EL PAíS
Una ceremonia de jura de apenas diez minutos
Tensa, con ausencias significativas, alcanzó para el “sí, juro” y para el Himno. Después, corriendo a hablar a Olivos.
Por Susana Viau
A las nueve en punto, los siete granaderos de la guardia presidencial avanzaron hacia la puerta principal de la Casa Rosada. En el Salón Blanco que se iba llenando de invitados y periodistas, ya aguardaba algún ministro. El grueso, sin embargo, ingresaría quince minutos después, arropando a un Eduardo Duhalde de sonrisa desvaída y traje azul demasiado intenso, aun para esas horas de la mañana. Luego de tomar juramento al nuevo titular de la cartera económica y entonarse el Himno Nacional, el acto concluyó. Los relojes marcaban las 9.25 y lo más significativo de ese tramo de la jornada radicaba en las ausencias: las de los más influyentes jefes provinciales y la de la propia primera dama y virtual miembro del gabinete, Hilda “Chiche” González de Duhalde. A la antigua usanza, en la apremiante ceremonia de asunción de Roberto Lavagna las mujeres habían sido una minoría aplastante.
Las señales de que dentro de la casa de gobierno se estaba desarrollando otro capítulo trascendente de la crisis se manifestaban con claridad recién detrás del vallado, sobre la explanada de acceso por donde caminaban los invitados y pululaban los choferes de vehículos oficiales y los efectivos de la policía federal. Todo hay que decirlo, en un número no mayor al que desde el 19 de diciembre pasado custodia el lugar: el día y la hora elegidos para la jura permitían presumir que no habría ni piquetes ni cacerolazos que agregaran más nerviosismo a un escenario atravesado por la tensión.
Casi un cuarto de hora tuvieron que esperar los granaderos para que el helicóptero presidencial, procedente de Lomas de Zamora, tocara tierra. En el Salón Blanco, Daniel Scioli ocupaba prematuramente un lugar junto al estrado y Antonio Cafiero se tomaba su tiempo para saludar uno a uno a los ocupantes de la primera hilera de asientos. Sobre el fondo del salón, quienes permanecían de pie contabilizan a los asistentes: Emilio Cárdenas, Guillermo Alchouron, el renunciante viceministro Jorge Todesca y por allí, señalaban, Claudine Marechal, la esposa belga de Lavagna, un ex estudiante de la Universidad de Lovaina. Todavía más al fondo del recinto, junto a la barandilla que pone a raya a los periodistas, el economista del Frepaso y actual directivo de la Corporación del Sur, Arnaldo Bocco, y en otro rincón el ex vocero de Carlos Menem y ex hombre del cavallismo, Guillermo Seita.
Con Duhalde ingresó un contingente de funcionarios que se abrió en abanico sobre la tarima: lo flanqueaban el presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Caamaño y su par del Senado, Juan Carlos Maqueda. Seguían los gobernadores: el salteño Juan Carlos Romero, el bonaerense Felipe Solá, el jefe del Gobierno de la Ciudad Aníbal Ibarra y los todavía sobrevivientes Ignacio de Mendiguren, Ginés González García, José María Jaunarena, Rodolfo Gabrielli, Aníbal Fernández, Jorge Capitanich, Carlos Soria y Carlos Ruckauf. Los que acostumbran a hallar más indicios en las ausencias que en las presencias, echaban de menos a José Manuel de la Sota, Carlos Reutemann y sobre todo a Chiche, que la semana que termina suspendió la presentación de su libro.
El faltazo del titular del Banco Central, Mario Blejer, no era imputable, como se tejió de urgencia, a desacuerdos teóricos con Lavagna sino al sabbath. Ortodoxo también en sus creencias religiosas, Blejer es inhallable, ocurra lo que ocurra, desde el viernes al anochecer cuando aparece la primera estrella. Por lo demás, las circunstancias y obvias diferencias de estilo habían aventado del Salón Blanco las alpacas lustrosas, los brillos y los dorados que caracterizaron el protocolo menemista. Entre una masa de hombres vestidos de oscuro, sólo eran perceptibles dos melenas rubias del peronismo bonaerense: las de Graciela Giannettasio y Mabel Müller.
Un aplauso compacto y breve rubricó el “sí, juro” de Lavagna. El himno fue seguido con expresión ensimismada por Duhalde quien, una vez cumplidas las formalidades, se retiró rumbo a Olivos mientras el flamante ministro entusiasmaba a los reporteros con una rueda de prensa que no sería tal. El acto había terminado. Y “el lunes empieza de nuevo la montaña rusa”, dijo, descarnado, un hombre alto, rubio y de gafas que, podría jurarse, no hacía sino ponerle nombre al fantasma que vagaba por el recinto y anidaba en la cabeza de todos, incluida la del Presidente.