EL PAíS › PANORAMA POLITICO
SUSPENSOS
Por J.M. Pasquini Durán
Un país distinto quiere alumbrar para sustituir al que ya no da para más. El cambio implica más, mucho más, que la ruptura de la convertibilidad y de los hábitos de todo tipo que ella impuso. Para que la transformación sea efectiva tiene que producirse un relevo en el poder, o sea el desplazamiento de los intereses que prevalecieron casi todo el último cuarto de siglo XX, expresados, para usar una definición del presidente Eduardo Duhalde, en “la alianza de los políticos con el capital financiero”. Acostumbrados a poseer la chancha y los veinte, no se van a dejar correr así no más, sin oponer toda clase de resistencias y argucias. La desobediencia de los bancos, sobre todo los transnacionales, a las normas oficiales junto con el mal trato a la clientela cautiva como una provocativa ratificación de su arbitraria autoridad autónoma, los ávidos remarcadores de precios que retienen mercaderías, incluso medicinas vitales, los lobbies diplomáticos y comerciales que operan para que las empresas de servicios públicos puedan manipular sus tarifas y seguir remesando divisas a sus casas centrales a costa de los usuarios argentinos, son apenas algunas expresiones del estado de rebeldía de los grupos económicos más concentrados.
Durante cuatro presidencias sucesivas (Alfonsín, Menem, De la Rúa y Rodríguez Saá) el bloque dominante, con el “golpe de mercado” como instrumento de coerción, cooptó, subordinó o disciplinó la voluntad de esos administradores para que dejaran de lado el mandato de las urnas, desprestigiando de paso el discurso político y hasta la política misma. Agotado el esquema de saqueo que lo privilegió, la ley absoluta del mercado sólo puede reproducir declinación social, esparciendo miseria. Las cifras de la decadencia incluidas en el discurso inaugural del mandato de Duhalde, que otras voces habían anticipado desde hace tiempo, eximen de mayores comentarios. Apenas una acotación: en proporción Argentina tiene hoy en día más pobres que Paraguay, cuyos nativos solían venir a este país en busca de mejores oportunidades. Las evidencias son tan crueles como irrefutables y la impotencia de la política para revertir la tendencia degradó la gobernabilidad a niveles patéticos: tres presidentes en menos de quince días. En ese proceso, si el actual gobierno es una frustración repetida, las consecuencias, en su mayor parte imprevisibles, pueden golpear a todo el sistema de partidos.
Algunos dirigentes del peronismo, sobre todo en la liga de gobernadores, niegan la posibilidad del final de época y especulan que el fracaso de Duhalde será una vía más rápida para ir a elecciones anticipadas, como si las demandas populares pudieran amansarse sólo con instalar el cuarto oscuro. Otros dirigentes de diversos partidos sobreactúan la situación en sentido contrario y están dispuestos a otorgarle lo que pida. A pesar de la abrumadora mayoría de votos que lo proclamó en la Asamblea Legislativa, el flamante gobierno es aún más débil de lo que aparenta, reducida su composición al duhaldismo bonaerense y algunos sobrevivientes del naufragio de la Alianza. Sin embargo, la mayor debilidad deriva, más que nada, de la desconfianza y la impaciencia de la ciudadanía que exige soluciones rápidas y drásticas, harta de promesas incumplidas y dilaciones sin término. Así como el año pasado los piquetes en las rutas expresaron las protestas de los más excluidos que pedían al menos el consuelo de un subsidio mínimo, ahora los cacerolazos de las clases medias y los asalariados resuenan en múltiples lugares y aguardan expectantes para poblar de nuevo la Plaza de Mayo si no se despejan pronto sus principales incertidumbres.
Hay sobradas razones para el alboroto, aunque además pueda estar azuzado desde varios frentes, de un extremo al otro del arco político, en algunos casos con el avieso y único propósito de usar el temor a la “anarquía” oal descontrol social como un argumento en defensa de lo establecido. En los últimos días algunos sacerdotes tuvieron que mediar para restablecer la convivencia entre dos barriadas pobres que habían sido estimuladas a pensar, una de la otra, que serían objeto de asaltos con saqueos masivos. Los conservadores que exprimieron sin piedad la paciencia popular ahora pretenden que la ansiedad por cambios verdaderos amenaza la paz social. Pese a que la manipulación es evidente, hay demócratas que, otra vez, por conveniencia o por ingenuidad, están haciéndose eco de ese alarmismo planificado, confundiendo a las cacerolas con la guillotina y a los pequeños burgueses que defienden sus ahorros con la “chusma” que celebraba la decapitación de los nobles en el patíbulo de la revolución. De cualquier modo, sin exagerar, la anarquía no es sólo un cuco que agita la derecha, porque un movimiento popular espontáneo y apolítico, sin dirección ni sentido histórico definidos, puede ser también una nave al garete. La responsabilidad por el futuro inmediato de aquellos que pretenden representar o conducir al movimiento popular también es inmensa e ineludible.
Eludir las trampas de la derecha neoliberal no implica, por oposición, reconocer al gobierno como sinónimo de “salvación nacional” antes de que muestre su propio juego. Por el momento, entre esas dos opciones polarizadas existe la chance de juzgar, apoyar o rechazar, cada medida y cada situación en toda su complejidad. Las generalizaciones simplificadoras, en circunstancias tan difíciles, conducen por lo general a callejones sin salida o, lo que es peor todavía, a desempeñarse como idiotas útiles a privilegios ajenos. Aquí y ahora, la profundidad de la democracia se mide por el grado de incidencia popular en las decisiones del Estado, que debería regular los intereses colectivos en lugar de administrar las rentas de elites indolentes, y no en la cantidad de poderes que acumule el Ejecutivo. Mientras no sea una dictadura, es la hora de compartir en lugar de monopolizar la capacidad de decisión. La premisa constitucional que otorga al pueblo el derecho a gobernar sólo a través de sus representantes, además de corresponder a una noción anticuada es insuficiente en un momento como el presente, caracterizado precisamente por la crisis de representación y la incapacidad de los partidos mayoritarios para diferenciarse unos de los otros, después de haber perdido la identidad sociológica que tuvieron en un tiempo debido a que la reforma económica de los conservadores modificó el lugar y la composición de las clases sociales. Ni los sindicatos tradicionales pudieron retener la representación de antaño, porque hoy la clase obrera está compuesta por estratos que no se encuentran sólo en la fábrica, el comercio o la oficina.
El presidente Duhalde sabe que necesita la comprensión y la buena voluntad del pueblo, puesto que no llegó al cargo por mandato de las urnas. A cambio de la banda y el bastón puso en juego, como mínimo, el futuro político personal. Entre el autismo de Fernando de la Rúa y el tropicalismo peronista de Rodríguez Saá, decidió hacerse cargo del país empobrecido, por ahora nada más que en el discurso, y de las ilusiones populares de progreso y bienestar general. Ante una audiencia de empresarios y sindicalistas aseguró ayer que su gobierno se propone garantizar la paz social a través de la realización de “los derechos humanos básicos”. En efecto, en el mundo de hoy los derechos humanos se han extendido de los principios de la libertad a los derechos económicos y sociales, para que el conjunto defina a la democracia como el gobierno del pueblo. Es más fácil, por supuesto, elaborar discursos que racionalizarlos a través de normas y leyes. Esta es la prueba que deberá pasar la “ley ómnibus” que desde anoche está a consideración del Congreso, para saber si por fin los hechos corresponden con las palabras. En el mensaje a la Asamblea que lo eligió, el flamante mandatario aseguró que lo inspiraba la doctrina social de la Iglesia Católica y no fue una mención casual. El Presidente quiere que la autoridad moral del Episcopado, cuyas autoridades presentes defienden la “opción por los pobres”, lo ayude a ganar espacio y tiempo. Esta semana dirigió una carta a monseñor Estanislao Karlic para que la Iglesia continúe con el esfuerzo de sostener un “espacio de concertación”, que había comenzado en la sede de Cáritas un día antes de la caída del gobierno delarruista. Por su lado, la Primera Dama trataba de congeniar la acción social del gobierno con la actividad solidaria de los católicos. Los gestos no cayeron en saco roto y es posible que pasado mañana, lunes, la Comisión Ejecutiva del Episcopado en su reunión habitual decida realizar una entrevista formal con el Presidente. También los obispos, en ese caso, caminarán por terreno minado, sin otro mapa que la honorable interpretación de su responsabilidad. A propósito, en un escrito reciente (“El mundo vuelve a empezar”) el teólogo Pedro Casaldáliga afirmó esto: “Tres desafíos, concretamente, debe asumir con osadía profética y libertad evangélica la Iglesia de Jesús, para ser creíble y evangelizadora hoy: la descentralización mundializada, la participación corresponsable y el diálogo solidario” [...] “En esta hora de mundialización y de madurez de conciencia, que es, simultáneamente, una hora nefasta de nuevas prepotencias, de macrodictaduras, de fundamentalismos y de radicalizaciones, se nos impone, como un don y como una conquista, el diálogo, interpersonal, intercultural, ecuménico y macroecuménico. Un diálogo de pensamientos, de palabras y de corazones. No la mera tolerancia, que se parece demasiado a la guerra fría, sino la convivencia cálida, la acogida, la complementariedad”. Ese camino aún no está abierto en el país, donde lo que prevalece es la sospecha, el escepticismo y, en suma, el suspenso interminable, dado que aquí la eternidad se mide por horas.