Plaza de Mayo”, porque sin duda para los perversos y los tibios era una “locura” romper el techo asfixiante de tiniebla que había caído sobre la Argentina y salir a ganar la calle perdida para la protesta. En un primer momento ellas asumieron con orgullo ese mote de “locas” que les endilgaba el poder militar y sus secuaces de la sociedad civil y lo dignificaron de tal modo que el primer libro sobre las Madres de que tenga memoria, el del periodista francés Jean Pierre Busquet, se llama –precisamente– Las locas de Plaza de Mayo.
A los que en diciembre de 1977 luchábamos en la clandestinidad y en el exilio contra la dictadura militar, el florecimiento inesperado de los pañuelos blancos nos fortaleció decisivamente: ese movimiento de mujeres que desafiaban el terror absoluto en nombre del amor absoluto constituía una esperanza de resurrección, la certidumbre de que el poder que nos oprimía presentaba por fin una fisura y en algún momento de los próximos años acabaría por derrumbarse.
Pronto el mundo entero supo, gracias a sus rondas de los jueves, de qué lado estaba la razón, la justicia y la moral. Y pocos meses más tarde, cuando se celebró el Mundial, ya constituían una referencia obligada para la prensa internacional. Alguien se acordó de Bertolt Brecht y las rebautizó: ya no eran las Locas, sino las Madres-Coraje.
A los pobres de espíritu les parecía absurda su consigna: “Con vida se los llevaron, con vida los queremos”. Con sonrisa canchera, los realistas de siempre meneaban la cabeza burlándose de quienes pedían lo imposible. “Pero si saben que sus hijos están muertos”, decían los fabricantes de impunidad. No habían leído, sin duda, La vida que te di, de Luigi Pirandello, no abrevaban en la tragedia griega, su catolicismo no les daba para sumergirse en ciertos párrafos de la Biblia.
Después vino la democracia. Y con ella, desgraciadamente, se enconaron algunas diferencias hasta llegar a la ruptura. Pero ni siquiera esa división –que reproduce una de las debilidades de todo el campo popular– pudo desvanecer lo que la lucha de las Madres de Plaza de Mayo ha representado y representa para la sociedad argentina. En estos 25 años hubo muchos de soledad, de aislamiento, en los que sólo la terquedad de la pasión les permitió seguir adelante. Pero no fue en vano: en 1996, cuando se cumplieron veinte años del golpe, la impunidad empezó a resquebrajarse: diputados y jueces que habían convivido con las leyes del olvido las derogaron al calor de la presión callejera; algunos genocidas regresaron a la prisión o la cómoda vergüenza del arresto domiciliario. Y a la hora de trazar un balance pudimos observar que Argentina estaba mejor, en ese terreno, que otros países del Cono Sur que habían padecido dictaduras.
Ese triunfo les pertenece a las Madres, junto a otros organismos defensores de los derechos humanos que en estos años tan tristes respetaron la máxima de Rodolfo Walsh: “Dar testimonio en tiempos difíciles”.
J. M. PASQUINI DURAN.
Leyenda de amor
Las Madres de la Plaza son una leyenda de amor, y aunque eso ya es mucho no alcanza para definirlas en plenitud. También son una fuerza de vida que abrió en la conciencia social la brecha por donde colaron anhelos de verdad y justicia. Fuente de inspiración para tantos que siguieron sus pasos, aquí y en el mundo, recibieron a cambio ofrendas de admiración y respeto de famosos y de ignotos. Unicas en su identidad son, a la vez, porción de un movimiento cívico más ancho y plural que comparte con ellas el compromiso irreductible con los derechos humanos. Pese al interminable camino que anduvieron, venciendo inclemencias y achaques, aún está pendiente la primera razón de ser: esos chicos y chicas, nacidos de sus entrañas, que de pronto desaparecieron de sus vidas devorados por la crueldad planificada de un puñado de verdugos. Quieren, necesitan, merecen saber de los años perdidos y quieren, necesitan, merecen que la imperfecta justicia de los hombres imponga el castigo adecuado a los terroristas de Estado. En verdad, la sociedad entera recibiría los beneficios de la verdad y la justicia, cada día más indispensables en todos los ámbitos.
Guardianas de la memoria, acunan como sólo saben hacer las madres los recuerdos de miradas, sonrisas, llantos y mohines de aquellos proyectos de vida que las miran desde imágenes congeladas en la juventud eterna. De esos diálogos íntimos y de sus acciones públicas renacieron mujeres diferentes a las que fueron alguna vez, paridas por la tragedia que un día las tomó por asalto. En las nuevas vidas, sus inteligencias y sentimientos fueron atravesados por ideas y experiencias que abrieron sus conciencias hacia mundos hasta entonces desconocidos, en los que encontraron conocimientos que las iluminaron y también –¿por qué no?– dogmas y sectas que anidaron en los pliegues de los dolores inconsolables. La condición de Madres de la Plaza, por supuesto, no vuelve infalibles los juicios y prejuicios que asumen como ciudadanas y nadie está obligado a compartirlos, lo cual no quiere decir que las discrepancias o el consenso sobre éste o aquel punto de vista tenga que disminuir o aumentar la adhesión a la causa fundacional de una trayectoria de honor.
De lo contrario, la promoción de los derechos humanos que fueron violados sin piedad en cada una de las víctimas pasarían a ser exclusivo patrimonio de partidos cerrados o facciones ideológicas, contrariando la naturaleza plural que por definición le compete al movimiento que los reclama y defiende. Este requisito es el que permite a cada uno la libertad de pensar y expresarse según sus preferencias particulares, con la única condición de respetar los principios que son parte del bien común. Sobre los sucesos de aquellos años de plomo cada cual puede guardar opinión propia, pero al final serán las futuras generaciones las que terminarán por adoptar una versión mayoritaria para la historia. Cuando llegue ese momento, las Madres de la Plaza seguirán ocupando el sitial de la dignidad que se han ganado con tesón sin igual. Cada uno de sus aniversarios provoca reflexiones que pueden dar motivos para el debate pero que, en definitiva, enriquecen la condición humana y resaltan la honestidad y nobleza del merecido homenaje.
OSVALDO MEYER.
Sí, pero tenemos a las Madres
Los argentinos tenemos estadísticas escalofriantes sobre el hambre de los niños y la desocupación. Pero tenemos a las Madres. Tenemos generales famosos como torturadores y desaparecedores. Pero tenemos a las Madres. Tenemos políticos corruptos hasta la médula ósea. Pero tenemos a las Madres. Tenemos al Judas más perfeccionado de la época contemporánea. Se llama Astiz y es oficial de la Marina de Guerra. Se disfrazó de víctima para hacer desaparecer a las Madres. Es el más cobarde y soplón de toda la historia argentina. Pero tenemos a las Madres. Los argentinos tenemos un oficial del Ejército que quemó libros por Dios, Patria y Hogar que fue ascendido a general por los radicales, el general Gorleri, que se pavonea con sus jinetas después de ganar su única batalla: contra la cultura. Pero tenemos a las Madres, ante cuya presencia los políticos radicales y peronistas huyen como conejos. Los argentinos tenemos al general Arrillaga que de un soplo eliminó a los abogados de derechos humanos de Mar del Plata y luego, por orden de Alfonsín, empleó todas las armas, legales e ilegales, para terminar con los incursores en La Tablada. Cañones, bombas con sustancias venenosas, tanques, ametralladoras para cien batallas: mató, fusiló, hizo desaparecer, torturó. Todo en nombre de la democracia. El presidente de la democracia argentina lo felicitó. Pero las Madres fueron las primeras en enviar abogados a defender a los prisioneros. La Argentina de Duhalde firmó una declaración contra Cuba. Pero las Madres de Plaza de Mayo apoyan a todo grupo liberador latinoamericano que lucha contra el Imperio. El presidente De la Rúa envió la policía montada contra las Madres y él huyó en un helicóptero. Pero las Madres no abandonaron la Plaza de Mayo a pesar de los golpes, los latigazos y los sablazos y las patas de las bestias policíacas. En la Argentina todos los presidentes huyeron cobardemente ante los golpistas o ante problemas económicos. Las Madres tomaron la Plaza en el peor de los momentos históricos cuando todas las armas, todos los alcahuetes policiales, todas las cárceles las amenazaban. Y la desaparición, como ocurrió con Azucena Villaflor y otras heroínas del pañuelo blanco. Los políticos se disfrazan para no ser reconocidos por el pueblo que los corre. Las Madres se ponen un pañuelo blanco en sus cabezas para que todo el mundo las reconozca. Los gobernadores argentinos se esconden cada vez más en sus sedes con rejas, planchas de acero, policías, gendarmes y correveidiles. Las Madres abren sus puertas y dan conciertos de músicos populares, con poetas que leen sus poemas, con actores de teatro que en sus escenas se burlan del miedo del poder. Cuando hace un cuarto de siglo, las Madres tomaron la Plaza de Mayo para siempre ante los fusiles y los palos, el ministro del Interior, un general cínico y melindroso, llamado Harguindeguy preguntó desde el seguro ventanal: “¿Quiénes son esas del pañuelo blanco?”. “Madres de subversivos”, le contestó su lenguaraz: “¿Qué hacemos, las corremos?” No, dijo el general entre eructos: “Son nada más que mujeres y además viejas, déjelas”.
Sí, esas mujeres y además viejas derrotaron a las armas, los secuestros, las torturas de los señores generales, almirantes y brigadieres. Ahí están: todos escondidos hoy dando vergüenza a sus hijos y sus nietos para toda la eternidad. En cambio, las Madres ocupan la ancha avenida por donde marcharon siempre los Hijos del Pueblo, aquellos que dieron sus vidas por la dignidad humana, por la libertad, por la alegría de la vida.
Y bien: la Argentina que dejó de ser República hace tiempo para convertirse en tierra de militares asesinos, de políticos corruptos, de las estadísticas más altas del hambre y la desocupación, en sus calles tiene a las Madres. Una epopeya irrepetible. Un orgullo para siempre, un heroísmo a carta cabal, las Madres de Plaza de Mayo son argentina. Son nuestras. Tiene el coraje heredado de sus hijos.
Ya vienen las Madres marchando. Veinticinco años. Los generales huyen como conejos; los políticos se hacen los que no ven, los que no oyen, los que no sienten; los jueces se encierran en sus letrinas, los capitalistas envían, por las dudas, sus ganancias al exterior. Ahora ellas llevan todasguardapolvos blancos. Son las maestras que nos enseñan, con su ejemplo, para una nueva Argentina. Una nueva Argentina como soñaban sus heroicos hijos de desaparecidos.
Gracias, Madres, yo las he podido besar, las he podido abrazar, las he podido acompañar. Gracias por vuestras cálidas manos. Gracias por vuestro sagrado evangelio, la Rebeldía.